Read Breve Historia De La Incompetencia Militar Online
Authors: Edward Strosser & Michael Prince
Los soviéticos no consideraron que este violento ejemplo de derrota pudiese extrapolarse a su situación. El control de crucero del imperio estaba encendido, los tanques llenos de combustible y todos a punto de ponerse en marcha.
La primera semana fue perfectamente. Pero los siguientes diez años fueron todos de mal en peor. A primeros de diciembre de 1979, los soviéticos infiltraron soldados en Afganistán para vigilar los emplazamientos clave dentro y fuera de Kabul.
También introdujeron a escondidas a su último títere, Babrak Karmal, como sucesor de Amin y le mantuvieron en su base aérea. Finalmente, la víspera de Navidad, los soviéticos avanzaron. El 40° Ejército soviético (sí, los rusos tenían montones de ejércitos) cruzó el río Amu Darya en Afganistán mientras sus tropas desembarcaban en el aeropuerto de Kabul. El día de Navidad por la mañana el ejército avanzaba a toda velocidad. Dos días después entraron en Kabul, ocuparon la emisora de radio y televisión, los ministerios clave del gobierno y rodearon a Amin en su palacio. El sitio duró unas cuantas horas, pero terminó tal como se esperaba, con Amin acribillado a balazos por los soviéticos. Y se convocaron otras elecciones celebradas al estilo afgano, esta vez con monitores soviéticos.
Mientras los soviéticos se felicitaban por su brillante golpe, los señores de la guerra afganos y los líderes tribales observaban furiosos. Los descendientes de los guerreros que combatieron a Alejandro Magno y habían pasado a cuchillo a miles de soldados británicos afilaron de nuevo sus cuchillos. Una vez más había llegado la hora de rechazar a los invasores extranjeros. Dejaron a un lado sus muchas diferencias y se centraron en un objetivo: matar soviéticos. Se denominaron a sí mismos muyahidines, soldados de Dios.
Para los americanos, aquéllos eran soldados caídos del cielo. Mucho antes de que Amin fuese asesinado, el consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinski, aconsejó al presidente que apoyase a los rebeldes afganos y finalmente combatiese a los soviéticos. La batalla final de la guerra fría había empezado.
Aquella guerra secreta atrajo la atención de un grupo de la CIA que tomó el mando. Tras la debacle de la bahía de Cochinos en 1961, la CIA había ido perdiendo credibilidad y poder lentamente en Estados Unidos y, a finales de la década de 1970, había caído en su nivel más bajo de prestigio. Las cosas iban tan mal que incluso el Congreso les miraba por encima del hombro. Sin embargo, en aquellos momentos, una oportunidad llamaba a su puerta. Afganistán iba a convertirse en su razón de ser. La CIA estaba llena de amargados veteranos del Vietnam que sonrieron ante la idea de armar soldados para matar a soldados soviéticos, que habían sido los principales proveedores de Vietnam del Norte. Por otra parte, la guerra le daría a la decadente CIA más relevancia en Washington. Mientras los soviéticos iban muriendo, la CIA volvía de nuevo a su juego. Su lema pasó a ser «armas para todos».
Los líderes de Estados Unidos no se hacían ilusiones de que los rebeldes pudiesen derrotar realmente a los soviéticos. Se contentaban solamente con obligar a los soviéticos a luchar, y morir, en las áridas montañas de Afganistán. Pero Estados Unidos tenía un problema práctico. Para llegar a Afganistán, las provisiones tenían que cruzar Pakistán. Por fortuna, el dictador de Pakistán, Mohammed Zia-ul Haq compartía la devoción americana de matar soviéticos, siempre y cuando pudiera quedarse con una buena parte del botín.
Zia era un musulmán devoto que declaró a Pakistán estado islámico cuando se hizo con el gobierno en 1977, aunque moderó su celo religioso con grandes dosis de realismo político. Durante las luchas en Afganistán entre los comunistas y los islamistas, había acogido a líderes islamistas como Massoud. Cuando los soviéticos invadieron Afganistán, Zia vio tanto la necesidad como la oportunidad de arriesgarse a luchar. Primero, temía verse aplastado entre un poderoso títere soviético en su frontera occidental y el enemigo tradicional de Pakistán, India, por su flanco oriental. Y por otra parte, al apoyar a los combatientes islámicos conseguiría una valiosa popularidad en el mundo musulmán. Cuando los americanos empezaron a soltar el dinero como banqueros borrachos en un club de striptease, Zia vio su oportunidad de oro. Ayudaría a Estados Unidos a luchar contra los soviéticos y se ayudaría a sí mismo, con efectivo sin marcar de la CIA y juguetes militares. Se convirtió en un caso de manual de hacer que te vaya bien mientras haces el bien.
Mientras la resistencia afgana se preparaba con el material americano, la delegación de la CIA en Pakistán tomó el mando de la operación de aprovisionamiento de Estados Unidos. Era como una modesta tienda familiar limitada a un puñado de personas que canalizaba unos 30 millones de dólares en efectivo y armas a los rebeldes. Pero para satisfacer a Zia, Estados Unidos no tenía contactos directos con los rebeldes afganos. En lugar de ello, el dinero iba directamente al Servicio de Inteligencia de Pakistán, el ISI, que lo repartía discrecionalmente entre sus favoritos. La CIA no sabía quién tenía qué y tampoco le importaba. Ellos eran asesinos de soviéticos a lo grande y no gerentes de una pequeña empresa.
