Blasfemia (39 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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Alguien levantó la voz.

—¡Hemos venido como ejército de Dios, para luchar y morir por el Señor!

«Luchar, luchar, luchar.» La multitud repetía esa palabra como un cántico.

Apareció un hombre con una barba larga acabada en dos puntes, y una piedra en la mano.

—¿Ha renacido en el agua de la vida? —vociferó.

Bia, enojado por su tono inquisitorial, contestó:

—Mi religión a usted no le importa. O suelta la piedra o le acuso de agresión.

Puso una mano en la porra.

El hombre se dirigió a la gente. —No podemos dejar que se vaya. Es poli, y tiene radio. Avisará a los demás. —Levantó la piedra en alto—. ¡Conteste!

Bia desenganchó la porra, la levantó y la descargó con todas sus fuerzas, de un revés, en el brazo del hombre. El antebrazo se partió con un crujido angustioso. La piedra cayó al suelo.

—¡Me ha roto el brazo! —chilló el hombre, cayendo de rodillas.

—¡Dispérsense ahora mismo y no le ocurrirá nada a nadie! —dijo Bia en voz alta.

Retrocedió hacia el parachoques, con la porra en alto. Si conseguía subir al coche, estaría un poco más protegido, y podría pedir ayuda por la radio.

—¡El poli le ha roto el brazo! —bramó un hombre, poniéndose de rodillas.

La multitud avanzó con un rugido. Bia esquivó una piedra, que hizo un ruido sordo al chocar con el parabrisas.

Dio un tirón a la puerta, se agachó para entrar e intentó cerrarla, pero la gente no le dejaba. Cogió la radio y pulsó el botón de transmisión.

—¡Está llamando por radio! —vociferó alguien.

Una docena de manos le echaron hacia atrás, desgarrándole la camisa.

—¡El muy hijo de puta está llamando por radio! ¡Está llamando al enemigo!

Le quitaron el micro y lo arrancaron de la base. Bia intentó aferrarse al volante, pero una multitud de brazos le sacaron del coche con una fuerza irresistible. Tropezó, y cuando quiso levantarse le obligaron a seguir de rodillas dándole patadas.

Se lanzó hacia la pistola y, tras rodar por el suelo, apuntó a la multitud.

—¡Atrás! —gritó.

Recibió una piedra en el pecho que hizo crujir sus costillas. Disparó a bocajarro.

Se elevó un coro de gritos.

—¡Mi marido! —chilló alguien—. ¡Dios mío!

Un bate de béisbol chocó con la pierna de Bia, que disparó dos veces más antes de que el mismo bate le golpease el brazo, haciendolé soltar la pistola.

La gente se le echó encima gritando, entre insultos, patadas y golpes.

Cayó de bruces y buscó a tientas la pistola, pero una bota le aplastó la mano. Gritó y rodó, intentando meterse debajo del coche.

—¡Lapidadle! ¡Asesino! ¡Lapidadle!

Sintió un aluvión de piedras y de palos en los huesos y en los músculos, mientras otras llovían sobre el metal y el cristal del coche. Ahogándose de dolor, logró esconderse a medias debajo del coche, pero le cogieron una pierna y le sacaron a rastras, expo-niéndole de nuevo a una vorágine de golpes y patadas. Gritando de dolor y miedo, Bia se encogió en posición fetal para intentar protegerse de aquel ataque violento. El rugido de la multitud empezó a remitir y oyó un zumbido en la cabeza. Seguían llegando golpes, pero ahora los recibía otro, el que había tomado su relevo en aquel viaje, y que se iba cada vez más lejos. El zumbido disminuyó hasta convertirse en un murmullo lejano. Después, la anhelada oscuridad.

Eddy vio que la multitud se arremolinaba como una jauría de pe-rros en el lugar donde poco antes había estado el policía. Vio que intentaba levantarse, antes de desaparecer, arrastrado por la marea de gente armada con piedras.

Se apagaron los cánticos. Bajó la tensión, y la multitud empezó a disolverse. Solo quedó la gorra del policía y el bulto de un uniforme pisoteado.

Únicamente quedó una mujer arrodillada, que lloraba a un hombre ensangrentado que yacía en sus brazos. Eddy tuvo un acceso de pánico. ¿Por qué era todo tan distinto de como se lo había imaginado? ¿Por qué parecía todo tan sórdido?

—Esto es el Armagedón —dijo la voz grave y tranquilizadora de Doke—. En algún momento tenía que empezar.

Tenía razón. Ya no había vuelta atrás. Había empezado la batalla. Dios dirigía su mano, y a Dios no se le podía cuestionar. Se sintió lleno de confianza.

—Pastor… —murmuró Doke—. La gente le necesita.

—Claro, claro. —Eddy dio unos pasos, levantando las manos—. ¡Amigos míos en Cristo! ¡Escuchadme! ¡Amigos míos en Cristo!

Se hizo un silencio inquieto.

—¡Soy el pastor Russell Eddy! —exclamó—. ¡Soy quien ha descubierto al Anticristo!

