—Amén, hermano.
Tenía una voz grave y retumbante, y su efecto sobre Eddy fue de calma y magnetismo. Era un hombre con las ideas claras.
Doke volvió a la moto, sacó un rifle de una funda de cuero colgada en el asiento y se lo puso en la espalda. Después sacó una bandolera llena de munición y se la colgó en el otro hombro, con lo que adquirió el aspecto de un guerrillero. Dirigió a Eddy un saludo militar, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Se presenta el hermano Randy para servir en el ejército de Dios!
Se estaban acercando unos faros, lentos, vacilantes. Al cabo de un rato llegó un jeep lleno de polvo y con la capota bajada; salieron de él un hombre y una mujer, treintañeros ambos. Eddy abrió los brazos y les rodeó con ellos, primero al hombre y luego a la mujer. Los dos empezaron a llorar, dejando surcos en el polvo de sus caras.
—Saludos en Cristo.
El llevaba un traje de ejecutivo, sucio de polvo, y una Biblia; también un gran cuchillo de cocina en el cinturón. Ella se había sujetado a la blusa trocitos de papel que se movían a cada paso. Eddy vio que eran versículos bíblicos y consignas: «Confianza y obediencia». «Id por todo el mundo», «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»…
—Los tenía pegados en la puerta de la nevera —dijo.
Metió la mano en el jeep y sacó un bate de béisbol.
—Hemos rezado sin cesar, pero no hemos llegado a una conclusión —dijo el hombre—. ¿Dios quiere que luchemos con su Palabra o que usemos armas de verdad?
Se quedaron delante de Eddy, esperando órdenes.
—No os engañéis —dijo Eddy—. Va a ser una batalla, una batalla de verdad.
—Pues me alegro de haber traído esto.
—Va a llegar mucha gente por esta carretera —añadió Eddy—, probablemente miles. Necesitamos un espacio para juntarlos a todos y prepararnos. Será en aquella explanada de la derecha. —Señaló la gran superficie de roca y arena, que la luna asomada al borde de la mesa alumbraba con un resplandor blanquecino—. Randy, si Dios te ha traído el primero es por algo. Serás mi brazo derecho, mi general. Tú y yo les reuniremos a todos allí, y planearemos nuestro… nuestro asalto.
Ahora que había llegado el momento de la verdad, le costaba pronunciar la palabra.
Randy asintió vigorosamente sin decir nada. Eddy vio que también se le habían humedecido los ojos, y se sintió profundamente conmovido.
—Vosotros dos tendréis que bloquear la carretera con el jeep, para que nadie siga hasta el
Isabella
. Necesitamos el factor sorpresa. Haced que todos salgan de la carretera, y que aparquen en aquella explanada. Randy y yo estaremos en aquella colina de allá, esperando. No iremos al
Isabella
hasta que seamos lo bastante fuertes.
Aparecieron más faros por la Dugway.
—El
Isabella
queda a unos cinco kilómetros por esa carretera. Conviene no hacer ruido hasta que sea el momento de ponernos en marcha. Aseguraos de que nadie se anticipe. No queremos que el Anticristo sepa que vamos hasta que seamos muchos.
—Amén —dijeron todos.
Eddy sonrió. Amén.
Eran las dos de la madrugada, y el reverendo Don T. Spates estaba sentado en su despacho, detrás de la Catedral de Plata. Ya hacía varias horas que había llamado por teléfono a casa de Charles y de su secretaria, para que fueran a ayudarle con los teléfonos y los e-mails. Tenía un fajo de estos últimos delante, los que había selec-cionado Charles antes de que se colgase el servidor de correo. Al lado había otro fajo, en este caso de mensajes telefónicos. En el an-tedespacho no dejaba de sonar el teléfono.
Spates intentaba digerir los hechos trascendentales que se estaban produciendo.
Llamaron suavemente a la puerta. Entró su secretaria con café recién hecho, y lo dejó sobre la mesa al lado de un plato de porcelana con una galleta de nueces de macadamia.
—La galleta no la quiero.
—Sí, reverendo.
—Y no te pongas más al teléfono. Déjalo descolgado. —Sí, reverendo.
El plato y la galleta se fueron con la secretaria. Spates la vio salir, irritado. No tenía el pelo tan bien cardado como de costumbre, ni tan brillante; llevaba el vestido arrugado, y sin maquillaje se notaba enseguida su absoluta falta de gracia. Seguro que la había sacado de la cama, pero de todos modos podía haberse esforzado un Poco más.
Cuando se cerró la puerta, Spates sacó una botella de vodka de un cajón cerrado con llave y echó un chorro en el café. Después se volvió otra vez hacia el ordenador. También se le había colgado la página web, por exceso de visitas. Ahora parecía que toda la red se colapsaba. Navegó despacio y con dificultad por las webs cristianas que solía consultar. Algunas de las grandes, como raptureready.com, también se habían colgado. Otras iban tan lentas como una tortuga. El revuelo armado por la carta de Eddy era asombroso. Los pocos chats cristianos que todavía funcionaban estaban abarrotados de gente histérica. Muchos declaraban su intención de acudir en respuesta al llamamiento.
