Burlando a la parca (30 page)

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Authors: Josh Bazell

BOOK: Burlando a la parca
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No quieren matarme. Tratan de debilitarme, como los diez capullos que acuchillan al
Toro Fernando
hasta dejarlo medio muerto antes de que el torero entre siquiera en la plaza.

Para que cuando venga, Skinflick no tenga dificultad en matarme personalmente.

Con su navaja, probablemente. ¿Dónde dijo Squillante que se había estado entrenando? ¿En Brasil? ¿Argentina? Intento recordar si me han contado algo de los diversos estilos de pelea a navaja que utilizan en esos sitios. No me acuerdo.

Sé que, en realidad, en la pelea a navaja hay sólo dos filosofías fundamentales: la Escuela Realista, que sostiene que cuando se luche con alguien que sepa lo que se hace, siempre se recibirá algún tajo, de manera que hay que estar preparado para eso (se trata de los tíos que se envuelven la chupa de cuero en el brazo izquierdo antes de la pelea), y la Escuela Idealista, que cree que debe emplearse toda la energía que haga falta para no resultar herido. Procurando, por ejemplo, no poner una parte del cuerpo con la que no se vaya a atacar delante de la propia navaja.

Ambas escuelas siguen unas cuantas reglas básicas. Hay que recordar que deben lanzarse patadas y puñetazos siempre que se tenga ocasión, porque las navajas dan tanto miedo que uno se olvida del resto del cuerpo. Y mientras se tenga una navaja con buen filo, nunca debe tratarse de pinchar a nadie. Apuñalar es de idiotas. Pone al descubierto una gran parte de la anatomía y ofrece muy pocas posibilidades de causar un serio perjuicio. Dar un tajo, en cambio, es lo que debe hacerse a cualquier cosa que se ponga por delante (como los nudillos de la mano con que el contrincante sostiene la navaja), aunque lo ideal sería en la cara interior del brazo o el muslo, que es por donde pasan los principales vasos sanguíneos. Así que el rival muere desangrado, como un animal atacado por tiburones en su hábitat natural.

En principio —y porque llevo un diminuto camisón de hospital en vez de una chaqueta de cuero—, me inclino por la Escuela Idealista. Claro que también preferiría tener una navaja, cosa de la que carezco en estos momentos. Así que me pongo a considerar el problema.

Primero hago una exploración del congelador. Casquillo, sin bombilla, en el techo. Un montón de estanterías con productos sanguíneos.

A lo mejor puedo modelar un muñeco de nieve con la sangre congelada, y matar de asco a Skinflick.

Con los estantes tampoco puedo hacer nada. Están fijados a la estructura, formada por barras de hierro en ángulo que, a su vez, van soldadas a unas placas metálicas rectangulares del tamaño de un posavasos, atornilladas al suelo y al techo. Los tornillos están demasiado apretados para manipularlos, sobre todo porque estoy perdiendo rápidamente sensibilidad en la punta de los dedos, incluso en aquellos en los que no me he escupido, y se me está agarrotando la palma de la mano herida. Dar golpes en los estantes, que es difícil porque apenas hay espacio para alzar el puño, hace más ruido del que probablemente recomienda la prudencia y ni siquiera los abolla. El picaporte ni se estremece cuando empujo con los pies en la puerta.

Pienso en cómo podría pelear sólo con las manos y los pies, que según los siento ahora es como si fueran unos filetes pegados al final de mis extremidades. Sopeso la estrategia: si conviene o no estar cerca de la puerta, y esas cosas.

Pero pensar sin moverme empieza a amodorrarme de nuevo. Doy otro repaso a la estancia. Es difícil estar seguro de que haya comprobado todos los estantes cuando no veo nada y tengo tan estropeado el sentido del tacto, de modo que utilizo el antebrazo para tantear. Ahí la densidad nerviosa es menor, desventaja que compensa su mejor circulación.

Finalmente descubro que la placa que forma la base de una de las barras tiene un canto afilado. La chapa mide unos quince centímetros de ancho y cinco milímetros de espesor. Si consigo arrancarla con barra y todo, estaré en posesión de un arma bastante imponente. Pruebo haciendo fuerza con los pies en la pared. Ni hablar. Sólo sirve de recordatorio de que estoy más débil que hace media hora.

Me recuesto en los estantes para recobrar el aliento. Y si el metal me chupa calor, a la mierda. Necesito pensar en lo que debo hacer.

O en si no debo hacer nada.

¿Qué más da? Si salgo de ésta, David Locano volverá a encontrarme, y me matará. Y lo hará cuando yo esté trabajando de empleado en una gasolinera de Nevada. Dando vueltas como un tonto todo el día, porque los empleados de una estación de servicio ya no tienen nada que hacer, sólo pasar la tarjeta de crédito de los clientes.

Mientras que si muero aquí, siempre está la posibilidad de que Magdalena tuviera razón y haya otra vida. Y que luego dé la casualidad de que metan la pata y me dejen pasar, y entonces volveré a verla.

