Begay se volvió a mirarle.
—No, Willy. Por Dios que no.
Ford contempló las ascuas, estupefacto de incredulidad y horror. El lugar ocupado por Hazelius no era más que un gran montón de brasas. Estrechó a Kate con fuerza, prestándole su apoyo. Ella miraba fijamente las ascuas, con regueros de llanto en su cara sucia, y sin mover un solo músculo. De hecho nadie se movía ni hablaba.
Ahora les tocaba a ellos.
De repente el silencio era total. El predicador Eddy estaba a un lado, con la Biblia pegada al pecho, sujetada por dos manos huesudas. Tenía ojeras y la mirada perdida.
Quien tampoco apartaba la vista del fuego era Doke, el hombre de los tatuajes, pero su cara era radiante.
Eddy levantó la cabeza y miró a la multitud. Señaló el montón de brasas con una mano temblorosa.
—«Y pisotearéis a los impíos, porque serán ellos ceniza bajo la planta de vuestros pies.»
Su arenga despertó a la gente, que empezó a moverse, incómoda.
—Amén —dijo una voz, débilmente imitada por otras.
—«Ceniza bajo la planta de vuestros pies» —repitió Eddy.
Surgieron algunos «amén» más, entrecortados.
—Y ahora —dijo Eddy—, amigos míos, ha llegado el momento de los discípulos del Anticristo. Somos cristianos. Perdonamos. Hay que darles la oportunidad de aceptar a Jesús. Hasta el más grande de los pecadores tiene derecho a una última oportunidad. ¡De rodillas!
Un seguidor golpeó en la nuca a Ford, que se arrodilló invo-luntariamente. Kate hizo lo mismo, arrimándose a él.
—¡Rezad a nuestro Señor Jesucristo por la salvación de sus almas!
Doke hincó una rodilla en el suelo, seguido por Eddy. En poco tiempo toda la multitud estaba arrodillada en la arena del desierto, bajo el rojizo resplandor del fuego agonizante, entre un murmullo creciente de oraciones.
Otra explosión retumbó por la mesa, haciendo temblar el suelo. —Discípulos del Anticristo —dijo Eddy—, ¿confesáis vuestra apostasía y aceptáis a Jesús como vuestro salvador? ¿Aceptáis a Jesús de todo corazón, sin reservas? ¿Os unís a nosotros, pasando a formar parte del gran ejército de Dios?
Silencio absoluto. Ford apretó la mano de Kate. Le habría gustado que dijera algo, que respondiera afirmativamente, pero ¿cómo esperar que le hiciera, si ni él mismo era capaz?
—¿No habrá uno solo de vosotros que repudie su herejía y acepte a Jesús? ¿Ni uno solo que quiera ser salvado del fuego de este mundo y de los fuegos eternos del siguiente? En un acceso de ira, Ford levantó la cabeza. —Yo soy cristiano, católico. No tengo ninguna herejía que repudiar.
Eddy respiró hondo y habló con voz trémula, levantando dramáticamente la mano hacia la multitud atenta.
—Los católicos no son cristianos. El espíritu del catolicismo es la adoración idólatra de la Virgen María. Un murmullo dubitativo de aquiescencia. —Es el espíritu del demonismo, como demuestra la repetición inútil de los avemarias al rezar el rosario. Es la adoración idólatra de imágenes, infringiendo los mandamientos de Dios.
Ford trató de dominar la ira que se apoderaba de él. Se levantó.
—¿Cómo te atreves? —dijo en voz baja—. ¿Cómo te atreves?
Eddy levantó la pistola y le apuntó.
—A los católicos hace quinientos años que los curas os lavan el cerebro. Vosotros no leéis la Biblia. Hacéis lo que os dicen los curas. Vuestro Papa reza a imágenes y besa los pies a estatuas. La palabra de Dios dice con claridad que debemos postrarnos ante Jesús y nadie más que Jesús; ni María ni los supuestos santos. Renuncia a tu blasfema religión o sufre la ira del Señor Dios.
—Los blasfemos de verdad sois vosotros —dijo Ford, mirando a la gente fijamente.
Eddy levantó la pistola, que temblaba, y apuntó al ojo derecho de Ford.
—¡Tu iglesia sale directamente de la boca del infierno! ¡Renuncia a ella! —Jamás.
La pistola se quedó quieta en el momento en el que Eddy le apuntaba, a diez centímetros de su cara, tensando el dedo en el gatillo.
El reverendo Don T. Spates colgó de golpe. Seguía sin haber señal. También se le había colgado la conexión a internet. Se le ocurrió ir a la sala de prensa de la Catedral de Plata y encender el televisor para ver si había noticias, pero no tuvo fuerzas. Tenía miedo de irse, de levantarse de la mesa, de lo que pudiera descubrir.
Miró el reloj. Las cuatro y media. Faltaban dos horas para que amaneciese. Cuando saliera el sol, iría directamente a ver a Dobson; se pondría en manos de su abogado y él se encargaría de todo. Le saldría caro, por supuesto, pero después de lo sucedido habría donativos a raudales. Solo necesitaba capear el temporal. Ya había superado otros, como la delación de las dos prostitutas a la prensa. Entonces creyó que era el final del mundo, pero al cabo de un mes volvía a trabajar, a predicar en la Catedral, y ahora era el número uno del sector de los telepredicadores.