Spates sudaba profusamente, a pesar de la temperatura fresca del despacho, y le picaba el alzacuellos. La carta de Eddy, leída y releída hasta veinte veces, le había asustado. No solo incitaba a un ataque violento contra instalaciones del gobierno, sino que en ella aparecía el nombre de Spates. Estaba seguro de que le echarían la culpa. Aunque, por otro lado, se dijo que aquella gigantesca exhibición de poder cristiano, de indignación cristiana, podía ser para bien. Ya hacía demasiado tiempo que se discriminaba a los cristianos; no se les escuchaba, se les marginaba y se burlaban de ellos. Independientemente de su acierto, aquella protesta sería una advertencia para todo el país. Finalmente los políticos y el gobierno se darían cuenta del poder de la mayoría cristiana; y quien había puesto en marcha aquella revolución era él, Spates. Robertson, Falwell, Swaggart… Tantos años predicando, tanto dinero y poder, pero ninguno de ellos había conseguido nada parecido.
Navegó por internet buscando información, pero solo encontraba rencor, indignación e histeria. Y cientos de copias del texto.
De repente, mientras leía por enésima vez la carta, tuvo un pen-samiento inquietante.
¿Y si Eddy tenía razón?
Se quedó helado. No estaba preparado para renunciar a aquella vida. No soportaba pensar que su dinero, su poder, su catedral y sus programas de televisión peligraran y llegaran a un final prematuro cuando todo aquello no había hecho más que empezar.
Justo después se le ocurrió algo todavía más preocupante: ¿cómo sería juzgado en el día glorioso del Señor? ¿Estaba realmente en paz con Dios? Todos sus pecados volvieron a su mente para acosarle: mentiras, juergas, mujeres, los regalos ostentosos que les había comprado con las contribuciones de los fieles… Lo más horrible fue recordar que más de una vez se había sorprendido deseando a un chico que pasaba por la calle. Todos aquellos pecados, los grandes y los pequeños, cercaban su pensamiento y pedían a gritos ser revisados y reexaminados.
Se sintió abrumado por el miedo, el sentimiento de culpa y la desesperación. Dios lo veía todo, todo. «Por favor, Señor, te lo ruego, perdona a este indigno servidor», rezó varias veces hasta que, con un decidido esfuerzo mental, relegó sus pecados a un oscuro rincón de su mente. Dios ya le había perdonado. ¿De qué se preo-cupaba?
Además, no podía haber llegado el Segundo Advenimiento. ¿En qué tonterías estaba pensando? Eddy era un chiflado. Por supuesto que sí. Spates lo había sabido desde el momento en el que oyó su voz aguda por teléfono. Cualquier persona dispuesta a vivir en medio del desierto con los indios, a doscientos kilómetros de cualquier restaurante decente, tenía que estar loca.
Cuando volvió a leer su carta, en busca de indicios de locura, le acometió otra oleada de terror. Era una carta razonable y persuasiva, no los desatinos de un loco. Y lo más inquietante era que tanto «
ARIZONA
» como «
ISABELLA
» sumasen 666.
¡Qué manera de sudar, por Dios!
Abrió las puertas de cristal de la biblioteca de cerezo para sacar un grueso libro y consultar las tablas de gematría. Repasó las letras hebreas y anotó los números en un papel. En el proceso, vio que Eddy se había equivocado con algunas letras, y que otras las había numerado mal.
Aplicó los números correctos y los sumó, con mano temblorosa. Ninguna de las dos palabras sumaba 666.
Se echó hacia atrás con un gran suspiro de alivio. Era todo una farsa, tal como sospechaba. Tuvo la sensación de que había bajado un ángel para salvarlo del lago de fuego. Sacó un pañuelo de tela del bolsillo y se secó el sudor de los ojos y la frente.
De nuevo sintió temor. Tal vez Dios le había perdonado, pero ¿y los medios de comunicación? ¿Y el gobierno? Podían acusarle de incitación a la violencia, o de algo peor. Más le valía sacar de la cama a su abogado mientras aún tenía tiempo. Alguna manera tenía que haber de echarle la culpa a Crawley, que a fin de cuentas era el instigador…
Se estiró el alzacuellos, intentando airear un poco el cuello sudoroso. Había sido un error recurrir al lunático pastor Eddy. A ese hombre le faltaba un tornillo. ¡Qué estúpido había sido! ¡Pero qué estúpido!
Pulsó el botón del interfono.
—Charles, te necesito.
No apareció, y eso que siempre era rápido.
—¡Charles, te necesito!
Sin embargo, quien abrió la puerta fue su secretaria. Nunca la había visto con tan mala cara.
—Charles se ha ido —dijo inexpresivamente.
—Que yo sepa no le he dado permiso.
—Se ha ido al
Isabella
.
Spates se la quedó mirando desde el sillón. Le parecía increíble. ¿Charles?