Zia, al ver el valor de su posición, rechazó un paquete de ayudas de 400 millones de dólares de la administración Cárter.
¡Vaya miseria! Cuando Reagan ocupó el cargo en 1981 el importe de dinero fue más serio y Zia recibió un considerable paquete de 3.200 millones de dólares para reforzar su propio programa militar y su incipiente programa de armas nucleares.
Sobre el terreno, en Afganistán, la situación pronto se complicó para los soviéticos. El ejército de Babrak Karmal se dispersó aún más cuando los desertores unieron sus armas a las de los rebeldes. La mayoría de soldados eran más leales a las diferentes tribus y a los señores de la guerra contra los que estaban combatiendo que a Karmal o a sus patrocinadores extranjeros. Las insurrecciones que estallaban en las calles de Kabul eran silenciadas por el fuego de ametralladora soviético, pero igual que les pasó a los británicos 150 años antes, los soviéticos nunca consiguieron controlar las áridas zonas montañosas y allí, como siempre había sucedido a lo largo de la historia afgana, es donde se desarrolló la resistencia.
En la primavera de 1980, los combatientes rebeldes tendían emboscadas a las unidades del ejército soviético y perfeccionaban sus tácticas de ataque y repliegue. Los soviéticos respondían destruyendo pueblos y matando civiles, el plan de respuesta automática de la superpotencia para ganarse los corazones y los espíritus de los lugareños, tal como perfeccionó Estados Unidos en Vietnam.
Para ayudar a los rebeldes, la CIA recorrió el mundo en busca de armas que no revelaran su origen. Los compradores de la CIA se repartieron por el mundo para comprar miles de rifles de fabricación soviética en Egipto y Polonia, riéndose para sus adentros ante la ironía de comprar armas soviéticas para matar soviéticos. Y lo que era aún mejor, China resultó ser un importante aliado para la causa, y la CIA secretamente le compró miles de armas también, proporcionando a los chinos un sustancioso negocio. En una guerra contra los comunistas, un país comunista estaba implicado en un capitalismo agresivo para matar a otros comunistas, naturalmente. ¡Oh, la mordaz ironía de la guerra clandestina!
Para ayudar a los muyahidines, Zia montó campos de entrenamiento a lo largo de la frontera afgana. A medida que la guerra crecía, toda la región se dedicó a la lucha con campamentos atestados, almacenes, hospitales y una red de carreteras.
El dinero de la CIA fluía y el ejército paquistaní y el ISI compartían agradablemente la morterada americana.
La implicación de Estados Unidos aumentó cuando el presidente Reagan nombró a William Casey jefe de la CIA en 1981.
Casey se había unido al negocio del espionaje durante la Segunda Guerra Mundial cuando dirigió la operación de la OSS, la predecesora de la CIA, para introducir espías en la Alemania nazi. Casey desplegó un arma secreta para conseguir éxito dentro de la burocracia de Washington: farfullar. Poca gente le entendía. Cansados de pedirle a Casey que se repitiera, la gente simplemente asentía con la cabeza educadamente y estaba de acuerdo con él. El mismo Reagan se rendía y le decía a Casey que siguiera adelante con cualquiera que fuese el complot que, farfullando, le había explicado que acababa de urdir.
Casey siempre se mantenía firme y negaba que él farfullase, el problema era de los que le escuchaban, pensaba, aunque fueran miles.
Casey voló repetidamente a Pakistán para reunirse con Zia y el jefe del ISI para valorar la lucha con el enemigo. No sólo apoyaba a los combatientes islámicos, sino que, como devoto católico, creía que una combinación de militantes cristianos e islámicos era una apuesta segura para derrotar a los impíos soviéticos.
En 1984 Casey aumentó las contribuciones estadounidenses a 200 millones de dólares, una cantidad igual a la prometida por los saudíes. Zia canalizaba el dinero, después de quedarse con su parte, a los combatientes islámicos, virtualmente excluyendo a los moderados y a los elementos no religiosos. Uno de los excluidos era Ahmed Shah Massoud, tal vez el más exitoso y famoso de los combatientes afganos. Provenía del valle de Panjshir, una estrecha franja, situada al norte de Kabul, a lo largo del río Panjshir. Massoud era un musulmán devoto y escapó a Pakistán cuando el gobierno afgano procomunista tomó medidas enérgicas contra los fundamentalistas a principios de la década de 1970. Pero a diferencia de otros fundamentalistas afganos, él defendía una línea más moderada.
