De repente, Melissa Corcoran habló:
—Si todavía lo piensas, Wyman, te compadezco.
Ford se volvió, sorprendido, y encontró una expresión que le dejó atónito. Ya no era la joven insegura de hacía un rato, la que buscaba constantemente afecto. Ahora se la veía radiantemente serena, con un brillo de seguridad en los ojos.
—¿Tú crees que es Dios? —preguntó Ford con incredulidad.
—No sé por qué te sorprende tanto —dijo ella—. ¿Tú no crees en Dios?
—¡Sí, pero no en este Dios!
—¿Cómo lo sabes?
Ford titubeó.
—¡Por favor! Dios nunca se pondría en contacto con nosotros de manera tan estrambótica.
—¿Te parece menos estrambótico que deje embarazada a una virgen y que luego el hijo de esta virgen lleve su mensaje a la Tierra?
Ford no daba crédito a lo que oía. —Te digo que no es Dios. Corcoran sacudió la cabeza.
—¿No te das cuenta de lo que está pasando, Wyman? ¿No lo entiendes? Hemos hecho el mayor descubrimiento científico de la historia: hemos descubierto a Dios.
Ford observó al grupo, hasta que su mirada se detuvo en Kate, a quien tenía al lado. Fue una mirada larga, y para Ford representó una sorpresa enorme, jamás lo hubiera imaginado: los ojos de Kate estaban llorosos de emoción. Kate le apretó la mano, la soltó y sonrió.
—Lo siento, Wyman; ya sabes que Melissa y yo no siempre hemos congeniado, pero ahora… —Estrechó la de Corcoran—. La verdad es que estoy de acuerdo con ella.
Ford contempló a las dos adversarias, súbitamente unidas.
—¿Cómo es posible que un ser humano racional piense que esta… cosa —señaló la pantalla— es Dios?
—A mí lo que me sorprende —dijo Kate serenamente— es que no lo veas tú. Repasa las pruebas. El agujero en el espacio-tiempo es auténtico. He hecho los cálculos y se trata de un agujero o de un tubo de flujo a un universo paralelo, un universo que existe justo al lado del nuestro, increíblemente cerca, hasta el punto de que casi se tocan; los dos universos son como dos hojas de papel arrugadas al mismo tiempo. Lo único que hemos hecho es agujerear nuestra hoja para dejar a la vista una parte minúscula de la otra. Y en ese universo paralelo es donde… vive Dios. —No puedes decirlo en serio, Kate.
—Wyman, limítate a escuchar las palabras sin pensar en nada más. Solo las palabras. Es la primera vez en mi vida que oigo exponer la verdad pura y dura. Son como campanadas después de años de silencio. Lo que dice este… lo que dice Dios es de una verdad tan creíble…
Ford miró por la sala circular hasta pararse en Edelstein. Edelstein, el último escéptico. Los ojos oscuros y triunfantes del matemático sostuvieron su mirada. —Ayúdame, Alan.
—Yo nunca he buscado a Dios —dijo Edelstein—. Soy ateo de toda la vida, y a mucha honra. No necesito a Dios, ni antes, ni ahora ni nunca.
—Por fin, alguien que está de acuerdo conmigo —dijo Ford, aliviado. Edelstein sonrió.
—Por eso mi conversión es aún más reveladora.
—¿Tu conversión?
—Exacto.
—¿Tú… te lo crees?
—Por supuesto. Soy matemático. La lógica es mi vida, y por lógica, esto que nos habla es algún poder superior. Da igual cómo lo llames: Dios,
primum mobile
, el Gran Espíritu…
—Yo lo llamo engaño.