Me estoy volviendo a la vez chaveta y sombrío. Todo empieza a cobrar un matiz abstracto, y a perder importancia. Se me está yendo la cabeza.

Tengo que espabilarme.

Debo concebir un plan.

Me golpeo la cabeza contra el canto de una estantería. El dolor me despierta. Me sugiere, al menos, una
idea
.

Algo tan descabellado y estúpido, de resultado tan increíblemente incierto, que jamás lo intentaría a no ser por la pequeña esperanza que promete.

Intentarlo me hará sufrir inmensamente.

Tanto que, si surte efecto y salgo con vida, puede que hasta me lo merezca.

Si plantan ustedes el talón en el suelo y elevan la punta del pie hacia el techo, abriendo luego los dedos y manteniéndolos separados (no es tan fácil, lo sé: hace que uno reconozca su condición de primate), verán que se les forma un canal a lo largo de la parte externa de la pantorrilla, entre los músculos de la espinilla y el gemelo. Ése es el canal que espero abrirme.

Me pongo de rodillas junto a la chapa de anclaje de la barra, y aprieto contra ella la espinilla derecha para que su afilado borde se me clave en la piel justo por debajo de la rodilla. Preferiría hacérmelo en la espinilla izquierda, pero me resultaría muy difícil llegar con la mano derecha. De modo que pongo la espinilla derecha contra el borde y hago fuerza hacia abajo.

No da resultado. Apenas me he hecho un arañazo. Debo haber aflojado la presión en el último momento, evitando de manera subconsciente que se me desgarre la piel.

Me insensibilizo la espinilla con una bolsa de sangre congelada, y esta vez, al pasarla sobre el borde afilado me aprieto la pantorrilla con la mano derecha, para impedir que la pierna se resista. Sí, la pierna
intenta
oponer resistencia. Pero ahora está más debilitada, y se me abre la piel.

El dolor hace que me eche de espaldas apretándome la rodilla contra el pecho mientras hago lo posible para impedir que el grito no me salga por los ojos. Pero con el pie en esa posición observo que, de pronto, todo el empeine se me ha quedado completamente entumecido salvo por la telilla que une el dedo gordo con el siguiente. Lo que es una buena noticia: me he hecho un corte tan profundo que he segado el nervio que pasa justo por encima del músculo.

Espero cerca de un minuto para ver si también me he cortado la arteria que pasa a lo largo del nervio —es decir, si acabo de suicidarme, y puedo relajarme durante los últimos y breves momentos de mi vida—, y luego me tanteo con cuidado la herida para ver si es lo bastante larga. Lo es: una línea que me recorre las tres cuartas partes de la pantorrilla hacia el pie. Así que me doy la vuelta y la aprieto contra el suelo helado para calmarme un poco el dolor, y detener la hemorragia. No sé si va a servir de algo.

En cualquier caso, no hay mejor tiempo que el presente. Me siento poniendo bien el culo en el suelo. El escroto, que ya tenía contraído, se encoge aún más, como si quisiera lanzarme los testículos al cráneo. Introduzco los dedos de ambas manos en la herida de la pierna.

Me desgarra una nueva clase de dolor, que me llega hasta la cadera, y pienso: no podré repetir la operación. De manera que hundo los dedos entre los cálidos y fibrosos músculos.

Con lo cual, por resbaladizos que estén, se tensan como cables de acero, casi rompiéndome los dedos.

—¡Joder! —grito, separándolos con fuerza, encajando aún más los dedos de la mano derecha. Siento la pulsación de la arteria contra los nudillos.

Y entonces lo consigo: me toco el peroné. La tibia y el peroné, como creo haber mencionado, son el equivalente a los dos huesos paralelos del antebrazo. Pero con la diferencia de que el más pequeño —el peroné— no tiene la misma utilidad que el más grande. Su extremo superior constituye una parte secundaria de la rodilla, y el inferior es el hueso exterior del tobillo. Lo demás no sirve absolutamente para nada. Ni siquiera soporta peso.

Así que meto los dedos por la membrana que pasa entre la tibia y el peroné, y cojo el hueso. Tiene un diámetro tres veces más grueso que el de un lapicero, pero no es redondo. Sus bordes son afilados.

Y ahora necesito romperlo. A ser posible sin destrozarme el tobillo ni la rodilla. La sola idea me hace girar la cabeza y vomitar sobre la parte izquierda del pecho. No sale mucho, pero, vaya…, está caliente. Y de ningún modo voy a soltar los dedos del peroné.

Pero ¿cómo coño me lo voy a romper? Es duro como la piedra. Cualquier golpe capaz de fracturarlo también puede hacerlo añicos. Pienso en dar una patada contra el afilado borde del estante más bajo, pero de ese modo lo más probable es que me rompa la tibia, que forma la mayor parte de la espinilla.

