Al terminar, Eddy se apoyó en el respaldo, sudoroso y con las manos temblando. Ni siquiera releyó el texto. Dios había guiado su mano, lo cual significaba que era perfecto. Rellenó la casilla del asunto:
Red Mesa = Armagedón
Abrió la libreta de direcciones que había ido acumulando con la esperanza de obtener dinero para la misión. Algunas salían de iglesias y listas de mailing de personas cristianas; otras eran contactos de foros, grupos de noticias, chats y grupos de debate Use-net del ámbito cristiano.
Dos mil ciento diecisiete nombres. La mayoría de ellos, por supuesto, no contestarían; ya lo anunciaba la Biblia: «Muchos son llamados, mas pocos escogidos», pero en fin, dos mil ya era un principio. De ellos, tal vez unas docenas reenviarían el e-mail y viajarían hasta Red Mesa. Con el siguiente envío, quizá responderían unos centenares, y con el tercero, unos millares. La carta se colgaría en cientos de webs cristianas, sería recogida por bloggers cristianos, y de ese modo el mensaje iría extendiéndose. Eddy había navegado lo bastante por internet para saber que las matemáticas jugaban a su favor.
Copió toda la libreta de direcciones en el campo «Para» y desplazó el puntero hacia el botón del avioncito de papel. Respiró hondo e hizo clic con el ratón. El e-mail zumbó hacia el éter electrónico a la velocidad de la luz.
«Hecho.»
Se incorporó, temblando. Todo estaba en silencio, pero el mundo había cambiado.
Se quedó cinco minutos sentado. Después, controlando la respiración, se levantó y se serenó. Tras un largo titubeo, sacó las llaves del bolsillo, abrió el archivador que tenía al lado de la mesa y sacó el revólver Ruger Blackhawk 44 Magnum que le había re-galado su padre para su decimoctavo cumpleaños. Era una reproducción en edición limitada de una pistola del Oeste, pero actualizada y fiable. Hacía muchos años, Eddy había practicado algunos días en un campo de tiro, y desde entonces siempre la conservaba engrasada y en buen estado.
No se hacía ilusiones. Sería una guerra, una guerra de verdad.
Cargó el revólver con Remington semiblindadas de punta blanda de 240 grains y lo metió en una mochila con dos cajas de balas, una botella de agua, una linterna, pilas de repuesto, prismáticos, su Biblia, un cuaderno y un lápiz. Después buscó el bidón de queroseno, que guardaba por si había un apagón, y también lo metió en la mochila.
Con ella al hombro, salió y alzó la vista hacia Red Mesa, una masa oscura recortada en el cielo nocturno. Una luz tenue al borde de la oscura isla de piedra delataba la presencia del proyecto
Isabella
.
Dejó la mochila en el asiento de la camioneta y se puso al volante. Tenía la gasolina justa para llegar a lo alto de la mesa, pero ¿qué más daba? Si Dios le había guiado hasta allá, le llevaría de nuevo a su casa y le reuniría con sus hijos; si no era en aquella vida terrenal sería en la siguiente.
—Todos a vuestros puestos —ordenó Hazelius, recuperando su energía. Se volvió hacia el visualizador y dijo—: Bien, vamos a empezar otra vez. ¿Quién diantre eres realmente?
Ford miraba la pantalla, hipnotizado, en espera de que apare-ciese la respuesta. Se sentía arrastrado casi contra su voluntad.
«Por motivos que ya he explicado, no podéis saber quién soy. La palabra "Dios" se acerca, pero no deja de ser una definición muy pobre.»
—¿Formas parte del universo, o estás separado de él? —preguntó Hazelius.
«No existe la separación. Todos somos uno.»
—¿Por qué existe el universo?
«El universo existe porque es más simple que nada. También es la razón de que yo exista. El universo no puede ser más simple de lo que es. Es la ley física de la que derivan todas las demás.»
—¿Qué podría ser más simple que nada? —preguntó Ford.
«"Nada" no puede existir. Es una paradoja inmediata. El universo es el estado más próximo a nada.»
—Si todo es tan simple —preguntó Edelstein—, ¿por que es tan complejo el universo?
«El universo intrincado que vosotros veis es una propiedad emergente de su simplicidad.»
—¿Y qué es esa simplicidad profunda que subyace a todo? —inquirió Edelstein.
«Es la realidad que no cabría en vuestro cerebro humano.
—¡Ya me estoy cansando! —exclamó Edelstein—. ¡Si tan listo eres, deberías poder explicárselo a estos pobres seres humanos tan ignorantes! ¿Qué quieres decir, que sabemos tan poco de la realidad que nuestras leyes físicas son un fiasco?
«Habéis construido vuestras leyes físicas a partir de la premisa de que el tiempo y el espacio existen. Todas vuestras leyes se basan en marcos de referencia, lo cual no es válido. Vuestras queridas suposiciones sobre el mundo real no tardarán mucho en ve-nirse abajo, y a partir de sus cenizas erigiréis un nuevo tipo de ciencia.»
