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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (41 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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El sonido de las botas de Ivy hizo que alzara la vista y la vi bajar las escaleras con los brazos cruzados.

—¿Estás bien? —le pregunté mientras retiraba la lona de su bicicleta.

Ella asintió con la cabeza.

—Yo estoy bien, tú estás bien e Ivy está jodidamente bien —se escuchó decir a Jenks desde mi bufanda con una voz nasal que indicaba que tenía la nariz tapada—. Todos estamos bien. ¿Podemos salir de aquí de una puñetera vez?

Ivy puso mi bolso a buen recaudo, se subió a la bici y se dio la vuelta para mirarme con expresión expectante.

—¿Vas a llevarme a rastras? —le pregunté con el pulso acelerado y los pies helados.

En la penumbra, sus ojos parecían de un marrón líquido y pude ver lo desgraciada que se sentía.

—No.

Tenía que confiar en ella. Alzando la pierna, me subí a la bici detrás de ella y me agarré con fuerza mientras Ivy sacaba la bicicleta del calor de la zona cubierta y se adentraba en la fría nieve de los últimos días del año.

16.

En la cocina hacía calor, y olía a azúcar moreno, pepitas de chocolate y mantequilla. Estaba haciendo galletas con la excusa de que servirían para ablandar a Al, pero la realidad era que quería que Jenks tuviera la oportunidad de entrar en calor. El viaje de regreso a casa había sido muy frío y, aunque nunca lo admitiría, cuando Ivy aparcó la bicicleta en la cabaña del jardín y yo lo entraba a toda prisa en la iglesia, él estaba casi azul. Hacía un buen rato que sus hijos se habían cansado de jugar en la corriente de aire que salía del horno, pero él seguía allí, moviendo las alas lentamente hacia delante y hacia atrás.

Como era de esperar, apenas entramos con la bicicleta descubrimos a un agente de la SI haciendo guardia con gesto severo. Tras hacerse con su copia del alta voluntaria, y sin mediar palabra, se marchó en su coche.

Si no hubiera sido por ese estúpido trozo de papel, en aquel momento estaría de nuevo en el hospital bajo vigilancia, pero gracias a él, estaba allí, sacando la última bandeja de galletas y encontrándome cada vez mejor. Cansada, pero mejor. ¡
Toma esa, doctora Mape
!

Eran casi las cuatro de la mañana, la hora a la que solía irme a la cama arrastrando los pies. Ivy estaba delante de su ordenador; cada vez se le hacía más difícil presionar las teclas mientras esperaba, no muy pacientemente, a que llamara a Al y poder pedirle el día libre, pero hablar con los demonios no era tan sencillo. Antes quería que Jenks hubiera entrado en calor y que no tuviera problemas de movilidad. Y un poco de comida reconfortante nunca había hecho daño a nadie.

—Se está haciendo tarde —musitó Ivy, y la aureola marrón que rodeaba sus pupilas se estrechó mientras seguía la pista de algo en el monitor—. ¿Piensas hacerlo pronto?

—Aún faltan varias horas —dije deslizando la última galleta en la fuente que utilizaba para que se enfriaran. Coloqué la bandeja del horno en el fregadero para ponerla en remojo y alcé la vista hacia el reloj que tenía encima—. Relájate. Dispones, exactamente, de cuatro horas y dieciséis minutos. —Su mirada se dirigió hacia mí y colocó los lápices de colores en la jarrita de cerámica que utilizaba como portalápices—. Acabo de arrancar la página del almanaque.

Puse cinco galletas en un plato que coloqué junto al teclado de su ordenador y tomé la de más arriba.

—Quería hacer galletas. A todo el mundo le gustan las galletas —dije.

Ella esbozó una sonrisa y probó delicadamente una galleta con sus largos y delgados dedos.

Jenks se elevó para alejarse del horno. Por fin había entrado en calor.

—¡Oh, sí! Las galletas son la solución —comentó riéndose mientras despedía un poco de polvo—. A Al casi le da un síncope la última vez que le pediste un día de permiso. Y te recuerdo que dijo que no.