—¿Qué pruebas tienes? Ningún programador ha logrado escribir un código que superara la prueba de Turing. Tampoco se ha construido ningún ordenador, ni siquiera el cerebro-superordenador del
Isabella
, capaz de mostrar inteligencia artificial auténtica. No tiene explicación que supiera los números pensados por Kate, o los nombres de Gregory; pero lo más importante es que yo, al igual que Kate, reconozco la profunda verdad que expone. Si no es Dios, es una entidad inteligentísima de este universo o de otro, y por lo tanto, preternatural. Sí, yo me lo creo. Se impone la explica-ción más simple. La navaja de Occam.
—Además —dijo Chen—, el output salía directamente de CCero. ¿Cómo lo explicas?
Ford miró a los demás, desde el hermoso rostro de ébano de Dolby, por el que caían lágrimas, hasta el delirio y los temblores que parecían estar apoderándose del cuerpo de Julie Thibodeaux. «Increíble —pensó—. ¡Qué espectáculo! Todos se lo creen.» La cara siempre inerte de Michael Cecchini estaba viva y radiante por primera vez… Rae Chen… Harlan St. Vincent… George Innes… Todos. Hasta Wardlaw, que en plena crisis de seguridad, en vez de prestar atención a las cámaras, miraba a Hazelius con una adoración servil y aduladora.
Estaba claro que durante todo aquel tiempo se le había pasado por alto una dinámica oscura y alarmante que funcionaba dentro del grupo. Incluso en Kate. Particularmente en Kate.
—Wyman, Wyman —dijo Hazelius—, tú estás exteriorizando emociones, y nosotros estamos pensando. Es lo que mejor se nos da.
Ford retrocedió un paso.
—Esto no tiene nada que ver con Dios. Solo es un hacker que os dice lo que queréis oír. Y vosotros os lo estáis creyendo.
—Nos lo estamos creyendo porque es la verdad —le rectifico Hazelius—. Me lo dice el intelecto, y me lo dice el cuerpo. Míranos: yo, Alan, Kate, Rae, Ken… Todos. ¿Piensas que nos equivo-camos todos a la vez? Llevamos en la sangre el escepticismo científico. Nos impregna. Nadie puede acusarnos de credulidad. ¿Qué te hace a ti más clarividente? Ford no tenía respuesta.
—Estamos perdiendo un tiempo muy valioso —dijo Hazelius. Se volvió tranquilamente hacia la pantalla y dijo—: Sigue, por favor. Gozas de toda nuestra atención.
¿Tendrían razón? ¿Era posible que fuera Dios? Ford miró el siguiente mensaje de la pantalla teniendo un mal presentimiento.
Desde una colina, junto a Doke, Eddy miraba cómo los vehículos se dirigían hacia la explanada. Hacía una hora que llegaban a centenares por la Dugway: primero motos de cross, quads y jeeps, y después camionetas, motos normales, vehículos cuatro por cuatro y turismos. Todos hablaban de obstáculos e impedimentos. Había bloqueos policiales en la 1-40, en la ruta 89 por Grey Mountain y en la ruta 160 a la altura de Cow Springs, lo cual no había impedido a los fieles dar un rodeo por el laberinto de pistas de tierra que recorría la reserva.
Los vehículos estaban aparcando sin orden ni concierto justo pasado el final de la Dugway, aunque Eddy se dijo que no importaba cómo aparcasen. Nadie volvería a su casa; o quizá sí, pero de otro modo: a través del Arrobamiento.
En algunos momentos parecía imperar la anarquía: gritos, llantos de bebé, gente borracha, y hasta drogada; pero los que habían llegado primero salían a recibirles y les organizaban mediante oraciones, versículos bíblicos y la Palabra de Dios. Al pie de la colina, en la explanada, se agolpaban como mínimo mil fieles en espera de instrucciones. Muchos llevaban Biblias y cruces; algunos pistolas, y otros, cualquier arma que habían encontrado, desde sartenes y cuchillos de cocina hasta mazos, hachas, machetes y podaderas. Había niños con tirachinas, pistolas de aire comprimido y bates de béisbol; también con
walkie-talkies
, que Eddy confiscó para distribuirlos al pequeño grupo de sus lugartenientes, seleccionados por él personalmente. Se guardó uno para él.