—Si nuestras leyes físicas son falsas, ¿cómo se explica que nuestra ciencia tenga un éxito tan espectacular?
«Aunque las leyes de Newton sobre el movimiento sean falsas, sirvieron para que llegaran hombres a la Luna. Con vuestras leyes ocurre lo mismo: son aproximaciones viables, pero fundamentalmente incorrectas.»
—Muy bien, entonces, ¿cómo se construyen las leyes de la física sin tiempo ni espacio?
«Perdemos el tiempo discutiendo conceptos metafísicos.»
—Entonces, ¿de qué deberíamos discutir? —preguntó Hazelius, interrumpiendo a Edelstein.
«De la razón de que haya venido.»
—¿Y cuál es?
«Que tengo que encargaros algo.»
De repente la nota del
Isabella
se distorsionó como la de un tren que se aleja. En algún lugar de la montaña retumbó algo, una vibración de la espina dorsal de la mesa. La pantalla parpadeó, y una lluvia de nieve borró las palabras.
—Mierda —murmuró Dolby—. Mierda.
Aporreó el teclado, tratando de ajustar los controles del software.
—Pero ¿qué está pasando? —exclamó Hazelius.
—Se ha descolimado el haz —dijo Dolby—. ¡Por Dios, Harlan, se te han disparado las alarmas! ¡Alan! ¡Vuelve a los servidores! ¿Qué carajo hacéis todos aquí de pie?
—¡A vuestros puestos! —ordenó Hazelius.
El Bunker tembló otra vez. Todos corrieron a sus puestos. En la pantalla había un mensaje nuevo, todavía sin leer.
—Estabilizándose —dijo St. Vincent.
—Ya está otra vez colimado —informó Dolby.
Se le estaba formando una mancha de sudor en la parte trasera de la camiseta.
—¿Los servidores, Alan?
—Controlados.
—¿Y el imán? —preguntó Hazelius.
—Sobreviviendo —contestó Dolby—, pero no nos queda mucho tiempo. Hemos estado cerca.
—Bueno, vamos a ver. —Hazelius se volvió hacia el visualizador—. ¿Nos explicas cuál es el encargo?
La camioneta se quedó sin gasolina justo en la cima de la mesa. Eddy aprovechó la inercia para salir de la carretera y meterse entre las artemisas, donde la camioneta se detuvo de golpe. Sobre los esqueletos de los pinos piñoneros, un débil resplandor en el cielo nocturno localizaba el proyecto
Isabella
, cinco kilómetros al este.
Bajó de la camioneta, sacó la mochila, se la cargó a la espalda y empezó a caminar por la carretera. Todavía no había salido la luna. Desde la caravana se veían las estrellas, pero allá arriba, en lo alto de la mesa, tenían el aspecto de un fulgor sobrenatural, puntos y remolinos de fosforescencia que llenaban la cúpula celeste. A lo le-jos, vagamente recortada en el firmamento, una hilera de torres de alta tensión llevaba hasta el
Isabella
.
Eddy sentía cada latido de su corazón. Oía retumbar la sangre en sus oídos. Nunca se había sentido tan vivo. Caminó tan deprisa que en veinte minutos llegó al desvío que llevaba al antiguo almacén de Nakai Rock, donde hizo una parada, hasta que decidió echar un vistazo al valle. En pocos minutos se acercó al borde del barranco en el que la carretera bajaba bruscamente hacia el valle, enfocó los prismáticos hacia el poblado.
En medio del campo había un tipi de grandes dimensiones; la luz parpadeante de una hoguera lo iluminaba por dentro. Cerca del tipi se erigía una estructura improvisada, una cúpula de ramas apoyadas entre sí y cubiertas por lonas que se sujetaban con piedras. Detrás se consumía una fogata, entre cuyas brasas se adivinaba un montón de piedras muy rojas.
Ya lo había visto antes; era temascal navajo.
El aire, seco y sereno, llevó hasta él un eco de cánticos y golpes repetitivos de tambor. Qué raro… Los navajos estaban celebrando una ceremonia. ¿Habrían percibido, también ellos, aquello tan grande e importante que estaba a punto de ocurrir? ¿Habrían sentido la inminente ira de Dios? Pero eran idólatras, adoradores de falsos dioses… Eddy sacudió tristemente la cabeza: «¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Y pocos son los que lo encuentran».
El temascal y el tipi no eran más que otra señal de la llegada de los Últimos Días, y de que el demonio caminaba entre ellos.
Aparte de los navajos, el valle parecía desierto, y las pocas casas estaban oscuras. Dio un rodeo, dejando atrás el poblado, y en diez minutos llegó al aeródromo. Los hangares, recortados contra el cielo nocturno, también estaban desiertos. El Anticristo y sus discípulos se habían reunido en el
Isabella
, dentro de la montaña. Eddy estaba seguro de ello.
