—Miradle la cara: es la del Anticristo. —Empezó a dar vueltas, mientras desgranaba con voz estentórea—: «La Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta. Los dos fueron arrojados vivos al lago del fuego que arde con azufre».
A lo lejos, una sorda explosión arrojó una bola de fuego por los aires, cuyo siniestro resplandor iluminó toda la escena. El semblante demacrado de Eddy se recortó un momento en la luz naranja, que remarcó sus pómulos salidos y negruzcos, y sus ojos hundidos.
—«¡Aleluya! Dios ha vengado la sangre de sus siervos.»
A pesar de los gritos de la gente, Eddy levantó las manos.
—Soldados de Cristo, el momento es solemne. Hemos capturado al Anticristo y a sus discípulos, y ahora nos espera a todos el juicio de Dios.
Hazelius levantó la cabeza, y para sorpresa de Ford clavó en Eddy una mirada de desprecio que era medio sonrisa, medio mueca.
—Perdonad que os interrumpa, señor predicador —dijo—, pero al Anticristo le gustaría dirigir unas palabras muy poco apoteósicas a vuestra ilustre grey.
Eddy levantó las manos.
—Que hable el Anticristo. —Se acercó sin miedo—. ¿Qué blasfemia saldrá ahora de tus labios, Anticristo?
Hazelius irguió la cabeza, y su voz se hizo más firme. —Aguántame —le dijo a Ford—. No dejes que resbale.
—No estoy muy seguro de que esto sea prudente —le murmuró Ford al oído.
—¿Por qué no? —susurró Hazelius lúgubremente—. Ya que estamos en el baile, bailemos.
—Soldados de Cristo, escuchad las palabras del falso profeta —dijo Eddy con un tinte de ironía.
Desde un montón de rocas de arenisca, Begay miraba el horizonte oscuro a través de sus prismáticos. Eran las dos y media de la madrugada.
—Ya les veo. Están todos juntos en aquella zona de hierba; se les ve muy asustados.
Los caballos daban vueltas, siluetas oscuras contra un cielo rojo.
—Vamos a buscarlos —dijo Becenti.
Sin embargo, Begay no se movió. Ahora tenía enfocados los prismáticos hacia el este. No quedaba nada de la parte oriental de la mesa. Se había reventado. Al pie del agujero dejado por las explosiones había una enorme falda compuesta por escombros, carbón encendido, metales retorcidos y ríos de un líquido ardiente que inundaba los barrancos como la lava que baja de un volcán. Las llamas se extendían por todo el este de la mesa, humo y llamas que, brotando de agujeros en el suelo, se elevaban hacia el firmamento. De vez en cuando, en lo alto de la mesa se incendiaba algún pino o enebro, como un solitario árbol de Navidad. A pesar del viento, que se llevaba el humo en dirección contraria, las llamas se estaban propagando velozmente hacia Begay y Becenti. Se oían explosiones aisladas, acompañadas de polvo, llamaradas y hundimientos que levantaban remolinos de polvo negro y humo. El incendio llegaba hasta Nakai Valley; se estaban quemando el alma-cén y las casas, así como el precioso bosque de álamos.
Antes de la explosión, el número de personas reunidas en aquel lugar no debía de ser inferior a mil. Pero, en ese momento, al escrutar con sus prismáticos el infierno en el que se había convertido la mesa, Begay solo vio a unas pocas vagando conmocionadas entre el humo y las llamas; algunas gritaban, mientras que otras caminaban como zombis, arrastrando los pies. Ya no subían coches por la Dugway. Algunos de los que estaban aparcados se habían incendiado, y les había explotado el depósito. Willy sacudió la cabeza.
—Lo han conseguido. Al final, los
bilagaana
. lo han hecho.
Bajaron por los escombros. Begay se acercó a los caballos, silbando para llamar a Winter, que irguió las orejas y al cabo de un momento acudió al trote, seguido por los demás.
—Muy bien, Winter.
Begay le pasó una cuerda por el ronzal, mientras le acariciaba el cuello. Antes de que huyeran, a algunos caballos ya les habían puesto la silla; se alegró de ver que no se la habían quitado. Bajó la de su montura y se la puso a Winter, bien cinchada. Después montó. Willy lo hizo a pelo. Empezaron a llevarse a los nerviosos animales hacia el Camino de Medianoche, que quedaba en sentido contrario al incendio. Iban despacio, manteniendo la calma y por lugares altos, donde no pudieran resbalar. Al llegar a un altozano, Becenti, que iba en cabeza, se paró.
—Santo Dios, ¿qué está pasando allí?
Begay se puso a su lado y levantó los prismáticos. Había un grupo de hombres a unos cientos de metros, en un arenal. Estaban sucios, como si acabasen de salir de un derrumbe subterráneo, y rodeaban a lo que parecían prisioneros, también sucios y maltrechos. Begay oyó abucheos.
—Parece un linchamiento —dijo Becenti.
Begay examinó a los prisioneros más atentamente con los prismáticos, y se sobresaltó al reconocer a la científica que había ido a verle, Kate Mercer. No muy lejos estaba Wyman Ford, sosteniendo a un hombre que parecía herido.
