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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (24 page)

BOOK: Cadenas rotas
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—¡Mira! —jadeó Gaviota—. ¡Mira! ¡Gracias, Chaney!

Antes de que nadie pudiera parpadear, Gaviota corrió hacia Chaney, rodeó su blanca cabeza con las manos y la besó en los labios. La anciana druida se echó a reír y sus labios dejaron escapar chorritos de saliva junto con la carcajada, pero a Gaviota le daba igual. El leñador soltó una risotada de puro deleite mientras hacía girar su pie derecho de un lado a otro y lo movía hacia atrás y hacia adelante.

—¡Esto es maravilloso! ¡No siento ningún dolor! ¡Y se mueve tan bien, con tanta flexibilidad! Puede que esté un poquito rígida, pero...

Chaney seguía sonriendo.

—Es normal. Tus músculos han estado años sin ser utilizados. Un poco de tiempo, algunos meses, y estarán como nuevos...

Mangas Verdes se había echado a reír ante el deleite de su hermano.

—¿Ves? —exclamó—. ¡Ya te lo había dicho! ¡Hace milagros! Y si continúo estudiando, algún día seré capaz de obrar esos mismos prodigios... Eso espero —añadió.

—Te creo, Verde. Me he convertido. ¡La magia también puede ser usada para cosas buenas! —Gaviota le revolvió sus rizos castaños, como hacía cuando Mangas Verdes era pequeña, y los dos se echaron a reír—. A partir de ahora seré bueno, y no volveré a acusar a quienes pueden usar la magia de difundir el mal y de buscar únicamente el poder.

—Ya lo veremos —murmuró Chaney.

Pero la anciana druida también estaba sonriendo.

* * *

El buen humor se fue extendiendo por todo el grupo mientras hablaban alrededor de la hoguera del campamento hasta bien avanzada la noche. El tiempo había seguido siendo tan agradablemente cálido como a comienzos de la primavera. Mangas Verdes sabía que aquello era obra de Chaney, que había encantado la meseta..., o, como lo habría expresado ella, «había animado al tiempo a seguir siendo bueno», pues nunca provocaba nada por la fuerza. Mangas Verdes amaba la idea de dispensar la magia con delicadeza y dulzura en todas las ocasiones, pero a veces se preocupaba pensando si sería capaz de mantenerse fiel a ella.

—Chaney nos dice que existen cuatro etapas de la conjuración...

—Eso pienso, querida. Otros podrían tener opiniones distintas —intervino la anciana druida, que estaba sentada con los ojos cerrados como si durmiera. Chaney soltó una risita—. Seguramente muchos dirían otras cosas. Nada provoca más discusiones que el intento de codificar la magia.

—Sí, bueno... —siguió diciendo Mangas Verdes—. La primera etapa es conjurar desde lejos algo que has tocado directamente y que has manipulado y llegado a conocer. La siguiente es conjurar a tu propia persona allí, en el sitio por dónde has caminado antes: eso es lo que los estudiantes llamáis deslizarse. Después de eso, puedes aprender a conjurar algo que no has tocado, pero que eres capaz de imaginarte. Finalmente, puedes conjurar tu persona a un lugar en el que nunca has estado, y a eso se le llama caminar entre los planos.

Mangas Verdes recorrió con la mirada el círculo de rostros que el fuego volvía de color bronce. Chaney, Gaviota, Lirio, Tybalt, Kwam, Daru, Ertha, Kamee y uno de sus bibliotecarios estaban allí. Rakel, que no era estudiante de la magia ni de las tradiciones populares, estaba un poco separada de los demás, sentada allí donde terminaba la luz de la hoguera, y contemplaba el resplandor del cielo. Mientras los demás tenían el rostro enrojecido por estar cerca del fuego, la luna llena que derramaba su claridad sobre el rostro de Rakel la empalidecía, como si fuera un fantasma sentado entre ellos, un espectro al que no se podía ver ni oír.

En el centro del círculo, encima de una roca, estaba el cerebro verde, que en aquel momento fingía ser una linterna de un verde amarronado salpicada de manchitas. La cosa seguía parloteando, por supuesto, pero en voz muy baja. Tybalt le había pedido que asumiera aquella forma, pues le encantaba someter a prueba las capacidades del cerebro.

—Espada —dijo, rozando la linterna con un dedo.

La forma de linterna se derritió siseando igual que una serpiente, como si se fundiera por estar demasiado cerca del fuego, y después se alargó y fluyó hasta adquirir la forma de una espada. Pero en su punta había una diminuta boca roja que seguía hablando en susurros. Tybalt se rió, y los demás se limitaron a ignorar el espectáculo.

Mangas Verdes terminó su exposición.

—Yo puedo conjurar cosas que me sean familiares. Lirio sólo ha hecho una conjuración hasta el momento, pero también puede volar, algo que ninguno de nosotros es capaz de hacer. ¿O tú puedes volar, Chaney? —La anciana druida se limitó a menear la cabeza—. Chaney piensa que pronto estaré preparada para la siguiente etapa, y que no tardaré en poder conjurar mi persona a otro lugar. Yo no estoy tan segura de ello, pero...

—Pero ¿qué? —preguntó Gaviota—. Estás divagando, Verde. ¿De qué no estás segura?

Mangas Verdes no respondió. El miedo y la incertidumbre, que nunca estaban muy lejos, volvieron de repente. No se atrevía a enviar su mente a otros lugares porque temía perderla. La locura flotaba encima de su hombro igual que una arpía.

