—Nuestros hombres les acompañarán fuera del recinto para tomarles declaración.
Wolf se cruzó de brazos. Estaba claro que sobre el papel sonaba bien.
Stanton Lockwood volvió a cambiar de postura en la vulgar silla de madera, buscando una comodidad imposible. En torno a la mesa de caoba de la sala de crisis, el clima era de creciente incredu-lidad. A las tres de la madrugada (la una en Red Mesa), las noticias eran malas.
Lockwood había pasado su infancia en la zona de San Francisco, había estudiado en las costas Este y Oeste, y llevaba doce años viviendo en Washington. La televisión le había permitido vislumbrar otro país, el de los creacionistas y los extremistas cristianos, el de los telepredicadores y las enormes iglesias horteras, pero siempre le había parecido que se encontraba muy lejos, relegado a lu-gares como Kansas y Oklahoma.
Pero ya no lo estaba tanto.
—Señor presidente… —dijo el director del FBI.
—¿Qué, Jack?
—La policía de Arizona ha informado de problemas con los bloqueos de la ruta 89 en Grey Mountain y de la ruta 160 en Tubay City y Tes Nez Iah.
—¿Problemas de qué tipo?
—Varios agentes han salido heridos a causa de tumultos dispersos. El tráfico es muy denso, y mucha gente se salta los bloqueos para ir a campo traviesa. Lo malo es que en toda la reserva navajo hay centenares de caminos de tierra improvisados, y que la mayoría ni siquiera aparecen en los mapas. Nuestros bloqueos son como coladores.
El presidente sintonizó en el monitor al presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, sentado en su despacho revestido de madera del Pentágono, con la bandera de Estados Unidos al fondo, colgada en la pared.
—General Crisp, ¿dónde está la Guardia Nacional?
—Necesito dos horas para su despliegue.
—No las tenemos.
—Ha sido muy difícil encontrar los helicópteros y los efectivos que nos habían pedido, señor presidente.
—Están machacando a policías, y no en el maldito Afganistán, sino aquí mismo, en Estados Unidos de América. ¿Y usted me dice que necesita dos horas?
—La mayoría de nuestros helicópteros están en Oriente Próximo.
—Señor presidente… —intervino el director del FBI.
El presidente se volvió.
—¿Qué?
—Acabo de recibir un informe… —Cogió un papel que le entregaban fuera de pantalla—. Una llamada de emergencia de un policía tribal navajo que ha subido a Red Mesa a investigar…
—¿Él solo?
—Ha subido sin conocer la situación real. De hecho, en aquel momento tampoco la sabíamos nosotros. Ha hecho una llamada de emergencia, pero se ha cortado. Tengo aquí la transcripción. —Leyó un papel—: «Enviad refuerzos… Una multitud violenta… me van a matar…» Nada más. De fondo se oye el ruido de la multitud.
—Dios santo…
—Al cabo de unos minutos se ha apagado el transmisor GPS del coche patrulla. Normalmente solo ocurre si queman el coche.
—¿Qué noticias tenemos de la Unidad de Rescate de Rehenes? ¿Les ha pasado algo?
—Según mi último informe, de hace solo diez minutos, la operación iba como la seda. Pero tenemos un parte sin confirmar de disparos en la zona de la Dugway, a cuatro kilómetros del aeródromo. En este mismo momento nos estamos poniendo en contacto con la unidad, pero tranquilo, señor presidente, ninguna multitud desorganizada podría vencer a una Unidad de Rescate de Rehenes del FBI.
—¿Ah, no? —fue la respuesta escéptica del presidente—. ¿Están entrenados para disparar a civiles?
El director del FBI cambió de postura, incómodo.
—Están entrenados para reaccionar ante cualquier eventualidad.
El presidente se volvió hacia el jefe del Estado Mayor.
—¿Hay alguna manera, la que sea, de mandar tropas y que lleguen en menos de dos horas?
—Perdone, señor… —le interrumpió el director del FBI, pálido—. Acaban de informarme de que ha habido una explosión y un incendio… un incendio muy grande… en el aeródromo de Red Mesa.
El presidente le miró sin decir nada.
—Pero ¿qué quiere esa gente? —saltó Lockwood—. ¿Se puede saber qué quieren, por Dios?
Galdone hizo su primera intervención desde que estaban en la sala de crisis.
—Ya sabe lo que quieren.
Lockwood se quedó mirando a aquel odioso personaje gordo y fofo que, con los brazos cruzados y los ojos caídos (como si durmiera), les estudiaba plácidamente desde su silla.
—Quieren destruir el
Isabella
—dijo—, y matar al Anticristo.
Con los dedos crispados en el borde de una mesa, Ford leyó el nuevo mensaje del visualizados El
Isabella
funcionaba al máximo de su potencia. Ford sentía cómo temblaba y se quejaba todo el Puente, como la cabina de un avión a reacción en una espiral mortífera.