—Esto no me gusta nada —dijo.
Empezó a bajar del caballo.
—¿Qué haces? Tenemos que irnos.
Lo ató a un árbol.
—Quizá nos necesiten, Willy.
Willy Becenti desmontó con una amplia sonrisa.
—Así me gusta.
Se acercaron sigilosamente al grupo, escondidos tras una pantalla de rocas. Estaban a menos de treinta metros, amparados en la oscuridad. Begay contó a veinticuatro hombres, todos armados y cubiertos de polvo de carbón. Parecían salidos del infierno.
Ford tenía sangre en la cara, como si le hubiesen dado una paliza. Al resto de los prisioneros no les conocía, pero al ver sus batas de laboratorio supuso que también eran científicos del pro-yecto
Isabella
. A uno de ellos le sostenía Ford, con un brazo alrededor del cuello. Tenía una fractura muy fea en una pierna. La multitud se dedicaba a escupirles, a insultarles y a burlarse de ellos, hasta que se adelantó un hombre y les hizo callar levantando las manos.
Begay no daba crédito a sus ojos. Era el pastor Eddy, de la misión de Blue Gap, pero transformado. El pastor Eddy que él conocía era un fracasado medio loco y con las ideas muy poco claras, que repartía ropa vieja y le debía sesenta dólares. En cambio aquel Eddy tenía un aura de fría autoridad, y la gente le hacía caso.
Se agachó y siguió observando, con Becenti al lado.
Eddy levantó las manos.
—¡«Le fue dada una boca que profería grandezas y blasfemias»! Amigos cristianos, va a hablar el Anticristo. ¡Sed testigos junto a mí de su blasfemia!
Hazelius intentaba decir algo. Al fondo parpadeaba el incendio del
Isabella
, con cortinas y columnas de fuego que saltaban y se propagaban. Una serie de fuertes explosiones ahogaron la voz del científico, que volvió a empezar con más firmeza.
—Pastor Eddy, solo quiero hacer una observación. Estas personas no son mis discípulos. Conmigo hagan lo que quieran, pero a ellos suéltenles.
—¡Mentiroso! —bramó alguien.
—¡Blasfemo!
Eddy levantó una mano. La gente se calló.
—Nadie es inocente —dijo con fuerza—. Todos somos pecadores a merced de un Dios airado. La única vía de salvación es la gracia de Dios.
—Déjales en paz, desgraciado, estás mal de la cabeza —insistió Hazelius.
«Esto está poniéndose difícil», pensó Ford, mirando a los fieles de Eddy, que pedían a gritos la piel del Anticristo.
Hazelius perdió fuerzas, y se le dobló la pierna ilesa.
—¡Aguantadle! —rugió Eddy.
Kate acudió en ayuda de Ford. Entre los dos sostuvieron al científico en pie.
Eddy se volvió hacia la multitud.
—Ha llegado el día de la cólera de Dios —tronó—. ¡Cogedle!
La turba se lanzó contra Hazelius y le rodeó, disputándoselo como si fuera una muñeca de trapo. Le daban golpes, empujones, escupitajos, palos… Hubo un hombre que le atizó con un trozo de cactus cholla.
—Atadle a aquel árbol.
Le arrastraron hacia un pino seco, grande y sin hojas, mientras era zarandeado por la muchedumbre como por una torpe bestia de mil patas. Tras atarle una muñeca, arrojaron la punta de la cuerda por encima de una rama resistente y estiraron. Después hicieron lo mismo con la otra muñeca y se las anudaron, dejándole medio colgado, con los brazos separados. La ropa, hecha jirones, colgaba de su cuerpo ennegrecido.
De repente, Kate se soltó y corrió a abrazarse a él.
La muchedumbre se deshizo en gritos. Varios hombres cogieron a Kate y tiraron de ella hasta arrojarla al suelo. Un espantajo con una barba cuadrada salió de entre la gente y le dio una patada.
—¡Hijo de puta! —bramó Ford.
Le dio un puñetazo al hombre en la mandíbula. Después tumbó a otro y se abrió camino hasta Kate, pero quedó sepultado por la multitud, que le abatió a golpe de puños y de palos. De lo que ocurrió a partir de aquel momento, solo se dio cuenta a medias.
Se oyó el ruido de una moto de cross; el motor se paró al llegar cerca de la multitud. Después retumbó una voz llena de autoridad: —¡Saludos, cristianos!
—¡Doke! —exclamó la multitud—. ¡Ha llegado Doke!
La gente se apartó para dejar acceder al círculo a un verdadero gigante con una chaqueta vaquera sin mangas, unos brazos musculosos y llenos de tatuajes, una gran cruz de hierro en el pecho, colgando de una cadena de plata, y un rifle de asalto cruzado en la espalda. Las ráfagas de viento producidas por el fuego hacían ondear su largo pelo rubio.
Se volvió para abrazar a Eddy.
—¡Que Jesucristo esté contigo!