La multitud, electrizada por la violencia, se acercó en oleadas como el mar a la orilla.

Eddy cogió la mano de Doke y la levantó.

—Los reyes de la tierra, los políticos, los laicistas liberales y los humanistas de este mundo corrupto se ocultarán en las cuevas y en las peñas de los montes. Y dirán a los montes y a las peñas: «Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el Gran Día de su cólera y ¿quién podrá resistir?».

Un gran rugido llenó la noche. La multitud avanzó, henchida.

Eddy se volvió y señaló con el dedo.

—A cinco kilómetros hay una valla —tronó—, y detrás de la valla, un precipicio. Bajando por el precipicio está el
Isabella
. Y dentro del
Isabella
está el Anticristo. Se hace llamar Gregory North Hazelius.

El eco de los gritos se fundió con algunos disparos al aire.

—¡Id! —los arengó Eddy, agitando la mano con la que señalaba—. ¡Id como un solo pueblo guiado por la espada de fuego de Sión! ¡Id a buscar al Anticristo! ¡Destruidle a él y a la Bestia! ¡Ha empezado la batalla del gran Dios Todopoderoso! «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo.»

Retrocedió. El remolino humano cambió de dirección; onduló hacia el este por la mesa iluminada por la luna y salpicándola de linternas y antorchas que subían y bajaban en la oscuridad como mil ojos relucientes.

—Muy bien —dijo Doke—. Realmente les ha exaltado.

Eddy se dispuso a seguirles, sin soltar el poderoso brazo de Doke. Al mirar por encima del hombro, vio a Bia en el polvo, como un trapo arrugado, y a la mujer, que, llorando, mecía a su marido muerto.

Eran las primeras bajas del Armagedón.

60

El agente Miller, un veinteañero de aspecto juvenil, se puso al volante de un Humvee para llevar a Bern Wolf desde el aeródromo hasta la zona de seguridad vallada. Tras cruzar varias puertas reventadas, frenaron en medio de un aparcamiento, entre coches de civiles. La luz cruda de los focos iluminaba el lugar.

Wolf miró a su alrededor. Al borde de la mesa había un grupo de soldados que fijaban las cuerdas para bajar hasta el
Isabella
por el precipicio.

—Nosotros esperaremos en el coche hasta que nos llamen —dijo Miller.

—Genial.

Wolf sudaba. Él era un científico, un informático, y no tenía madera para actuar en situaciones de ese tipo. En su estómago notaba un nudo grande y apretado. Decidió no alejarse del agente Miller, ni de sus brazos de más de medio metro, capaces de hacer pesas con un Buick. Tenía una espalda y unos hombros tan grandes, que a su lado el fusil de asalto 7.62 OTAN que llevaba debajo de la axila parecía una escopeta de juguete.

Wolf observó a los hombres que trabajaban al borde de la mesa. Se cogían a la cuerda e iban saltando de uno en uno por el borde, de espaldas, cargados con grandes mochilas. Aunque Wolf nunca hubiera estado en el
Isabella
, lo conocía al dedillo; había diseñado Parte de los planos y examinado de cerca todos los diagramas. También conocía el software, y el Departamento de Energía le había dado un sobre con todos los cogidos de desconexión y seguridad. Apagarlo no sería un problema.

El problema, para él, sería bajar por los cien metros de pared de roca.

—Tengo que mear —dijo.

—Hágalo al lado del vehículo, y dese prisa.

Hizo sus necesidades y volvió.

Miller estaba apagando la radio.

—Nos toca.

—¿Ya han entrado?

—No. Quieren que usted baje antes de efectuar la penetración. ¿«Efectuar la penetración»? ¿Se daban cuenta de qué ridículo sonaba?

Miller hizo una señal con la cabeza. —Usted primero.

Wolf levantó la mochila con la sensación de que hasta el último músculo de su cuerpo se resistía. A pesar de la potencia de los focos, vio una cantidad increíble de estrellas en el firmamento. El aire era fresco y olía a humo de leña. Al alejarse del Humvee, se dio cuenta de lo silenciosa que era la noche. El sonido más fuerte que se oía era el chisporroteo de las líneas eléctricas. Estaba claro que el
Isabella
funcionaba a toda potencia. Dudó que abajo sucediera algo grave. Probablemente el sistema de comunicaciones había fallado por culpa de un error informático, y algún burócrata incompetente se había puesto histérico y había pedido un comando. Incluso era posible que los científicos ni siquiera fueran conscientes de estar armando aquel revuelo.

De repente oyó dos sonidos muy tenues, en el umbral de lo audible, seguidos por otros dos. Parecían disparos.

—¿Lo ha oído? —le preguntó a Miller.

—Sí. —Miller se quedó quieto, con la cabeza ladeada—. A unos cinco kilómetros.

Escucharon un poco más, pero no se oyó nada.

—Habrá sido un indio pegándole un tiro a un coyote dijo Miller.

Wolf le siguió hacia el borde del precipicio, con la sensación de que sus piernas podían fallar en cualquier momento. Había esperado que bajaran en algún tipo de jaula, pero no vio ninguna por allí.