Poco después de la invasión soviética, Massoud, que contaba veintisiete años, tomó treinta seguidores, un puñado de rifles y algo de dinero y marchó al valle a combatir a los rojos. El valle de Panjshir ocupa una importante posición estratégica en Afganistán. A lo largo de su borde se alzan altas y escarpadas montañas donde los rebeldes pueden ocultarse con impunidad. Desde sus escondites en la montaña podían bajar rápidamente y atacar a los convoyes soviéticos que transcurrían por la carretera Salang, la única ruta de Kabul a la Unión Soviética. Ese enlace vital para la ocupación soviética había sido puesto al descubierto por el astuto Massoud. Capturó armas para su creciente ejército y atacaba a las columnas soviéticas sin retribución.
Para liberarse de aquel molesto rebelde, desde 1980 los soviéticos lanzaron ataque tras ataque contra Massoud.
Éste siempre se encontraba en inferioridad de armas. Sin embargo, no sólo sobrevivía sino que se hacía cada vez más fuerte. A medida que su reputación como combatiente crecía, los rebeldes acudían a él en masa. Con estos éxitos en el campo de batalla, adquirió el fantástico apodo de «León de Panjshir».
Frustrados, en 1982, los soviéticos lanzaron un golpe masivo y enviaron a 10.000 soldados soviéticos, 4.000 soldados afganos, tanques, helicópteros y cazas contra el León. Pero Massoud, prevenido por sus informadores en el ejército afgano, ocultó a sus guerrilleros en las montañas y bajó rápidamente sobre la columna soviética en el estrecho valle, la cortó en pedazos y capturó toneladas de equipo. Una vez más, los derrotados soviéticos regresaron arrastrando los pies a la seguridad de Kabul, donde volvieron a aplicar su política de tierra quemada en un país ya arrasado.
Una inmensa ofensiva soviética en 1984 castigó a Massoud después de que rompiera una tregua que duró muy poco. Los rusos introdujeron dos nuevas armas: miles de soldados de las fuerzas especiales con la habilidad y dedicación para atacar a los hombres de Massoud en las montañas y helicópteros de ataque que pudiesen resistir el fuego antiaéreo. En aquellos momentos parecía que los soviéticos podían realmente ganar la guerra. Massoud resistía a duras penas. Por otra parte, el precio soviético por apoyar a su títere era más que excesivo. Un informe de la CIA afirmaba que los soviéticos habían sufrido las bajas de 17.000 soldados muertos o heridos, y perdido 400 aviones, 2.750 carros de combate y 8.000 otros vehículos.
Las nuevas armas soviéticas obligaron a Casey a subir la apuesta. Destinaron más dinero que nunca, con la ayuda del demócrata tejano Charlie Wilson como principal propulsor de la guerra desde su posición privilegiada en el comité que controlaba el presupuesto. Casey también envió equipos de comunicaciones sofisticados junto con expertos en explosivos y en guerra de comandos. Lo que había empezado como una operación casi a nivel familiar se había multiplicado y convertido en una agencia del gobierno estadounidense con todas las de la ley. También se hizo imposible convencer a los soviéticos de que Estados Unidos no estaba implicado. Los congresistas inspeccionaban los campos de entrenamiento en Pakistán, los periodistas pasaban semanas con los rebeldes e incluso el presidente Reagan, con su voz más cinematográfica, pronunció el muyahidín «Luchadores por la libertad». Casey y Zia estaban radiantes.
A medida que la guerra quedaba encallada, la vida de los soldados soviéticos se hacía insoportable. Su enemigo eran soldados fantasmas que aparecían de la nada y se desvanecían con igual celeridad. Armados con rifles proporcionados por Estados Unidos, los rebeldes liquidaron a oficiales soviéticos por docenas en Kabul. La muerte acechaba a los soviéticos en cada rincón. Hábiles fabricantes de bombas elaboraron explosivos plásticos con objetos cotidianos como bolígrafos, encendedores o termos, y se los vendían a los soviéticos. Muchos murieron mientras escribían cartas a casa, otros fueron envenenados en restaurantes. La moral soviética caía mientras la desesperación y el abuso de drogas asolaban las tropas.
Las noticias del fracaso se infiltraron en la prensa soviética y en sus casas los ciudadanos empezaron a darse cuenta de que su país estaba combatiendo en una desastrosa guerra extranjera. Para detener la caída, los soviéticos obligaron a Babrak Karmal a retirarse y le reemplazaron por el jefe de la policía secreta afgana, Najibullah, al que se conocía como el «torturador».
Cuando la guerra se extendió, pasó de una lucha entre soviéticos y afganos a otra que abarcaba a todo el mundo islámico.
Los líderes afganos volaban a Arabia Saudí en giras de recaudación de fondos por las mezquitas y regresaban con las arcas llenas de efectivo, pero lo más importante fue que los países árabes enviaron a sus jóvenes. Imbuidos con sueños de luchar contra los infieles invasores, estos jóvenes inundaron los campamentos financiados por Estados Unidos a lo largo de la frontera entre Pakistán y Afganistán, prestos a alzarse en armas contra los odiados soviéticos. Esos rebeldes estudiaron los ardides de la guerra de guerrillas y de la lucha terrorista de manos de los entrenadores pakistaníes y absorbieron el credo de que los combatientes islámicos debían luchar contra todos los infieles. Uno de los recién llegados era un joven saudí alto y muy rico llamado Osama bin Laden.