—Pues por eso he hecho las galletas, listo. Además, tampoco estaba recuperándome del ataque de una banshee. Esta noche será diferente.
Espero
.

Con los brazos en jarras, el rostro de Jenks adoptó un gesto inusualmente agrio mientras aterrizaba en la isla central junto a mi espejo adivinador.

—Quizás deberías ofrecerle un bocado de alguna otra cosa. Apuesto lo que quieras a que te daría todo un año libre.

—¡Jenks! —le espetó Ivy haciendo que el pixie nos diera la espalda y se quedara mirando por la oscura ventana.

—¿Qué pasa, Jenks? —le pregunté en un tono tirante—. ¿No quieres que hable con el «demonio sabio»? Creo recordar que le dijiste a Rynn Cormel que era un demonio «muy sabio».

De acuerdo, tal vez me había pasado un poco, pero se había estado metiendo conmigo toda la noche y quería saber por qué.

Él se quedó donde estaba, moviendo las alas de manera irregular y, cansada de aquella historia, me senté en mi silla y me incliné sobre la mesa hacia Ivy.

—¿Qué coño le pasa? —pregunté en un tono lo bastante alto como para que me oyera. Ivy se encogió de hombros y me limpié las migas de galleta de los dedos. Rex me miraba desde el umbral y, por si tenía suerte esa vez, le tendí la mano a modo de invitación.

—¡Oh, Dios mío! —susurré cuando la gata se puso en pie y, agitando la cola alegremente, vino hacia mí—. ¡Mira! —exclamé mientras el animal de color naranja golpeaba la palma de mi mano con la cabeza como si fuéramos grandes amigas. Ivy se asomó para verlo y, sintiéndome cada vez más valiente, le coloqué la mano bajo el lomo. Conteniendo la respiración, me alcé y, sin retorcerse siquiera, la gata estaba en mi regazo.

»¡Oh, Dios mío! —susurré de nuevo. El maldito felino estaba ronroneando.

—Es el jodido Apocalipsis —musitó Jenks, y yo acaricié las orejas de la joven gata. Mi sorpresa se transformó en satisfacción cuando Rex se acomodó apoyando el cuerpo sobre las patas. Ivy sacudió la cabeza y se puso a trabajar de nuevo. De ninguna manera iba a echar a perder aquello llamando a Al. Al podía esperar. Sospechaba que Pierce estaba en la cocina y que estaba feliz.

Con Rex todavía en mi regazo, me comí otra galleta mientras me dejaba llevar por los recuerdos de Pierce. Habían pasado diez años y, aunque había cambiado (me había ido de casa, había estudiado, conseguido un trabajo, me habían despedido, había tenido que huir, había salvado una vida, había enterrado a mi novio y aprendido de nuevo a vivir), lo más probable es que él no hubiera cambiado en absoluto. La última vez que lo había visto constituía una atractiva mezcla de fuerza e indefensión, no mucho mayor que mi edad actual.

Sentí crecer una sonrisa y lo recordé haciendo pedazos la puerta del edificio de la SI con un conjuro, noqueando a los guardias de seguridad y alzando un muro a su alrededor para encerrarlos. Todo ello con una extraña torpeza que despertó mi instinto protector. Había derribado a un vampiro no muerto con la energía que había canalizado a través de mí con tal delicadeza que ni lo había sentido, a pesar de que era consciente de que lo estaba haciendo.

Rex ronroneó y seguí deslizando los dedos por su pelo para que no se marchara. No era estúpida. Sabía que Pierce, incluso como fantasma, tenía una mezcla de fuerza y vulnerabilidad que era un auténtico imán para Rachel. Y no estaba tan ciega como para no admitir que sentía un pellizco de atracción. No obstante, a aquella atracción se impuso una inesperada sensación de paz. No iba a meterme de cabeza en una relación, aunque hubiera sido posible. Kisten me había enseñado los riesgos de dejarme llevar por el corazón. Ya fuera porque era una cobarde, o porque había crecido, el caso es que me sentía feliz como estaba. No tenía prisa. Y me gustaba aquella sensación.