Sacó un pañuelo del bolsillo para secarse la cara; se lo pasó por los ojos, la frente, la nariz y la boca, dejando una mancha marrón de restos de maquillaje sobre la tela blanca. La miró asqueado, antes de tirar el pañuelo a la papelera. Después se sirvió otra taza de café, le echó un chorrito de vodka y se la bebió, con la mano temblorosa.
Dejó la taza con tal fuerza que se partió por la mitad; una taza de Sévres dividida en dos partes idénticas, como si la hubieran sometido a un corte de precisión. Cogió los trozos y se los quedó mirando. De repente se enfureció y los tiró al suelo.
Tambaleándose, fue a la ventana, la abrió y miró al exterior.
Todo era oscuridad y silencio. El mundo dormía. Pero no en Arizona. Allí podían estar sucediendo cosas muy graves. De todos modos, no era culpa suya. Él había consagrado su vida a trabajar por Cristo en la tierra. «Creo en el honor, la religión, el deber y la patria.»
Qué ganas tenía de que saliera el sol… Se imaginó bien protegido por las discretas paredes forradas de madera del bufete de su abogado de la calle Trece; esa imagen le reconfortó. Despertaría a su chófer a primera hora, para ir a Washington.
Mientras miraba las calles oscuras y mojadas por la lluvia, oyó sirenas a lo lejos, y poco después vio que algo se acercaba por Laskin Road: coches patrulla y un furgón policial con las luces encendidas, seguido por varias camionetas. Retrocedió y cerró la ventana con el pulso acelerado. No venían a buscarle a él. Naturalmente que no. ¿Qué le estaba pasando? Volvió a la mesa, se sentó y cogió el café y el vodka, hasta que se acordó de la taza rota. Al demonio con la taza. Levantó la botella y tomó un buen trago a morro.
Dejó la botella y exhaló. Probablemente solo iban a echar a algún negro del club de vela de al lado.
Le sobresaltó un fuerte impacto en la Catedral de Plata. De repente oyó ruidos, voces, gritos y radios de la policía a todo volumen.
No podía moverse.
Al cabo de un momento se abrió de golpe la puerta del despacho e irrumpieron varios hombres con chalecos antibalas del FBI, agazapados y con pistolas en la mano, seguidos por un enorme agente negro con la cabeza rapada.
Spates seguía sentado, sin entender nada.
—¿El señor Don Spates? —preguntó el policía, mostrando su placa—. FBI. Agente especial Cooper Johnson, al mando de la operación.
Spates se había quedado mudo. Solo miraba.
—¿Es usted Don Spates?
Asintió con la cabeza.
—Ponga las manos encima de la mesa, señor Spates.
Levantó dos manos regordetas, manchadas por la edad, y las posó sobre el escritorio.
—Levántese, pero mantenga las manos a la vista.
Se levantó torpemente, tumbando la silla, que cayó al suelo detrás de él.
—Esposadle.
Se acercó otro agente que le cogió un antebrazo con firmeza, se lo puso en la espalda, lo juntó con el otro… y Spates sintió con estupefacción el frío del acero en sus muñecas.
Johnson se paró delante de él, con los brazos cruzados y las piernas separadas.
—¿Señor Spates?
Spates sostuvo su mirada. Tenía la mente totalmente en blanco.
El agente empezó a hablar deprisa y en voz baja.
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra por la justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado y a que esté presente durante cualquier interrogatorio. Si no tiene dinero para pagar un abogado se le proporcionará uno de oficio. ¿Lo ha entendido?
Spates siguió mirando. No podía ser verdad.
—¿Lo ha entendido o no?
—¿Qué…?
—Está borracho, Cooper —dijo otro hombre—.
No te preocupes, ya volveremos a leerle sus derechos.
—Tienes razón. —Johnson cogió a Spates por la parte superior de un brazo—. Vamos.
Otro agente cerró sus dedos en torno al otro brazo. Le dieron un empujoncito y empezaron a caminar con él hacia la puerta.
—¡Un momento! —exclamó Spates—. ¡Están cometiendo un error!
Siguieron empujándole. Nadie le hacía el menor caso.
—¡Buscan a otro! ¡Se equivocan de persona!
Un agente abrió la puerta. Le hicieron salir a la oscuridad de la Catedral de Plata.
—¡A quien buscan es a Crawley, Booker Crawley, de Crawley & Stratham! ¡Lo ha hecho él! Yo solo seguía sus instrucciones.
¡No soy responsable! ¡No tenía ni idea de que pasaría esto! ¡La culpa es suya!
Los grandes espacios de la catedral distorsionaban su voz histérica.
Los agentes le llevaron por la nave lateral; pasaron al lado de los prómpters apagados, de las butacas de terciopelo que habían costado trescientos dólares cada una, de las columnas revestidas de auténtico pan de oro, y por el atrio de mármol italiano, hasta salir por la puerta principal.
