Grité cuando me soltó el pelo. Seguía respirando con dificultad cuando me liberó de su peso. Ya no la olía. Seguí inmóvil.
—¿Puedo abrir los ojos ya? —musité.
No hubo respuesta.
Me incorporé en el sillón y estaba sola. Sonó el lejano ruido de la puerta del santuario cerrándose y la rápida cadencia de sus botas en la acera y luego nada. Aturdida y conmocionada me sequé los ojos con la mano y luego me toqué el cuello, notando su gota fría de saliva. Recorrí la habitación con la vista sin encontrar nada de calidez en el gris. Se había ido.
Agotada, me levanté sin saber qué hacer. Me rodeé con los brazos tan fuerte que me hice daño. Mis pensamientos volvieron al horror y, antes de aquello, al sentimiento de deseo que me había invadido, potente y denso. Había dicho que solo podía seducir a quienes lo deseaban. ¿Me había mentido o acaso en el fondo yo deseaba que me inmovilizase en el sillón y me abriera la garganta?
Los rayos del sol ya no entraban en la cocina, pero seguía haciendo calor. No el suficiente para calentar mi alma, pero era agradable. Seguía viva. Tenía todas las partes de mi cuerpo y mis fluidos intactos. Era una buena tarde.
Estaba sentada en la parte libre de la mesa de Ivy, estudiando el libro más usado que había encontrado en el ático. Parecía lo suficientemente antiguo como para haber sido impreso antes de la Guerra de Secesión. Algunos de los hechizos me resultaban completamente desconocidos. Era una lectura fascinante y admito que la oportunidad de probar uno o dos de esos hechizos me colmaba de emoción. Ninguno tenía ni rastro de magia negra, lo que me agradaba enormemente. Hacerle daño a alguien con magia era repugnante e incorrecto. Iba contra todo aquello en lo que creía, y además no merecía la pena.
Toda magia requería pagar el precio con muertes de distintos grados de severidad. Yo era estrictamente una bruja terrenal. Mi fuente de poder provenía de la tierra a través de las plantas y era acelerada mediante el calor, la sabiduría y la sangre de bruja. Como únicamente trataba con magia blanca, el coste se pagaba sacrificando la vida de las plantas. Podía vivir con eso. No pensaba profundizar en la moralidad de matar plantas, me volvería loca cada vez que le cortase el césped a mi madre. Eso no quería decir que no existieran brujas terrenales que practicaban la magia negra, que sí las había; pero la magia negra terrenal requería ingredientes desagradables, como partes de cuerpos y sacrificios. El mero hecho de reunir los materiales necesarios para un hechizo negro bastaba para mantener a la mayoría de las brujas terrenales en el lado blanco.
Las brujas de línea luminosa, sin embargo, eran otra historia. Ellas obtenían su poder directamente de la fuente, en crudo y sin filtrar, a través de los seres vivos. Ellas también requerían muerte, pero era una muerte más sutil. Se trataba de la lenta muerte del alma y no tenía por qué ser necesariamente la suya. La muerte del alma requerida por las brujas blancas de línea luminosa no era tan estricta como la que necesitaban las brujas negras; volviendo a la analogía anterior, era como comparar el césped cortado con el sacrificio de cabras en el sótano. Pero crear un hechizo poderoso pensado para dañar a alguien o matarlo dejaba una herida imborrable en uno.
Las brujas negras de línea luminosa arreglaban ese asunto traspasando el pago a otra persona, normalmente uniéndolo al mismo amuleto para producir en el receptor un doble golpe de mala suerte. Pero si la persona era completamente «pura de espíritu» o más poderosa, el coste, aunque no el amuleto en sí, rebotaba directamente a su creador. Se decía que una cantidad suficiente de magia negra en un alma la hacía más vulnerable a la tentación de los demonios, que podían atraerlas en contra de su voluntad al mundo de siempre jamás.
Igual que le había sucedido a mi padre, recordé acariciando la página que tenía delante con el pulgar. Yo sabía con seguridad que él había sido un brujo blanco hasta el final. Tendría que haber sido capaz de encontrar el camino de vuelta a la realidad, aunque no vivió para ver el siguiente amanecer.
Un ruido llamó mi atención. Me quedé rígida al ver a Ivy con una bata de seda negra apoyada en el quicio de la puerta. Los recuerdos de la pasada noche volvieron a mi mente y se me hizo un nudo en el estómago. No pude evitar llevarme la mano al cuello, pero cambié su trayectoria para colocarme el pendiente mientras fingía estudiar el libro.
—Buenos días —dije prudentemente.
—¿Qué hora es? —preguntó Ivy con voz cascada.
La miré de reojo. Su liso pelo estaba revuelto, reflejando las arrugas de la almohada. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos y su ovalado rostro parecía cansado. La languidez de media tarde abatía por completo su aire de depredador al acecho. Llevaba en la mano un delgado libro forrado en piel y me preguntaba si había pasado la noche en vela como yo.