Le sorprendió la abundancia de niños, y hasta de madres dando el pecho. ¿Niños en Armagedón? Pero sí; puestos a pensar en ello, tenía sentido. Era el Final de los Tiempos. Todos alcanzarían a la vez el paraíso.
—Eh —le dijo Doke, con un codazo—, un coche de la poli.
Siguió la dirección de su mirada. En la hilera de vehículos que subía despacio por la Dugway avanzaba solitario un coche patrulla con las luces giratorias encendidas.
Se volvió hacia su nueva grey, la fluctuante multitud cuyos murmullos sonaban como lluvia. Vio parpadeos de linternas y oyó ruidos metálicos de cargadores y de balas. Un hombre juntaba ramas secas de pino para hacer antorchas y dárselas a los demás. La disciplina era extraordinaria.
—Estoy pensando qué podría decirles —contestó.
—Con la poli hay que tener cuidado —dijo Doke.
—Me refiero a mi sermón. Al ejército del Señor, antes de ponernos en marcha —dijo Eddy.
—Ya, pero ¿y el poli? —dijo Doke—. Solo se acerca un coche, pero tiene radio, y podría dar problemas.
Al mirar las luces del coche patrulla, Eddy vio con sorpresa que más de uno se apartaba para dejarlo pasar. Las viejas costumbres de obediencia al gobierno y a la autoridad no desaparecerían fácilmente. De eso hablaría: de que a partir de ese momento solo debían obediencia a Dios.
—Está subiendo por la Dugway —dijo Doke.
Poco después llegó a lo alto de la mesa el ruido de la sirena, que fue ganando fuerza. La muchedumbre, cada vez más apretada, esperaba alguna indicación. Muchos rezaban, elevando sus peticiones en el aire de la noche. Había grupos con las manos en alto y las cabezas inclinadas. Al oír sus himnos, Eddy pensó en cómo debió de desarrollarse la escena del Sermón de la Montaña. ¡Pues claro! Seria el punto de partida. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.» No, no era un buen versículo para empezar. Algo más enérgico: «Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor sabiendo que le queda poco tiempo». El Anticristo: en eso tenía que centrarse, en el Anticristo; solo unas pocas palabras an-tes de ponerse en cabeza de su ejército.
El coche patrulla llegó a lo alto de la mesa mezclado con los demás coches. Se acercó por el tramo asfaltado y aparcó en un lateral, a unos cientos de metros. Eddy vio el emblema de la policía tribal de la nación navajo en la puerta. El faro del techo dio todavía un par de vueltas. Después se abrió la puerta y salió un indio alto, un policía navajo. A pesar de la distancia, Eddy reconoció a Bia.
El policía se vio inmediatamente rodeado de gente. A juzgar por lo que oía Eddy, parecía una discusión.
—¿Qué hacemos, pastor Russ? —preguntaban algunos de ellos.
—Esperar —contestó él con voz grave y firme, tan distinta de su tono habitual que le costó reconocerla—. Dios nos mostrará el camino.
Al ver a tanta gente el teniente Bia empezó a preocuparse. Ante el aviso de que ocurría algo en Red Mesa, había dado por supuesto que se trataba de la manifestación, y se había sumado al tráfico que casi colapsaba la carretera de Red Mesa; pero ahora que les tenía delante, le quedó claro que no tenían nada que ver con la cabalgata de protesta. Llevaban pistolas y espadas, cruces y hachas, Biblias y cuchillos de cocina. Algunos se habían pintado cruces en la frente y en la ropa. Era un acto de una secta, tal vez relacionada con lo que le habían contado de un sermón de un telepredicador. Le alivió ver gente de todas las razas: negros, asiáticos, y hasta algunos cuantos con rasgos navajos o apaches. Al menos no era el Ku Klux Klan, ni las Naciones Arias.
