Blasfemia (51 page)

Read Blasfemia Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
9.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ford tragó saliva.

—Kate…

—¿Qué?

—Primero tienes que saber una cosa. Antes de… dar este paso.

—¿Qué cosa?

—Pues que…

Ford hizo una pausa. ¿Cómo plantearlo?

—¿Qué?

Vaciló.

—Estás de nuestro lado, ¿verdad? —preguntó Kate. Ford no sabía si sería capaz de decir la verdad, pero tenía que intentarlo. De lo contrario, se lo reprocharía toda la vida. ¿O quizá no? Miró a Kate a la cara, radiante de convicción y fe. Había estado perdida, y ahora se había encontrado. Aun así, Ford no podía irse sin decirle lo que sabía.

—Todo era un engaño —dijo atropelladamente.

La mirada de Kate se endureció.

—¿Cómo?

—Lo tramó Hazelius. Era un plan para iniciar una nueva religión, como la cienciología. Sacudió la cabeza.

—Wyman… No cambiarás, ¿verdad?

Ford quiso cogerle la mano, pero ella la apartó rápidamente.

—Me parece mentira que pretendas engañarme —dijo, en un acceso de ira—. De verdad que no puedo creerlo.

—Kate, me lo dijo Hazelius. Lo reconoció. En las minas. Todo era un timo.

Kate sacudió la cabeza.

—Has hecho todo lo que has podido para impedirlo, para desacreditar lo que está pasando, pero no te creía capaz de caer tan bajo y recurrir a una mentira.

—Kate…

Se levantó.

—No te saldrá bien, Wyman. Ya sé que no puedes aceptar lo que ocurrió; no puedes renunciar a tu fe cristiana, pero esto es absurdo. Si Gregory se lo hubiera inventado todo, ¿se lo habría reconocido a alguien? ¡Y menos a ti!

—Él creía que íbamos a morir.

—No, Wyman, lo que dices no tiene sentido.

Ford la miró. Sus ojos brillaban con el fervor de la fe. Jamás podría convencerla.

Kate siguió hablando:

—¿Viste cómo murió? ¿Te acuerdas de lo que dijo, de sus últimas palabras? A mí se me han grabado en la memoria: «El universo nunca olvida». ¿Crees que eso formaba parte del engaño? No, Wyman; ha muerto creyendo. Esas cosas no pueden fingirse. Se quedó de pie en medio del fuego. Se quemaba, y tenía una pierna destrozada, pero él seguía de pie. No se vino abajo ni un momento. Sonreía y abría los ojos todo el rato. Imagínate si era fuerte su fe. ¿Y eso era un engaño, según tú?

Ford no dijo nada. Ni haría cambiar de opinión a Kate, ni estaba seguro de querer hacerlo. Había tenido una vida tan difícil, con tantas desgracias… Convencerla de que Hazelius era un fraude equivaldría a destruirla. Además, tal vez la mayoría de las religiones necesitaban cierta parte de engaño para triunfar. A fin de cuentas, la religión no se basaba en hechos, sino en la fe. Era una cuestión de confianza espiritual.

La miró con una pena casi incontrolable. Hazelius tenía razón: ni Ford, ni Volkonski, ni nadie podía detenerlo. Nadie. «Les jeux sont faits.» La suerte está echada. Entendió que Hazelius se lo hubiera confesado de buen grado, porque sabía que, aunque Ford sobreviviese, no podría hacer nada para impedirlo. Por eso había ido hacia la muerte con una dignidad y una determinación tan asombrosas. Era el acto final de su obra de teatro, y estaba resuelto a hacer una buena interpretación.

Su muerte había sido la de un auténtico creyente.

—Wyman —dijo Kate—, si me has querido alguna vez, cree y únete a nosotros. El cristianismo está acabado. —Le mostró los papeles impresos—. ¿Cómo puedes no creer esto, después de todo lo que hemos pasado?