«La religión surgió como un esfuerzo para explicar lo inexplicable, controlar lo incontrolable y volver soportable lo insoportable. La fe en una fuerza superior se convirtió en la más poderosa innovación de la fase más reciente de la evolución humana. Las tribus con religión tenían ventaja sobre las que carecían de ella. Tenían un norte, una motivación, una misión. El valor de supervivencia de la religión era tan espectacular, que la sed de creencias se inscribió en el genoma humano.»
Ford se había apartado de los demás. En cuanto a Kate, tras dirigirle una mirada interrogativa (y a Ford le pareció que también algo apenada), estaba ayudando a Dolby en su terminal. El equipo que hacía funcionar el
Isabella
(Dolby, Chen, Edelstein, Corcoran y St.Vincent) se concentraba intensamente en su trabajo. El resto miraba fijamente el visualizador, absortos en las palabras que iban apareciendo.
«Lo que intentó la religión lo ha cumplido finalmente la ciencia. Ahora tenéis una manera de explicar lo inexplicable y controlar lo incontrolable. Ya no necesitáis ninguna religión "revelada". finalmente la humanidad se ha hecho mayor.»
Wardlaw habló en voz baja desde el puesto de segundad.
—Han mandado una unidad con equipos de demolición. Van a echar la puerta abajo.
—¿Cuántos? —preguntó enseguida Hazelius.
—Ocho.
—¿Armados?
—Hasta los dientes.
En el grupo cundió el pánico.
—¿Y ahora qué hacemos? —exclamó Innes.
—Seguir escuchando —respondió Hazelius, haciéndose oír con firmeza sobre el zumbido del
Isabella
.
Señaló la pantalla.
«La religión es tan esencial para la supervivencia humana como la comida y el agua. Si intentáis sustituir la religión por la ciencia, fracasaréis. En vez de eso, lo que haréis será ofrecer la ciencia como una religión. Pues en verdad os digo que la ciencia es religión. La única religión verdadera.»
A Julie Thibodeaux, que estaba al lado de Hazelius, se le escapó un sollozo.
—Esto es maravilloso. —Se balanceaba con los brazos fuertemente cruzados en el pecho—. Es tan maravilloso, y tengo tanto miedo…
Hazelius le pasó un brazo por la espalda para tranquilizarla.
Ford pensó que era increíble: acababa de presenciar la conversión de todos ellos con sus propios ojos. Ahora creían.
«En vez de presentar un libro con la verdad, la ciencia ofrece un método para la verdad. La ciencia es la búsqueda de la verdad, no la revelación de la verdad. No es un dogma, sino un medio. No es un destino, sino un viaje.»
Ya no pudo aguantarse más.
—Sí, pero ¿y el sufrimiento humano? ¿Cómo puede la ciencia «volver soportable lo insoportable», como has dicho?
—La bobina magnética se está volviendo roja —dijo Dolby en voz baja.
—Insiste —murmuró Hazelius.
«Durante el siglo pasado, la medicina y la tecnología aliviaron más el sufrimiento humano que todos los curas del último milenio.»
—Te refieres al sufrimiento físico —dijo Ford—, pero ¿y el sufrimiento del alma? ¿Y el sufrimiento espiritual?
«¿No os he dicho que todo es uno? ¿No es un consuelo saber que vuestro sufrimiento hace que el propio universo se estremezca? Nadie sufre a solas, y el sufrimiento tiene un objetivo. Hasta la caída de un gorrión es esencial para el conjunto. El universo nunca olvida.»
—¡No puedo mantenerlo si no hay más electricidad! —exclamó Dolby—. Harlan, tienes que darme un cinco por ciento más.
—No da más de sí —dijo St. Vincent—. Si lo fuerzo, aunque solo sea un poco, habrá un efecto dominó en la red.
El chillido de la máquina se había vuelto tan fuerte que Ford casi no oía ni sus propios pensamientos. Leyó con gran zozobra las palabras del visualizados Doce de las personas más inteligentes del país creían que era Dios. Algo tenía que significar.
«¡No os dejéis vencer por la inseguridad! Sois mis discípulos. Tenéis el poder de darle la vuelta al mundo. La ciencia acumula más pruebas en un solo día que la religión durante toda su historia. La gente se aferra a la fe porque la necesita. La ansia. Vosotros no le negaréis la fe; le ofreceréis una nueva. No he venido a sustituir al Dios judeocristiano, sino a completarlo.»
—¡Un momento! —saltó Wardlaw—. ¡Arriba está pasando algo!
—¿Qué? —preguntó Hazelius.
Wardlaw miró ansiosamente su pared de pantallas.
—Se han disparado muchas alarmas perimétricas de golpe. Viene gente de no sé dónde… como una multitud… ¿Pero se puede saber…?
—¿Multitud? —Hazelius se volvió a medias, sin apartar la vista del visualizador—. Pero ¿qué dices?
—Te lo aseguro… Madre mía… No vas a creerlo. Están asaltando la cerca de seguridad… La echan abajo… Es algún tipo de disturbio. Increíble. Un disturbio enorme, como por arte de magia.