—Son casi las dos —dije con cautela empujando con el pie la silla al otro lado de la mesa para que no se sentase junto a mí. Ivy parecía estar bien, pero yo no sabía cómo tratarla ahora. Llevaba puesto mi crucifijo, aunque no es que eso fuese a detenerla, y mi cuchillo de plata en el tobillo; que tampoco valdría de mucho. Un amuleto de sueño la dejaría fuera de juego, pero lo tenía en mi bolso, colgado en una silla fuera de mi alcance. Tardaría al menos cinco segundos en invocar uno. Sinceramente, la verdad es que no parecía una amenaza ahora mismo.
—He hecho magdalenas —dije—. He usado tus ingredientes, espero que no te importe.
—Ah —gruñó, arrastrando sus zapatillas negras por el brillante suelo hasta la cafetera. Se sirvió una taza del templado líquido, apoyándose en la encimera para beberlo. Su deseo había desaparecido de su cuello. Me preguntaba qué habría pedido. Me preguntaba si tendría algo que ver con lo sucedido anoche.
—Ya estás vestida —musitó desplomándose en la silla que yo había retirado para ella delante de su ordenador—. ¿Cuánto tiempo llevas despierta?
—Desde las doce —mentí. Llevaba despierta toda la noche haciendo como que dormía en el sofá. Decidí empezar oficialmente el día cuando volví a vestirme. Sin mirarla pasé la página amarillenta—. Veo que ya has usado tu deseo —murmuré—. ¿Qué has pedido?
—No es asunto tuyo —dijo con evidente tono de advertencia.
Exhalé lentamente y mantuve la mirada baja. Se produjo un incómodo silencio y dejé que se mantuviera, negándome a romperlo. Casi me había marchado anoche. Pero la muerte segura que me aguardaba fuera de la protección de Ivy contrarrestó la posible muerte a manos de Ivy. Quizá, solo quizá, en el fondo deseaba saber qué se sentía cuando sus dientes se hundiesen en mí.
Por ahí no era por donde yo quería llevar mis pensamientos. Ivy me había dado un susto de muerte, pero bajo la luz del día parecía humana, inofensiva. Incluso me atrevería a decir que simplemente gruñona.
—Tengo algo que me gustaría que leyeses —me dijo y yo levanté la vista cuando el fino libro que llevaba en la mano golpeó la mesa entre ambas. No tenía nada escrito en la portada y el forro estaba muy gastado.
—¿Qué es? —dije inexpresivamente sin cogerlo.
Ivy bajó la vista y se humedeció los labios.
—Siento lo que pasó anoche —dijo y se me apretó el nudo del estómago—. Probablemente no me creas, pero a mí también me asustó.
—No tanto como me asustaste tú a mí. —Trabajar con ella durante un año no me había preparado para lo de anoche. Yo solo había conocido su lado profesional. No había pensado que fuese diferente fuera del trabajo. Levanté los ojos, la miré y aparté la vista. Parecía completamente humana. Buen truco.
—Llevo sin ser un vampiro practicante tres años —dijo en voz baja—. No estaba preparada para… no me di cuenta… —Levantó la vista con ojos suplicantes—. Tienes que creerme, Rachel. No quería que pasase, pero es que me estabas enviando todas las señales equivocadas. Y entonces te asustaste y te entró el pánico y luego fue a peor.
—¿Peor? —dije, decidiendo que la rabia era mejor que el miedo—. ¡Si casi me desgarras la garganta!
—Ya lo sé —suplicó—. Lo siento, pero no llegué a hacerlo.
Me esforcé por dejar de temblar mientras recordaba la calidez de su saliva en mi cuello.
Ivy me acercó más el libro.
—Sé que podemos evitar que se repita lo de anoche. Quiero que esto funcione. No hay motivos para que no lo haga. Te debo algo por pedirte uno de tus deseos. Si te vas, no podré protegerte contra los vampiros asesinos. No te recomiendo morir a manos de ellos.
Apreté la mandíbula. No, no quería morir a manos de un vampiro. Especialmente uno que me dijese que lo sentía mientras me mataba.
Busqué su mirada al otro lado de la atestada mesa. Allí estaba ella, sentada con su bata negra y sus pantuflas, tan peligrosa como una esponja. Su necesidad de que yo aceptase sus disculpas era tan sincera y obvia que dolía. Pero yo no podía hacerlo, al menos todavía. Alargué un dedo para acercarme el libro.
—¿Qué es?
—Es… esto, ¿una guía para ligar? —dijo dubitativa.
Me sobresalté y retiré la mano como si me hubiese picado.
—Ivy, no.
—Espera —dijo—. No es eso lo que quiero decir. Me envías señales confusas. Mi cabeza sabe que no lo haces a propósito, pero mis instintos… —Frunció el ceño—. Resulta embarazoso, pero los vampiros, vivos o muertos, se rigen por instintos principalmente provocados por… los olores —terminó de decir a modo de disculpa—. Solo te pido que leas los gestos provocativos y que no los hagas.