Ford sacudió la cabeza sin poder contestar. La pasión de Kate le llenaba de envidia. ¡Qué maravilloso sería estar tan seguro de cuál era la verdad!

Kate tiró el papel al suelo y le cogió las manos.

—Podemos hacerlo, juntos, tú y yo. Rompe con tu pasado. Elige una vida nueva conmigo.

Ford inclinó la cabeza.

—No —dijo en voz baja.

—Puedes intentarlo, y con el tiempo verás la luz. No des la espalda a todo esto. No me abandones.

—Al principio sería maravilloso, por el mero hecho de estar contigo, pero no duraría.

—Lo que presenciamos en la montaña lo dictaba Dios. Estoy segura.

—No puedo. No puedo vivir algo en lo que no creo.

—Entonces cree en mí. Me dijiste que me querías y que te quedarías conmigo. Me lo prometiste.

—A veces el amor no es suficiente, al menos tratándose de lo que planeas hacer tú. Me voy. Despídeme de los demás.

—No te vayas.

Kate lloraba a lágrima viva.

Ford se agachó y le rozó la frente con un beso.

—Adiós, Kate —dijo—. Y… que Dios te bendiga.

Un mes más tarde

Wyman Ford estaba en el Manny's Buckhorn Bar and Grill de San Antonio, Nuevo México, comiendo una hamburguesa con queso y chile verde, y viendo la tele que estaba encima de la barra. Había pasado un mes desde la rueda de prensa en Flagstaff que había electrizado al mundo.

Tras presentar su informe a Lockwood en Washington, en el que había tergiversado los hechos para apoyar la nueva mitología, se había ido en jeep a Nuevo México, para pasar unas semanas haciendo senderismo por los cañones al norte de Abiquiú y reflexionar a solas sobre todo lo ocurrido.

El
Isabella
estaba destruido, y de Red Mesa quedaban los rescoldos de un paisaje devastado, lunar. En el incendio habían muerto o desaparecido cientos de personas. Al final, el FBI había iden-tificado el cadáver de Russell Eddy a partir del ADN y de registros dentales, y había declarado culpable de todo al sacerdote milenarista.

Aunque de por sí Red Mesa ya era un espectáculo mediático, después de Flagstaff la noticia había adquirido proporciones gigantescas, épicas. Según algunos expertos, era la más importante en dos mil años.

El cristianismo había tardado cuatro siglos en conquistar el antiguo Imperio romano. A la nueva religión (llamada por sus devotos «la Búsqueda») solo le habían hecho falta cuatro días para arrasar en todo el país. Internet había resultado ser el propagador perfecto de la nueva fe, como si hubiera sido creado para ello.

Ford miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. Faltaba un cuarto de hora para que medio mundo, incluida la clientela del Manny Buckhorn's, presenciase el Acontecimiento, transmitido en directo desde un rancho de Colorado propiedad de un millonario de las nuevas tecnologías.

El volumen del televisor estaba muy bajo. Tuvo que esforzarse para oír algo. Detrás del presentador había una pantalla en la que desde una cámara aérea se mostraba una multitud de dimensiones prodigiosas; según los cálculos del canal de noticias, ascendía a tres millones de personas. Era un mar de gente que alfombraba los prados hasta perderse de vista, con el pintoresco telón de fondo de las montañas San Juan.

Ford llevaba un mes reflexionando y debía reconocer el gran acierto de Hazelius. El desastre de Red Mesa había consolidado la religión y le había establecido a él como su principal profeta y mártir. Red Mesa, la inmolación de Hazelius en las llamas y su trascendencia trágica se habían convertido en origen de mitos y leyendas, en una historia como la de Buda, Krishna, Medina y Mahoma, la Natividad, la Última Cena, la Crucifixión y la Resurrección. Hazelius y la historia del
Isabella
no se diferenciaban en nada de aquellas otras historias: relatos que podían compartir los cre-yentes, una historia fundacional que alimentaba su fe y les explicaba quiénes eran y por qué estaban donde estaban.