Entonces se me ocurre. Me arrimo apresuradamente al estante y pongo la espinilla contra el borde con todo cuidado, lo más cerca posible del tobillo. Sin soltar mi presa subo los dedos hacia la rodilla. Luego tiro bruscamente del hueso hacia delante, partiéndolo por la parte inferior justo por encima del tobillo y sacando la parte superior del enredo de ligamentos que mantienen unida la rodilla.

Oh, Dolor.

Ay, Dolor.

Cuando el sudor te chorrea por todas partes aunque te encuentres en un congelador, comprendes que quizá has llevado las cosas demasiado lejos.

O cuando empuñas un cuchillo que te acabas de fabricar con un hueso de la espinilla.

Finalmente se abre la puerta, y alguien dice:

—Sal fuera.

No me muevo. Estoy apoyado de espaldas contra la estantería del fondo, tratando de mantener abiertos los ojos llenos de lágrimas para habituarlos cuanto antes a la luz, que ahora mismo es una deslumbrante pared de violenta blancura. Tengo el cuchillo oculto junto a sus primos bajo el antebrazo derecho.

Aparece la silueta de un hombre con una pistola que insiste:

—He dicho que salgas… ¡La leche
puta
! —Hace una pausa y dice—: Está ahí atrás, señor Locano. Pero está cubierto de sangre.

Tras él aparecen más hombres armados, que se quedan mirando.

—¡Ah, joder! —exclama uno de ellos.

Entonces oigo la voz de Skinflick. La reconozco, aunque es más áspera que antes. Más profunda, y con un nuevo y extraño silbido.

—Sacadlo de ahí —ordena.

Nadie hace nada.

—Sólo es una hepatitis —digo yo—. Es probable que no os contagiéis sólo con tocarme.

Los sicarios retroceden de la puerta.

—Que os den por culo a todos —les dice Skinflick.

Aparece ante mi vista. No lo distingo muy bien porque está a contraluz y sigo teniendo los ojos jodidos. Pero no ofrece buen aspecto. En realidad es como si hubieran dado a montar un juego de Adam Locano a un niño de cuatro años, cuando está recomendado para mayores de nueve. Tiene la cabeza a la virulé.

Tendría que decir algo. Estoy desnudo, salvo por la sangre. Mía y de la bolsa con que sin necesidad me he untado por todo el cuerpo para desviar la atención de mi pierna izquierda, y del torniquete que me he fabricado con el camisón. Hay sangre por toda la estancia.

No sé si eso inquieta a Skinflick. Entra esgrimiendo la navaja, que sostiene con el brazo cruzado sobre el pecho. Tiene una hoja serpenteante, con un dibujo a los lados, así que probablemente es de Indonesia.

No se le da mal. Mueve la navaja continuamente, formando una especie de nube de electrones defensiva. Pura Escuela Idealista. Pero en cuanto me ve el cuchillo —digno producto de mi carne y de mi sangre— se para en seco y retrocede con un respingo de miedo y sorpresa, dejándose al descubierto el costado derecho.

—Joder, Skinflick —le digo.

Se lo clavo justo por debajo de la parte derecha de la caja torácica, dirigiéndolo hacia arriba por el orificio natural del diafragma, de modo que el rugoso extremo de mi peroné le revienta la aorta antes de detenerse en el interior de su palpitante corazón.

Palpitante hasta ese momento, quiero decir.

24

El siguiente recuerdo que tengo es el de despertarme. Y después me acuerdo de haber pensado:
Para ser un tío que se queja continuamente de falta de sueño, te despiertas un montón de veces
.

Estoy en una cama del hospital. El Profesor Marmoset está sentado en la butaca junto a la cabecera, leyendo y subrayando lo que parece un artículo de una revista.

Me llama la atención, como siempre, su juvenil aspecto. El Profesor Marmoset es una de esas personas cuya eterna juventud viene de estar más informado y ser más inteligente de lo que, digamos, yo mismo seré nunca, además de tener una cabellera verdaderamente poblada. Pero no puede ser mucho mayor que yo.

—¡Profesor Marmoset! —exclamo.

—¡Ishmael! Te has despertado. Bien. Tengo que marcharme ya.

Me incorporo. Tengo una sensación de mareo, pero me apoyo en el brazo.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —le pregunto.

—No tanto como crees. Unas horas. Cuando terminamos de hablar cogí un avión. No debes incorporarte.

Me tumbo. Me retiro la manta. Tengo la pierna derecha envuelta en un abultado vendaje. Sigo teniendo manchas de sangre seca por todo el cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto.

—La cirugía se te da mejor de lo que recordaba —observa el Profesor Marmoset—. Eso de la chica que resultó no tener osteosarcoma ha sido impresionante. Discutimos un caso como ése una vez, me parece. Pero la autofibulectomía ha sido verdaderamente genial. Tienes que escribir un artículo para el
New England Journal
. O al menos para la revista de la Protección Federal de Testigos.

—¿Qué ha pasado con esos tíos?

—¿Los mafiosos?

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