Ivy alzó la vista para mirarme y dejó de teclear cuando se dio cuenta de que el aire había cambiado. Con expresión apacible, miró a Jenks. Las alas del pixie se volvieron rojas por la agitación y, tras volar hasta el plato de las galletas, requirió mi atención.

—Ha llamado Marshal —comentó como si fuera la cosa más importante del mundo—. Estabas en el trono. Ha dicho que, si consigues librarte de tu cita con el Gran Al, mañana se pasará a desayunar y traerá dónuts.

—De acuerdo —dije rascándole la mandíbula a Rex y recordando con una sonrisa que, aunque Pierce no era el chico al que había dado mi primer beso, sí era el primero al que había besado como Dios manda.

—Lo acompañará Trent —añadió Jenks con los brazos en jarras—. Y Jonathan.

—Me alegro —respondí acariciando a Rex. A continuación la acerqué a mi nariz para oler el dulce pelo de gata—. Qué gatita tan buena —canturreé—. Qué gatita tan lista que sabe que hay un fantasma en la iglesia.

Jenks batió las alas hasta convertirlas en una neblina, aunque sin moverse ni un centímetro.

—¿Lo ves? —le dijo a Ivy consternado—. Le gusta. ¡Rachel! ¡Ha estado espiándonos! ¿Por qué no empiezas a pensar con la cabeza?

Una oleada de rabia me invadió, pero fue Ivy la que dijo: «Ya basta, Jenks», en un tono rayano con el aburrimiento.

—No está espiándonos.

—¡Pero le gusta! —protestó Jenks agitando las alas tan deprisa que al final el trozo de esparadrapo rojo salió disparado.

Ivy suspiró, mirando primero a Jenks y luego a mí.

—Estamos hablando de Rachel —dijo con una sonrisa—. Le doy tres meses como máximo.

—Sí, pero a este no se lo puede cargar —rezongó Jenks.

Aquello había sido de un extraordinario mal gusto, pero lo ignoré, encantada de que, finalmente, la gata hubiera dejado que la cogiera.

—No les hagas caso, Rexy —dije arrullándola mientras me olfateaba la nariz—. Rachel es una chica sensata. No va a salir con un fantasma por muy sexi que sea. Tiene sentido común como para hacer algo así. Y al quejica de Jenks, que le den. —En ese momento miré con expresión radiante al pixie, que respondió con un gesto de enfado.

—Rachel, suelta a mi gata antes de que metas un montón de ideas extrañas en su cerebro felino.

Con una sonrisa, dejé que Rex saliera del abrigo de mis brazos y se bajara al suelo. Ella se frotó contra mí y se marchó despacio. Se oyeron los vítores de los pixies desde lo alto del santuario y su sombra atravesó sigilosamente la puerta hasta desaparecer bajo el sofá de la sala de estar de la parte posterior de la iglesia.

Cuanto más turbado parecía Jenks, más satisfecha me sentía. Sonriendo, me lavé las manos, puse en una bolsa una docena de galletas para Al y la cerré con un trozo de alambre recubierto de plástico antes de colocarla junto al espejo adivinador. Al ver que me estaba preparando, Ivy cerró el ordenador.

—Voy a por los abrigos —dijo.

Jenks chasqueó las alas, enfadado porque se iba a quedar atrás.

No necesito vuestra ayuda —dije de improviso—. Gracias de todos modos.

—Tu aura es demasiado delgada. Ponnos en un círculo y hazlo aquí —dijo Ivy poniéndose en pie.

En realidad, ponerlos en un círculo no hacía que estuvieran más seguros. A Al le bastaba empujarme hacia dentro y se habría derrumbado. Lo mismo que si hubiera alzado un círculo con nosotros dos en nuestro interior. Y poner a Al solo en un círculo quedaba fuera de toda consideración desde que había empezado a tratarme como una persona, cuando le dije que no volvería a encerrarlo en un círculo. Una persona de segunda clase, pero persona al fin y al cabo.