Se había convertido en una de las mayores historias jamás contadas.

Hazelius no solo se había salido con la suya, sino que lo había hecho con creces. Hasta tenía razón en lo de su martirio y transfiguración en el fuego, que era lo que más grabado había quedado en la conciencia colectiva. Muerto, se había convertido en una fuerza moral, un profeta formidable y un líder espiritual.

Faltaba poco para mediodía. El encargado subió el volumen del televisor. La gente que comía en el bar (camioneros, granjeros de la zona y algún que otro turista) prestaba toda su atención a la pantalla.

El protagonismo del informativo pasó al corresponsal del rancho de Colorado, un hombre con un micro en medio de la enorme multitud. Su cara, cubierta de sudor, resplandecía con el mismo celo que tenía en vilo a la multitud. Era contagioso. A su alrededor, la gente entonaba cánticos, gritaba, cantaba y empuñaba banderas con la imagen de un pino retorcido por las llamas.

El corresponsal tenía que gritar para que se le oyera. Dijo que aquello era «un Woodstock religioso», y «una reunión de entrega, generosidad y amor».

«Bueno —pensó Ford—, al menos no hay lluvia ni drogas.»

Detrás del escenario de madera había un granero muy grande, al estilo de Nueva Inglaterra, rojo y blanco. La cámara hizo un zoom hacia la entrada. La multitud guardó silencio. A las doce en punto se abrieron las puertas y salieron a la luz del sol seis personas vestidas de blanco.

La multitud rugió como el mar, monumental, esplendoroso, milenario.

El corazón de Ford dio un brinco al ver que Kate se acercaba al escenario, apretando contra el pecho un libro delgado, encuadernado en piel. Estaba guapísima, con un vestido blanco muy sencillo y unos guantes negros que realzaban su pelo azabache y sus brillantes ojos de ébano. Al lado de ella iba Corcoran, ataviada también con un sencillo vestido de color alabastro; las antiguas adversarias se habían vuelto amigas y aliadas.

Se les unieron sobre el escenario otras cuatro personas, los supervivientes del ataque al
Isabella
: Chen, St. Vincent, Innes y Cecchini. Se les veía distintos, majestuosos, como si todas sus mezquindades se hubieran transfigurado en una vocación y en una causa. Sonrieron, radiantes, saludando a la gente con la mano. Todos llevaban un pin de plata en el atuendo blanco, con la misma imagen: un pino en llamas.

Durante cinco minutos la ovación fue atronadora. Kate subió sola al escenario y miró a la multitud. El sol hacía brillar su pelo (negro como el ala de un cuervo), y sus ojos refulgían de vitalidad. Levantó una mano y el bullicio se redujo a un murmullo.

Ford pensó que tenía un carisma sorprendente. Al final no había necesitado a Hazelius. Era perfectamente capaz de edificar y encabezar el movimiento ella sola, o al menos en estrecha colaboración con la portentosa Corcoran. Ahora las dos eran diosas mediáticas, y socias inseparables: rubia la una, morena la otra; luz y oscuridad. Una pareja arquetípica.

Cuando el silencio fue total, Kate contempló el mar de humanidad con unos ojos llenos de compasión y paz. Dejó el libro sin prisa, con movimientos relajados. Era una creyente, serenamente segura de la verdad, sin asomo alguno de confusión o duda in-terior.

La cámara hizo un zoom hasta su cara. Kate levantó el libro sobre su cabeza, lo abrió y lo mostró a la multitud.

—La Palabra de Dios —entonó con voz nítida y firme.

El mar de fieles volvió a rugir. Cuando la cámara enfocó el libro, Ford vio que eran las mismas páginas de impresora que le había enseñado Kate al pie del álamo, pero planchadas, limpias y encuadernadas.