—Ha salido hace unos diez minutos diciendo que le había llamado Dios.
—¡Por los clavos de Cristo! —Spates dio un puñetazo en la mesa. Después se dio cuenta de que su secretaria llevaba puestos el sombrero y el bolso—. ¡No me digas que tú también te vas con ese pedazo de incauto!
—No —dijo ella—, yo me voy a mi casa.
—Lo siento, pero no va a poder ser. Te necesito el resto de la noche. Llama a mi abogado, Ralph Dobson, y dile que venga enseguida. Tengo un problema, por si no te habías dado cuenta.
—No.
—¿No? ¿No, qué? ¿Cómo tengo que interpretarlo?
—Como que ya no quiero trabajar para usted, señor Spates.
—Pero ¿qué dices?
La secretaria cogió el bolso con las dos manos y se lo puso delante, como si quisiera protegerse.
—Porque es un hombre despreciable.
Se volvió y se fue, muy tiesa.
Spates oyó cómo se cerraba cuidadosamente una puerta. Después, silencio.
Se quedó sentado detrás de su escritorio, solo, sudoroso… y muy, pero que muy asustado.
La palabra «asalto» quedó flotando en el aire. Todos se acercaron para ver la pantalla principal de seguridad. Recogía en tiempo real la imagen de una cámara montada en lo alto del ascensor, que ofrecía un panorama a vista de pájaro de lo que sucedía. Ford vio que justo encima del
Isabella
, al borde del precipicio, un grupo de hombres vestidos de negro preparaban cuerdas y amontonaban instrumental y armas. Estaba claro que se disponían a bajar haciendo rappel. Kate se acercó y volvió a cogerle la mano. La de ella estaba húmeda de sudor, y temblaba.
George Innes rompió el silencio estremecedor.
—¿Asalto? Pero ¿por qué?
—No han podido ponerse en contacto con nosotros —dijo Wardlaw—, por eso reaccionan así.
—¡Pues es una reacción exagerada y absurda! Wardlaw se volvió hacia Dolby.
—Ken, necesitamos recuperar ahora mismo las comunicaciones y decirles que no sigan adelante.
—Para eso tendría que desconectar el
Isabella
. Sabes perfectamente que tiene un cortafuegos que lo aísla totalmente del exterior. El programa no nos dejará activar el sistema de comunicaciones hasta que esté desconectado. Es así de sencillo.
—Pues reinicia el ordenador principal y transfiere el control de los servidores.
—Para iniciarlo y reconfigurarlo haría falta como mínimo una hora.
Wardlaw profirió una palabrota.
—Entonces, subiré a explicarles personalmente la situación.
—De eso nada —se negó en redondo Hazelius.
Wardlaw se le quedó mirando.
—No te entiendo.
Hazelius señaló sin decir nada la pantalla que había encima del puesto de Wardlaw. Había aparecido un nuevo mensaje.
«Tenemos muy poco tiempo. Lo siguiente que debo deciros es de la máxima importancia.»
Wardlaw miró a Hazelius con cara de pánico, mientras echaba ojeadas a las pantallas de seguridad.
—No podemos impedir que entren. Tengo que abrir la puerta de seguridad.
—Tony —dijo Hazelius con voz grave, apremiante—, piensa un poco en lo que está pasando. Si abres la puerta, se acabará esta conversación con… Dios, o lo que sea.
La nuez de Wardlaw se movió al tragar saliva.
—¿Dios?
—Exacto, Tony: Dios. Es una posibilidad muy real. Hemos establecido contacto con Dios, pero es un Dios mucho más grande y más inconcebible que el que haya jamás soñado la humanidad.
Nadie decía nada.
Hazelius siguió hablando:
—Tony, podemos ganar un poco de tiempo sin que nos perjudique. Les diremos que no funcionaba la puerta, que estaban apagados los sistemas de seguridad y que ha fallado el ordenador. Algo nos inventaremos. Podemos dejar la puerta cerrada sin que nos acusen necesariamente de nada grave.
—Deben de llevar consigo un equipo de demolición. Echarán la puerta abajo —dijo Wardlaw con voz aguda y tensa.
—Pues que lo hagan —dijo Hazelius. Le puso una mano en el hombro y lo sacudió afectuosamente, como si quisiera despertarle—. Tony, Tony… Es posible que estemos hablando con Dios. ¿No lo entiendes?
—Sí, lo entiendo —contestó Wardlaw al cabo de un rato.
Hazelius miró a su alrededor.
—¿Todos de acuerdo? —Detuvo la mirada en Ford, probablemente porque veía escepticismo en sus ojos—. ¿Wyman?
—Me asombra —dijo Ford— que creas en la posibilidad de que estemos hablando con Dios.
—Si no es Dios, ¿quién puede ser? —preguntó Hazelius.
Ford miró a los demás, pensando si alguno de ellos se daba cuenta de que esta vez Hazelius empezaba a delirar.
—Pues lo que siempre habías dicho, un engaño, un sabotaje.