Me pegué al respaldo. Lentamente, me acerqué el libro, apreciando lo antiguo que era por su cubierta. Ella había hablado de instintos, pero yo creía que la palabra más adecuada era hambre. Lo único que impedía que le tirase el libro a la cara era ver lo difícil que le había resultado admitir que podía ser manipulada por algo tan estúpido como el olor. Ivy se enorgullecía de su autocontrol y tener que confesarme semejante debilidad me indicaba mejor que cien disculpas lo arrepentida que estaba.
—Está bien —dije sin entusiasmo y ella me contestó con una mirada de alivio y una leve sonrisa.
Ivy cogió una magdalena y la edición de la tarde del
Cincinnati Enquirer
que yo había encontrado a su nombre frente a la puerta principal. El ambiente seguía siendo tenso, pero era un comienzo. No quería abandonar la seguridad de la iglesia, pero la protección de Ivy era una navaja de doble filo. Había logrado contener su ansia de sangre durante tres años. Si sucumbía de nuevo, podía darme por muerta.
—«El concejal Trenton Kalamack acusa a la SI de negligencia en la muerte de su secretaria» —leyó en un obvio intento por cambiar de tema.
—Sí —dije recelosamente. Puse su libro en el montón de libros de hechizos para leerlo luego. Noté que tenía los dedos sucios y me los limpié en los vaqueros—. ¿No es estupendo tener dinero? Hay otra noticia en la que lo absuelven de toda sospecha de traficar con azufre.
Ivy no dijo nada, siguió pasando las hojas entre mordiscos a su magdalena hasta que encontró la noticia.
—Escucha esto —dijo—. Ha declarado: «fue un gran choque conocer la doble vida de la señora Bates. Parecía la empleada perfecta. Por supuesto, me haré cargo de la educación de su hijo». —Ivy soltó una breve carcajada triste—. Típico. —Pasó la página para leer las tiras cómicas—. Entonces, ¿te vas a dedicar hoy a hacer hechizos? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—Voy a pasarme por el archivo antes de que cierren para el fin de semana. Esto —dije señalando el periódico—, no me sirve de nada. Quiero ver qué pasó en realidad.
Ivy dejó su magdalena en la mesa arqueando una de sus finas cejas a modo de pregunta.
—Si demuestro que Trent está traficando con azufre y lo entrego a la SI se olvidarán de lo de mi contrato. Tienen una orden judicial pendiente contra él —le expliqué.
Y luego podré marcharme de esta maldita iglesia
, añadí para mis adentros.
—¿Demostrar que Trent vende azufre? —se burló Ivy—. Ni siquiera pueden demostrar si es humano o inframundano. Su dinero lo hace más escurridizo que una rana bajo la lluvia. El dinero no puede comprar su inocencia, pero puede comprar el silencio —concluyó, volviendo a coger su magdalena.
Con su bata y su pelo revuelto podría ser cualquiera de mis esporádicas compañeras de piso de los últimos años. Era desconcertante. Todo cambiaba cuando el sol estaba fuera.
—Están muy buenas —dijo Ivy cogiendo otra magdalena—. Te propongo una cosa: yo hago la compra si tú haces la cena. Para el desayuno y el almuerzo puedo arreglármelas sola, pero no me gusta cocinar.
Puse cara de comprensión y aceptación. No era que yo apreciase el fino arte de las habilidades culinarias, pero luego lo pensé mejor. Tendría que dedicarle tiempo, pero no tener que ir a la tienda sonaba genial. Incluso si Ivy se ofrecía únicamente para que no tuviese que arriesgar mi vida en la cola del súper para comprar una lata de judías, me parecía justo. Iba a cocinar de todas formas y hacerlo para dos era más fácil que cocinar para uno solo.
—Claro —dije lentamente—, podemos probar una temporada.
Ivy hizo un ruidito.
—Trato hecho.
Miré mi reloj. Eran las dos menos veinte. Mi silla crujió sobre el linóleo cuando me levanté y cogí una magdalena.
—Bueno, me voy. Tengo que buscarme un coche o algo, esto del autobús es un rollo.
Ivy dejó el periódico encima del desorden que rodeaba el ordenador.
—La SI no te va a dejar entrar sin más.
—Tienen que hacerlo, el archivo es público y no me van a atacar con un montón de testigos a los que tendrían que sobornar. Eso reduce sus beneficios —concluí con tono amargo.
El grado de elevación de las cejas de Ivy expresaba más claramente que sus palabras que no estaba nada convencida.
—Mira —dije cogiendo mi bolso del respaldo de la silla y rebuscando dentro de él—, pienso usar un hechizo de disfraz, ¿vale? Y me largo al primer signo de problemas.
El amuleto que blandí en el aire pareció satisfacerla, pero volviendo a sus tiras cómicas susurró:
—¿Te llevas a Jenks contigo?
En realidad no estaba preguntando, e hice una mueca.
—Sí, claro.
Sabía que me estaba poniendo una niñera, pero pensé que sería agradable tener compañía, aunque fuese la de un pixie.
Me hundí aun más en mi asiento en la esquina del autobús para asegurarme de que nadie pudiera mirar por encima de mi hombro. El autobús estaba atestado y no quería que nadie supiese lo que estaba leyendo.