Se subió el cinturón y miró a la gente con una sonrisa y con los brazos en jarras, esperando no asustar a nadie.
—¿Tienen algún líder, alguien con quien pueda hablar?
Se adelantó un hombre con unos vaqueros Wrangler gastados y una camisa de trabajo azul. Tenía la cara curtida por toda una vida en el campo, una barriga prominente, los brazos cortos y gruesos, despegados del cuerpo, y las manos callosas. Llevaba un viejo Colt MI917 con cachas de marfil, bajo un cinturón de serpiente con un brillante crucifijo de latón en la hebilla.
—Sí, tenemos un líder. Se llama Dios. ¿Usted quién es?
—El teniente Bia, de la policía tribal. —Le inquietó un poco el tono de aquel hombre, de una belicosidad innecesaria. Decidió proseguir con suavidad—. ¿Quién manda aquí?
—Teniente Bia, solo quiero hacerle una pregunta: ¿es un cristiano que ha venido a luchar?
—¿Luchar?
—En el Armagedón.
El hombre puso énfasis en la palabra apoyando una mano en las cachas de marfil del Colt.
Bia tragó saliva. La gente se apretó a su alrededor. Se arrepintió de no haber pedido refuerzos por radio.
—Soy cristiano, pero no he oído nada de ningún Armagedón.
La gente se quedó callada.
—¿Ha renacido en el agua de la vida? —preguntó el hombre del Colt.
La multitud empezó a murmurar con fuerza. Bia respiró hondo. No tenía sentido discutir de religión con esa gente. Más valía calmar los ánimos.
—¿Por qué no me cuenta lo del Armagedón?
—Está aquí el Anticristo, aquí en la mesa, y se avecina la batalla del Señor Dios Todopoderoso. O está con nosotros o está en contra de nosotros. Ha llegado el momento. Decídase.
Bia no tenía ni idea de qué contestar.
—Supongo que saben que están en la nación navajo, y que han entrado sin permiso en tierras cedidas por el gobierno. —No ha contestado a mi pregunta.
Se estrechó el cerco. Bia percibió una gran agitación. La olió en el sudor de la gente.
—Aparte la mano de la pistola —dijo en voz baja. La mano no se movió.
—He dicho que aparte la mano de la pistola.
El hombre agarró con más fuerza la culata.
—O está con nosotros o está en contra de nosotros. ¿Qué elige?
En vista de que Bia no contestaba, el hombre se volvió y habló con la multitud.
—No es de los nuestros. Ha venido a luchar en el otro bando.
—¿Qué esperabas? —preguntó alguien.
La gente lo repitió— ¿Qué esperabas?
Bia empezó a retroceder lenta y discretamente hacia su coche..
La pistola se levantó y le apuntó.
—Oiga, yo no he venido a luchar contra nadie —dijo Bia—. No hay ninguna razón, ninguna en absoluto, para que me apunte con una pistola. Bájela.
Una mujer de cierta edad, con botas de trabajo, sombrero de paja de vaquero y un rostro tan curtido que parecía de cuero viejo, puso una mano en el brazo del hombre del Colt.
—Ahorra las balas, Jess, él no es el Anticristo. Solo es un poli.
La palabra «Anticristo» circuló entre la gente, que se apretó aún más en torno a Bia.
—He dicho que baje la pistola.
El hombre la bajó, dubitativo.
—Vamos, Wyatt Earp, dame la pistola.
La mujer la cogió de su mano fofa, sacó las balas y guardó ambas cosas (arma y munición) en su bolso.
—Aquí no hay ningún Anticristo —dijo Bia, intentando disimular su alivio—. Estas tierras son de la nación navajo, y ustedes han entrado sin permiso. Si tienen un líder me gustaría hablar con él.
En cuanto subiera al coche patrulla, pediría refuerzos por la radio. Como mínimo de la Guardia Nacional.