Kate dejó el libro en el atril y levantó las manos. Otro silencio. En el restaurante donde estaba Ford, los comensales se habían levantado de las mesas para acercarse a la barra, sobrecogidos.

—Empezaré leyéndoos las últimas palabras pronunciadas por Dios, antes de que fuera destruido el
Isabella
y silenciada la voz de Dios.

Una pausa larga, larguísima.

Y yo os digo que este es vuestro destino: encontrar la verdad. Por eso existís. Esa es vuestra finalidad. La ciencia solo es el cómo. He ahí lo que debéis adorar: la búsqueda misma de la verdad. Si lo hacéis de todo corazón, llegará el gran día, en un futuro lejano, en el que comparezcáis ante Mí. Tal es mi pacto con la humanidad.

Conoceréis la verdad. Y la verdad os hará libres.

A Ford se le erizó el vello de la nuca. Ya lo había leído cien veces, como el resto de las supuestas palabras de Dios. Estaban por todas partes: en internet, en los debates en televisión y en las tertulias en la radio, en cualquier blog, en las conversaciones de la calle, de las cafeterías, de las librerías… Hasta habían empezado a aparecer en vallas publicitarias. No había forma de evitarlas.

Y cada vez que las leía, le obsesionaba una idea. En las minas incendiadas, Hazelius le había dicho: «El programa no era fácil en absoluto. En realidad no estoy seguro de entenderlo ni yo. Lo raro es que dijo muchas cosas que yo no tenía previstas, cosas que ni soñaba. Se podría decir que rindió más de lo esperado».

¡Desde luego que rindió! Cada vez que releía las supuestas palabras de Dios estaba más convencido de que contenían una gran verdad, tal vez incluso «la» gran verdad.

«La verdad os hará libres.» Eran palabras de Jesús citadas por san Juan, que a Ford le recordaron otra frase: «Los caminos del Señor son inescrutables».

Tal vez, pensó, aquella nueva religión fuera el más inescrutable de todos sus caminos.

ΩAPÉNDICE
Las palabras de Dios

PRIMERA SESIÓN

«Saludos.» Igualmente.

«Me alegro de hablar contigo.»

Yo también me alegro. ¿Quién eres?

«A falta de una mejor palabra, Dios.»

Si eres Dios de verdad, demuéstralo.

«No tenemos mucho tiempo para demostraciones.»

Estoy pensando en un número del uno al diez. ¿Cuál es?

«Estás pensando en el número trascendental e.»

Ahora estoy pensando en un número entre cero y uno.

«La constante de Chaitin: Omega.»

Si eres Dios, ¿cuál es el sentido de la vida?

«Desconozco su sentido último.»

Pues menudo Dios, si no sabes el sentido de la vida.

«Si lo supiera, la vida no tendría sentido.»

¿Cómo que no?

«Si el final del universo estuviera presente en sus inicios, si no estuviéramos más que en pleno despliegue determinista de una serie de condiciones iniciales, el universo sería un ejercicio fútil.»

Explícate.

«¿Qué sentido tiene viajar si ya estás en tu destino? ¿De qué sirve hacer una pregunta si ya sabes la respuesta? Por eso el futuro está, y tiene que estar, profundamente oculto, incluso para Dios. De lo contrario la existencia no tendría sentido.»

Eso es un argumento metafísico, no físico.

«El argumento físico es que ninguna parte del universo puede calcular las cosas más deprisa que el propio universo. El universo está "prediciendo el futuro" todo lo deprisa que puede.»

Other books

Las lunas de Júpiter by Isaac Asimov
Ghost a La Mode by Jaffarian, Sue Ann
The Jewel of His Heart by Maggie Brendan
Under a Dark Summer Sky by Vanessa Lafaye
Summer Rose by Elizabeth Sinclair
Steal the Moon by Lexi Blake
How To Host a Seduction by Jeanie London
For Everyone Concerned by Damien Wilkins
Sea Sick: A Horror Novel by Iain Rob Wright