Ford se volvió a mirar la pantalla principal de seguridad. La cámara panorámica de encima del ascensor daba una visión muy amplia de los hechos. Una muchedumbre con antorchas, linternas y armas primitivas abarrotaba el camino, procedente de la Dugzway; al agolparse en la cerca de seguridad la derribaron solo con su peso. Oyó una explosión sorda por la parte del aeródromo, y de repente vio que salían llamas por encima de los árboles.
—Han incendiado los hangares del aeródromo —vociferó Wardlaw—. ¿Quiénes son y de dónde diablos han salido?
Wolf miraba cómo trabajaban los hombres, que estaban alineando las cargas por la puerta de titanio y tendían los cables hasta el detonador. Guardaban una calma desconcertante; parecían seguros de sí mismos, como si volasen montañas cada día.
Se acercó al borde del precipicio; lo recorría una valla de tubos metálicos, fijada a la roca con cemento. Cogiéndose al acero frío, contempló la vastedad de los desiertos, rodeados de montañas: veinticinco mil kilómetros cuadrados sin apenas luces que inte-rrumpiesen una oscuridad indiferenciada. El viento frío que so-plaba desde abajo llevaba hasta él el olor a polvo y un vago aroma a plantas de florecimiento nocturno. Aunque fuera una tontería, Wolf estaba orgulloso de haber bajado por el precipicio haciendo rappel. Cuando lo contara en Los Álamos…
De repente, a sus espaldas, se encendieron las radios y se elevó un coro de voces incomprensibles. Se volvió para ver qué sucedía. Los soldados que ponían las cargas habían dejado de trabajar; se habían reunido alrededor de Doerfler y hablaban con urgencia por las radios. Prestó atención, pero no entendía nada. Estaba pasando algo fuera de lo normal.
Se acercó.
—Eh, ¿qué ocurre?
—Que arriba ha habido un ataque. Nadie sabe de quién. «Genial», pensó.
El eco de las detonaciones bajaba por el precipicio. Sobre el borde de la mesa, el cielo estaba rojo.
—¿Qué está pasando? Miller miró a Wolf.
—Han incendiado los hangares del aeródromo, y han rodeado el helicóptero.
—¿«Han»? ¿Quiénes?
Sacudió la cabeza. El resto del equipo hablaba atropelladamente por las radios con los compañeros que se habían quedado arriba. Las detonaciones se hicieron más fuertes. Wolf se dio cuenta de que eran disparos. Oyó un grito lejano. Todos miraron hacia arriba. Al cabo de un momento cayó algo por el precipicio, acompañado por un grito largo, ahogado. Cuando llegó a su altura, lo iluminaron un momento las luces: era un hombre uniformado. El grito se cortó en seco mucho más abajo, a la vez que se oía un impacto sordo, y un ruido de rocas desprendidas.
—¡Joder! ¿Qué ha sido eso? —exclamó uno de los soldados.
—¡Han tirado a Frankie por el precipicio!
—¡Mirad! ¡Están bajando! —gritó otro soldado.
Todos miraron hacia arriba, atónitos y horrorizados, a las decenas de bultos oscuros que se deslizaban por las cuerdas.
El pastor Russell Eddy vio que su grey arrojaba por el precipicio al último soldado. Eddy deploraba sinceramente la violencia, pero puesto que el soldado se había resistido a la voluntad de Dios, que así fuera. Tal vez hallasen solaz y redención el día en el que Jesucristo les resucitase de entre los muertos y redimiese a su Rebaño. O no…
Se subió al capó de un Humvee para evaluar la situación. Los soldados habían abierto fuego contra su congregación, que se había lanzado con la fuerza de un tsunami hacia el borde del acantilado, desde donde habían hecho desaparecer a casi todos los soldados en el abismo negro.
Hágase tu voluntad.
Contempló el milagro. La carretera estaba repleta de gente llegada de la Dugway, con antorchas y linternas que rasgaban la oscuridad. Afluían a la zona de seguridad, cruzando la valla, y se quedaban pululando por allí en espera de instrucciones. Detrás, a menos de un kilómetro, las llamas de los hangares incendiados del aeródromo se asomaban por encima de los árboles, bañando la mesa con su resplandor. El aire tenía un fuerte olor a gasolina y plástico quemado.
Delante de Eddy, la gente se estaba acumulando al borde del acantilado. Los soldados habían dejado mucho instrumental, y saltaba a la vista que Doke sabía usarlo. Le había dicho a Eddy que tenía diez años de experiencia en las Fuerzas Especiales. Ayudaba a la gente a ponerse arneses de rappel, con mosquetones y toda una serie de accesorios, y les enseñaba a bajar por la pared de roca, con-venciéndoles de que podían.
Y sí que podían, en efecto. Con aquel equipo era fácil; no hacía falta ninguna habilidad especial. La gente de Doke se descolgaba por decenas y se deslizaba por las cuerdas como una cascada humana que caía por la oscuridad. Después mandaban los arneses hacia arriba, para que los usaran una y otra vez.
Mientras veía cómo Doke gritaba y daba órdenes, Eddy cogió la radio y llamó al grupo del aeródromo.