—Deje que le coja la mochila. La bajaremos después de usted.

Encogió los hombros para quitársela y se la dio a Miller.

—Cuidado, dentro hay un ordenador portátil.

—Tranquilo. Venga por aquí, si no le importa.

—Eh, un momento —dijo Wolf—. ¿No pretenderá en serio que… me descuelgue por una de estas cuerdas?

—Sí.

—¿Cómo?

—Ahora mismo se lo enseñaremos. Quédese aquí, por favor.

Wolf esperó. El resto de soldados ya habían bajado; estaban solos en el borde. Los cables eléctricos zumbaban. La radio del soldado escupió un ruido. Miller dijo algo por ella. Wolf escuchó a medias. Eran policías estatales que informaban de un problema en la carretera de acceso a la mesa. Desconectó. El pensaba en el acan-tilado.

Después de un rato hablando por radio, Miller dijo:

—Por aquí, señor, vamos a ponerle este arnés. ¿Ha hecho rappel alguna vez?

—No.

—Es muy seguro. Usted échese un poco hacia atrás, apoye los pies en la pared de roca y vaya dando saltitos. No puede caerse, ni siquiera aunque suelte la cuerda.

—Será una broma…

—Es muy seguro, señor.

Después de ajustarle el arnés, que rodeaba sus piernas, sus nalgas y la base de su espalda, aseguraron la cuerda con un sistema de mosquetones y descendedores y le pusieron al borde del precipicio, con la espalda hacia fuera. Wolf sentía el viento que soplaba desde abajo.

—Inclínese y dé un paso hacia atrás.

¿Se habían vuelto locos?

—Inclínese, señor. Dé un paso. Mantenga la tensión de la cuerda. Le iremos bajando.

Wolf miró a Miller con incredulidad. El tono del agente era de una cortesía tan estudiada que parecía teñido de desprecio. —Es que no puedo —dijo. La cuerda se aflojó. Tuvo un ataque de pánico.

—Inclínese —dijo Miller con firmeza.

—Consíganme una jaula, o cualquier cosa para bajarme.

Miller le echó hacia atrás, casi como si cogiera a un bebé. —Eso es. Así. Muy bien, doctor Wolf.

El corazón de Wolf latía con fuerza. Sintió otra vez un leve movimiento de aire frío en su espalda. El soldado le soltó. Le resbalaron los pies y chocó lateralmente con la cara del precipicio.

—Inclínese y apoye los pies en la roca.

Con el pulso desbocado, arrastró los pies por el acantilado buscando un punto de apoyo; cuando lo encontró hizo de tripas corazón y se inclinó. Parecía que funcionaba. Cuantos más pasitos daba, siempre inclinado, más corría la cuerda por la barra, haciéndole bajar. Por debajo del borde todo estaba oscuro, excepto el perfil de la cornisa, recortado en la luz. El borde se alejó cada vez más durante el descenso. No se atrevía a mirar hacia abajo.

Parecía increíble, pero lo estaba consiguiendo. Daba saltitos por el precipicio, en medio de una oscuridad que le engullía por entero. Al final, los soldados le cogieron las piernas y le bajaron hasta un suelo de piedra. Al levantarse le temblaban las rodillas. Los soldados le quitaron el arnés. Poco después fue su mochila la que bajó por una cuerda, hasta que la cogieron los soldados. El siguiente en llegar fue Miller.

—Muy bien, señor.

—Gracias.

Habían excavado una gran explanada en la montaña. Al fondo había una puerta de titanio enorme, empotrada en la roca. Toda la zona ya estaba rodeada de focos, y parecía la entrada de la isla del doctor No. Wolf sintió cómo el
Isabella
vibraba dentro de la montaña. Era muy extraño que hubieran perdido todas las comunicaciones con el interior. Había muchos sistemas de refuerzo. Además, el responsable de seguridad por los monitores tenía que verles, a menos que tampoco funcionasen, claro.

Muy extraño.

Los soldados estaban montando tres conos de metal sobre trípodes y los enfocaban hacia la puerta, como si fueran morteros. Uno de ellos empezó a cargar los conos con algo que parecía C-4.

En un lado estaba Doerfler, dando órdenes.

—¿Qué son? —preguntó Wolf.

—Dispositivos de derribo rápido —explicó Miller—. Dentro hay unas cargas interconectadas que convergen en un mismo punto y hacen un boquete lo bastante grande como para entrar.

—¿Y luego?

—Un grupo entrará por el agujero para controlar el Bunker, y luego otro para reventar la puerta interior del Puente. Controlaremos el Puente, nos encargaremos de los enemigos que pueda haber y custodiaremos a los científicos. Es posible que haya disparos. No lo sabemos. En cuanto hayamos controlado todo el Puente, le llevaré dentro, personalmente. Y usted apagará el
Isabella
.

—Se tardan tres horas en apagar el sistema —dijo Wolf.

—Será la operación que lleve a cabo.

—¿Y el doctor Hazelius, y los demás científicos?

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