Le soltó y pivotó hacia la multitud. Desprendía un encanto lleno de naturalidad, el complemento perfecto a la ascética severidad de Eddy. Metió la mano en una bolsa, sonriendo misteriosamente, y sacó una botella de cristal que contenía un líquido de color claro. Desenroscó el tapón, lo tiró e introdujo un trapo por el agujero, dejando la punta en el exterior. A continuación, mientras lo sujetaba con dos dedos, sacudió la botella y la levantó. La multitud soltó un rugido. Ford olió a gasolina. Con su otro brazo, Doke levantó un encendedor Bic hasta quedar con los dos brazos por encima de la cabeza. Entonces los movió a la vez que daba una vuelta completa, como una estrella del rock en el escenario.
—¡Madera! —exclamó con voz ronca—. ¡Traed madera!
—¡«Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida —recitó Eddy— fue arrojado al lago de fuego»! La Biblia lo dice claramente: los que no han aceptado a Jesucristo como su salvador son lanzados a un fuego eterno. Eso, cristianos, es lo que quiere Dios.
—¡Quemadle! ¡Quemad al Anticristo! —respondió la multitud.
—«Y el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre —prosiguió Eddy—, donde están también la Bestia y el falso profeta.»
—¡Basta! ¡No lo hagáis, por el amor de Dios! —vociferó Kate.
Empezaron a circular montones de ramas secas de pino, farfollas de cactus y matas de salvia sobre las cabezas, hasta que eran arrojadas al pie del árbol. Se fue formando una pila de leña.
—Esta es la promesa de Dios a los que no creen —dijo Eddy, paseándose delante de la leña, cada vez más alta—. «Y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.» Lo que hacemos goza del beneplácito divino. «Y la humareda de su tormento se ele-va por los siglos de los siglos; no hay reposo, ni de día ni de noche.»
La yesca crecía desordenadamente. Varios hombres empezaron a acercarla a Hazelius.
—¡No lo hagáis! —volvió a gritar Kate.
Ya le llegaba a más de medio muslo.
—«Bajó fuego del cielo y los devoró», citó Eddy.
Seguían acumulándose trozos de cactus, salvia y otras plantas, peligrosamente secos, hasta llegar a la cintura de Hazelius.
—Estamos listos para cumplir la voluntad de Dios —dijo Eddy en voz baja.
Doke dio un paso al frente y volvió a levantar los brazos, con el Bic en una mano y el cóctel Molotov en la otra. La gente se apartó. Hubo un momento de silencio. Doke dio otra media vuelta con las manos en alto. La gente retrocedió aún más, impresionada.
Doke encendió el mechero y prendió fuego al cóctel Molotov. El trozo de trapo que colgaba se encendió. Entonces Doke, girándose, tiró la botella a la leña. El corazón de los matojos prendió de golpe y empezó a escupir llamas, crepitando con fuerza.
Un gran «¡ohhh!» brotó entre la gente.
Ford sujetó a Kate con un brazo en la espalda, para que no cayese (estaba a punto de desmayarse). Todos miraban en silencio. Nadie se giró.
Mientras subían las llamas, Hazelius dijo con firmeza y claridad:
—El universo nunca olvida.
Nelson Begay se fue enfureciendo al observar la pira humana. Quemar viva a una persona era el trato que daban los españoles a sus antepasados que no se convertían. Se repetía la historia.
Sin embargo, no se le ocurrió ninguna manera de impedirlo.
Las llamas se elevaron, prendiendo en los jirones de la bata, ocultando la cara y devorando el pelo en un ardiente fogonazo.
Pero él se mantenía en pie.
El fuego se henchía, atronador, ennegreciendo la ropa, que acabó ardiendo a tiras, como confeti. Pero él seguía sin moverse.
La hoguera desbocada consumió su ropa y empezó a chamuscar la piel, que caía a trozos, y se le derritieron los ojos, que cayeron de las órbitas. Sin embargo él no se movía; ni siquiera cuando se le achicharró la cara abandonó su rostro la triste media sonrisa. El fuego prendió en las cuerdas que le sostenían y las quemó. Aun así seguía en pie, firme como una roca. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no se caía? Incluso cuando el pino seco al que estaba atado se convirtió en una columna retorcida de fuego, con llamas que subían hasta cinco o diez metros, él se mantuvo en pie, hasta desaparecer por completo en el pilar de fuego. A treinta metros de distancia, Begay sentía el calor del fuego en la cara y lo oía rugir como una fiera, cuyas garras fuesen las ramas exteriores del árbol. De pronto, el árbol en llamas se derrumbó con una gran lluvia de chispas que subieron hacia el cielo en remolinos, tan arriba que parecieron reunirse con las estrellas.
Ya no quedaba nada de Hazelius. Había desaparecido por completo.
La mirada del resto de prisioneros, que mantenían juntos a punta de pistola, era del más absoluto horror. Algunos lloraban, cogidos de la mano y abrazados.
«Ahora les tocará a ellos», pensó Begay. Era intolerable.
Doke ya había metido la mano en la bolsa y estaba sacando otra botella.
—Mierda —musitó Becenti—. ¿Vamos a quedarnos con los brazos cruzados?