Se aproximó a la tela metálica que rodeaba la zona de seguridad, pero no tanto como para que se dispararan las alarmas que suponía estaban conectadas. La cerca reflejaba la luz cruda de las lámparas de sodio. El ascensor del
Isabella
quedaba unos cientos de metros más allá. Era una estructura alta, fea y sin ventanas, re-matada por racimos de antenas y parabólicas. Eddy sentía cómo vibraba el suelo desde muy adentro. También oía el zumbido del
Isabella
. «Tienen sobre sí, como rey, al Ángel del Abismo, llamado en hebreo "Abaddón".»
Le ardía la mente y el espíritu, como si tuviera fiebre. Contempló las grandes torres de acero que suministraban la electricidad necesaria para el funcionamiento de la máquina. Fácilmente pasarían por el ejército del diablo marchando en la noche. Los cables de alta tensión crepitaban y zumbaban como cabellos cargados de estática. Metió la mano en la mochila y palpó el cuero caliente de su Biblia; su solidez le reconfortó. Tras rezar para darse fuerzas, se acercó a la primera torre, situada a unos cientos de metros.
La miró desde abajo. Los enormes cables se perdían en la noche, y solo se reconocían a causa de las líneas negras que cruzaban las estrellas. Las líneas eléctricas escupían y siseaban como serpientes; el rumor se mezclaba con el gemido del viento entre los cables. La sinfonía de los condenados. Se estremeció hasta el fondo del alma.
Volvió a acordarse de la frase del Apocalipsis: «Para convocarlos a la gran batalla del Gran Día del Dios Todopoderoso». Vendrían. Estaba seguro. Responderían a su llamamiento. Necesitaba estar preparado. Necesitaba un plan.
Empezó a reconocer la zona, tomando notas de la topografía y el terreno, las carreteras, los puntos de acceso, las vallas, las torres y otras estructuras.
Las líneas de alta tensión silbaban y escupían sobre su cabeza. Las estrellas titilaban. La Tierra giraba. Russell Eddy caminaba por la oscuridad, totalmente seguro de sí mismo por primera vez en la vida.
A Lockwood le sorprendió lo anticuada y desnudamente funcional que era la sala de crisis de la Casa Blanca. Olía como un sótano mal ventilado. Las paredes estaban pintadas de ocre. El centro lo ocupaba una mesa de caoba, con una hilera de micrófonos en medio. Las cuatro paredes estaban cubiertas de monitores de pantalla plana. En las dos más largas se alineaban sillas.
Según el reloj del final de la mesa, feo e institucional, eran las doce en punto de la noche.
Entró el presidente, despierto y decidido, con traje gris, corbata malva y el pelo blanco peinado hacia atrás, y se volvió hacia el suboficial de marina que, aparentemente, llevaba la parte electrónica.
—Abre la línea con el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, mi asesor de Seguridad Nacional, el director del Departamento de Seguridad Interna, el director del FBI y el director de Inteligencia Central.
—Sí, señor.
—Ah, no olvides al presidente del Comité de Inteligencia del Senado. No quiero que luego se queje de que no se le ha tenido en cuenta.
Se sentó a la cabecera de la mesa. Roger Morton, el jefe de gabinete, patricio y cauto, ocupó el asiento de su derecha, mientras que Gordon Galdone, el responsable de campaña, grande y desaseado como una cama deshecha, con un traje de Wal-Mart, se sentó al otro lado del presidente. Jean ocupó una silla pegada a la pared, en un rincón, detrás del presidente, y se quedó sentada en el borde, tiesa, con la libreta a punto.
—Bien, empecemos. Los demás ya irán llegando.
—Sí, señor.
Los televisores de pantalla plana ya transmitían la imagen de algunos de los asistentes. El primero fue Jack Strand, el director del FBI. Estaba sentado en su despacho de Quantico, frente a un sello gigante del FBI, y miraba a la cámara sin pestañear; en su cara cua-drada de poli se distinguían cicatrices de un antiguo acné. Era un hombre que inspiraba confianza, o que por lo menos lo intentaba.
Tras él apareció el secretario del Departamento de Energía, un tal Hall, en su despacho de la avenida de la Independencia. En principio era quien se ocupaba del
Isabella
, pero nunca le había dedicado ni un minuto (era un experto en delegar en los demás); su estado era patético, con la cara rechoncha empapada de sudor y un nudo de la corbata azul tan estrecho que parecía que hubiera intentado ahorcarse.
—Bien —dijo el presidente, juntando las manos en la mesa—, se-cretario Hall, usted que es el responsable, ¿qué es todo este follón?
—Lo siento, señor presidente —balbuceó Hall—, pero no tengo ni idea. Es algo sin precedentes. No sé qué decir…
El presidente le interrumpió, volviéndose hacia Lockwood.
—¿Quién ha hablado por última vez con el equipo del
Isabella
? ¿Lo sabes, Stan?
—Probablemente yo. He hablado con mi infiltrado a las siete, y me ha dicho que todo iba bien. Me ha informado de que tenían previsto realizar una prueba, y que bajaría a reunirse con los demás a las ocho. No me ha dado a entender que hubiese ninguna anomalía.