—¿Qué necesidad hay de arriesgarse? —pregunté, pensando en los hijos de Jenks. Por lo que yo sabía, el demonio podía convertirlos en un montón de palomitas de maíz—. Podéis mirar desde la ventana.
El abrigo
… ¡
Ah, sí
!
En el vestíbulo
. ¡Tampoco es para tanto! —grité por encima de mi hombro mientras caminaba hacia la puerta principal. Mis botas también estaban allí. Eran las cuatro de la mañana, el momento más frío del día, e iba a sentarme en un cementerio y hablar con Al. ¡
Ohhh
!
Me encanta mi vida
.

Ivy me alcanzó en el momento en que me ponía el abrigo. Había cogido las botas, cuando di un paso atrás y estuve a punto de chocarme con ella.

—Voy contigo —dijo, con los ojos cada vez más oscuros.

Agucé el oído para escuchar las alas de Jenks y, al no oír nada, susurré:

—No se te ocurra dejar a Jenks aquí solo.

Ella apretó la mandíbula, mientras la aureola marrón de sus ojos se estrechó aún más. Pasé rozándola y me dirigí a la cocina.

—Solo voy a pedirle una noche libre. ¡No es para tanto!

—Entonces, ¿por qué no lo haces aquí? —me respondió a gritos, y se paró al principio del pasillo.

Ivy se encontraba de pie junto al piano. Los tenues destellos luminosos sobre mi escritorio formaban un punto de luz verde con pixies asomando la cabeza desde todos los recovecos.

—¡Porque la última vez perdí el control y pensé que estabais muertos y no voy a arriesgarme si no es necesario! —Ivy inspiró profundamente y se dio la vuelta—. ¡Enseguida vuelvo! —añadí mientras entraba en la cocina.

Jenks seguía en lo alto del monitor de Ivy, con las alas desdibujadas y, por el aumento de la circulación, haciendo que se volvieran de un rojo intenso.

—No me mires así, Jenks —murmuré mientras dejaba caer las botas para ponérmelas y metía los talones con fuerza en su interior, y él me dio la espalda—. Jenks… —le supliqué, deteniéndome cuando sus alas empezaron a zumbar—. No me va a pasar nada —dije, y él giró la cabeza al oír el ruido áspero de la cremallera subiéndose.

—¡Y una mierda de hada! —exclamó, elevándose y poniéndose a dar vueltas a mi alrededor—. ¡Una mierda de hada verde…!

—Cubierta de salpicaduras —terminé por él mientras escarbaba en los bolsillos en busca de mis guantes—. Pasamos por esto todas las semanas. Unas veces aparezco al amanecer, y otras viene él a buscarme. Esconderme en terreno consagrado solo hará que se cabree y le haga una visita a mi madre. Con un poco de suerte, me dará la noche libre, en caso contrario, mandaré a Bis a recoger mis cosas, ¿de acuerdo?

Jenks se quedó suspendido frente a mí con los brazos en jarras. Lo ignoré y recogí el espejo adivinatorio y las galletas. Sabía cuánto detestaba verse atrapado por culpa del frío, pero no iba a poner en peligro a su familia. Era increíblemente bueno en todo lo demás, y no conseguía entender por qué aquello le molestaba tanto.

—Bis estará conmigo —intenté tranquilizarlo y, cuando cruzó los brazos y me dio la espalda, le grité—: ¡No me pasará nada, maldita sea! —Y salí hecha una furia hacia la puerta trasera. ¿
Qué demonios le pasa
?

Encendí la luz del porche y tiré con fuerza de la puerta para que se bajara el cerrojo. Vacilando en el rellano, me tomé unos segundos para calmarme, dándome cuenta de lo tranquilo que estaba todo allí fuera mientras me ponía los guantes. La luna se encontraba ya a una distancia considerable del horizonte con un contorno tan afilado que parecía que pudiera cortar papel. De mi boca salía vaho y, la segunda vez que me llené los pulmones, sentí cómo el frío me calaba los huesos. Incluso Cincinnati, distante al otro lado del río, parecía congelada. Si la muerte se podía percibir, era aquello.

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