Fue recibido por un mar de periodistas, que en el fragor de las preguntas le cegaron con mil flashes, mientras concentraban en él un bosque de micros.
Parpadeó, boquiabierto y con la mandíbula fofa, como una vaca a la que llevan al matadero.
Delante había un furgón del FBI con el motor en marcha, al final de un estrecho corredor abierto entre la gente.
—¡Reverendo Spates! ¡Reverendo Spates! ¿Es verdad que…?
—¡Reverendo Spates!
—¡No! —exclamó, resistiéndose a sus captores—. ¡No quiero entrar! ¡Soy inocente! ¡Buscan a Crawley! Si me dejan volver a mi despacho, le tengo en mi Rodolex…
Dos agentes abrieron la puerta trasera del furgón. Spates forcejeó al subir.
Se dispararon cientos de flashes por segundo. Los objetivos enfocados en él brillaban como miles de ojos de pez.
—¡No!
Se resistió en la entrada, pero lo empujaron sin miramientos. Tropezó y se volvió, suplicando:
—¡Escúchenme, por favor! —Se deshizo en sollozos—. ¡Al que buscan es a Crawley!
—¿Señor Spates? —dijo el agente Johnson, apoyado en la puerta—. No malgaste el aliento, tendrá mucho tiempo para contar lo que quiera, ¿de acuerdo?
Detrás de Spates entraron dos agentes, uno a cada lado, que le hicieron sentarse, le ataron las esposas a una barra y le abrocharon el cinturón.
Un portazo le aisló del gentío. Tras un gran sollozo entrecortado, se llenó los pulmones y, mientras el furgón se apartaba del arcén, gimió:
—¡Están cometiendo un grave error! ¡A quien buscan no es a mí, sino a Crawley!
Ford se quedó mirando el cañón de la pistola, enfrentado a su reluciente ojo de acero, y sin querer le salieron las palabras de la confesión. Se empezó a santiguar, susurrando:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
—¡Alabado sea Dios! —tronó una voz en el silencio expectante.
Todos se volvieron. De la oscuridad salió un navajo, con una camisa de gamuza y un pañuelo en la cabeza. Iba a pie, con una hilera de caballos en una mano y en la otra una pistola, que agitaba por encima de la cabeza.
—¡Alabados sean Dios y Jesús!
Empezó a meterse entre la gente, que le abría paso.
Ford reconoció a Willy Becenti.
Eddy siguió apuntando a Ford con la pistola.
—¡Alabados sean Dios y Jesús! —exclamó otra vez Becenti, que iba derecho hacia ellos con sus caballos, mientras los fieles arrodillados no tenían más remedio que apartarse—. ¡Alabado sea el buen Señor! ¡Amén, hermano!
—¡Alabado sea Dios! —respondía la gente de modo maquinal—. ¡Alabado sea Jesús!
—¡Amigo en Cristo! —dijo Doke, levantándose—. ¿Quien eres?
—¡Alabado sea Jesús! —volvió a exclamar Willy—. ¡Somos hermanos en Cristo! ¡Venimos para estar con vosotros!
Los caballos estaban nerviosos; encabritados y con los ojos en blanco, asustaban a la gente, que se echaba a un lado. Detrás de los caballos, la luz rojiza iluminó a un jinete que los guiaba por la retaguardia. Ford reconoció a Nelson Begay, el chamán.
Becenti detuvo los animales justo delante del grupo de científicos; las bestias, inquietas, se agolpaban con los ojos desquiciados, sacudiendo las cabezas, casi fuera de control.
La gente seguía apartándose, nerviosa.
—¿Qué hacéis con los caballos? —exclamó enojado Eddy.
—¡Queremos estar con vosotros!
Becenti le miró con cara de tonto, a la vez que se le caía una de las cuerdas, como por accidente. El primer caballo intentó encabritarse. Becenti pisó la cuerda para impedírselo.
—¡Sooo, caballo! —exclamó.
Se agachó a recoger la cuerda, movimiento que aprovechó para murmurar al grupo, lo bastante alto para que le oyeran:
—Cuando os diga ya, montad en los caballos y nos iremos.
Doke ocupó el espacio vacío que había delante de Eddy y de Ford.
—Oye, amigo, más vale que me digas quién eres y qué acabas de decirles a los prisioneros.
—Ya me has oído, hermano —dijo Becenti, con voz aguda y lastimera—. ¡Soy un amigo en Cristo! ¡He pensado que podíais necesitar caballos!
—Nos estás molestando, idiota. Llévate a estos bichos para que no estorben.
—Vale, vale, hermano, lo siento; solo quería ayudar. —Becenti se volvió—. ¡Sooo, caballos! —exclamó, agitando mucho los brazos—. ¡Tranquilos! ¡Sooo!
Si algún efecto parecieron surtir sus gritos, fue ponerlos aún más nerviosos. Los cogió por los ronzales y empezó a hacerles dar media vuelta para irse, pero no se le veía muy diestro en el manejo de animales. Como no le obedecían, les amenazó con un lazo en-rollado. Entonces se giraron muy bruscamente, obligando a Doke y a Eddy a retroceder, e interponiéndose entre ellos dos y los cautivos. Uno de los caballos se encabritó.