Y Mangas Verdes había aprendido lo suficiente sobre sí misma y la magia para saber que a menos que venciese ese temor, nunca llegaría a ser una auténtica hechicera.

—¿Verde? —preguntó su hermano.

Mangas Verdes volvió a la realidad y salió de su ensimismamiento. No era el momento más adecuado para exponer su miedo a la locura, no cuando todo el mundo confiaba en ella... Pero aun así Mangas Verdes solía tener la sensación de que era un fraude, porque estaba ofreciendo esperanzas que tal vez nunca llegaran a materializarse.

—Eh... Bueno, de todas maneras, si mis... estudios van bien, seré capaz de... deslizar a todo el ejército a otro lugar.

—¿Y de qué forma nos ayudará eso a capturar hechiceros? —preguntó Gaviota—. No te olvides de nuestro objetivo. Cuando lo hagas, ¿podrás hacernos aparecer al lado de algún bastardo de puños de hierro al que podamos aplastar?

Mangas Verdes no se enfadó ante la crítica implícita en las palabras de su hermano. Estaba acostumbrada a que Gaviota hablara con toda claridad.

—Quizá. A veces, si tienes un objeto que un hechicero ha marcado, puedes seguir su rastro a través de esa señal y encontrar al hechicero. Pero digamos que encontramos un hechicero. Entonces, si podemos usar el cerebro verde para capturarlo...

—¿Cómo?

Mangas Verdes empezó a irritarse un poco.

—¿Quieres dejar de interrumpir? Nosotros... Bueno, todavía no lo sabemos. Sabemos que esa cosa tiene un gran poder. Si dieras con la orden adecuada, podría hacer bajar las lunas del cielo. Pero todavía tenemos que descubrir exactamente cómo someter a los hechiceros...

—Eso es como encontrar una roca de diez toneladas colocada en una catapulta y no saber dónde está la palanca que la dispara. ¿De qué nos sirve...?

—¡Cállate de una vez, Gaviota! ¡Encontraremos la palanca! ¡Necesitamos tiempo! ¡La magia es una ciencia muy imprecisa!

Su hermano dejó escapar un ruidoso suspiro, pero pasó al asunto siguiente.

—Piénsalo un poco: incluso si puedes llevarnos a cualquier sitio y conseguimos atrapar a un hechicero, eso es como aplastar de un pisotón a una cucaracha en una letrina. Habremos detenido a uno mientras un centenar siguen por ahí arruinando las vidas de la gente.

—Hemos de empezar por algún sitio —dijo Mangas Verdes, y suspiró.

Tybalt cogió la espada verde, la examinó bajo la luz amarilla de las antorchas y volvió a dejarla en el suelo.

—Martillo de guerra.

El cerebro fluyó y se dobló sobre sí mismo, y se convirtió en un martillo de cabeza cuadrada y mango largo que tenía un pincho y una boca roja que seguía parloteando. Tybalt lo empuñó y lanzó un golpe contra un enemigo imaginario.

El silencio se prolongó. El júbilo del consejo se evaporó cuando comprendieron la tremenda magnitud de su tarea. La noche pareció susurrarles que podían ir dando tumbos de un lado a otro, dirigiendo un ejército y cazando hechiceros, hasta que fueran viejos y estuvieran llenos de canas.

Mangas Verdes acabó rompiendo el silencio.

—¿Qué estás haciendo, Tybalt? —preguntó.

—¿Eh? ¡Oh! ¡Nada, sólo hacía experimentos! —El narigudo estudiante ya hervía de entusiasmo—. Quizá lo que necesitamos es un arma. Una espada o... ¡Una lanza, tal vez! Quizá si golpeas a un hechicero con ella, si la arrojas contra ellos... Bueno, puede que eso les obligue a obedecerte. Existen leyendas similares.

Nadie se acordaba de ninguna, pero nadie discutió su afirmación.

Gaviota flexionó su pierna derecha, todavía jugando con su nueva libertad de movimientos.

—Bueno, no podemos esperar a que camines entre los planos o lo que sea, Verde. Ya va siendo hora de seguir adelante. Vamos a ponernos en movimiento.

—¿Nos marchamos de aquí? —preguntaron varias personas.

—Sí. Rakel ha hecho maravillas con el ejército. Lo ha convertido en una máquina de guerra tan cortante como una espada y tan unida y firme como el parche de un tambor. Lo único que necesitamos hacer ahora es entrenarnos cada día e ir creciendo en número, pero Rakel dice que podemos enfrentarnos a cualquier grupo de nuestro tamaño, o incluso más grande. Y supongo que ella entiende de estas cosas... Además, ya nos hemos comido, salado o curado cada pedazo de carne que hay en esta meseta, así que ha llegado el momento de que nos vayamos. Podéis hacer vuestros estudios por el camino, pero tenemos que decidir hacia dónde vamos.

—No hay donde elegir. —El susurro enronquecido de Chaney los sobresaltó a todos—. Vinisteis del sur. Las montañas del oeste son demasiado altas para que puedan ser atravesadas, y las mesetas del este no ofrecen nada, así que debéis seguir en dirección norte. Allí el nivel del suelo va bajando lentamente hasta que se convierte en una zona de malas tierras.

—¿Malas tierras? —preguntaron media docena de voces.

—Sí. Hay cañadas y colinas bastante altas, algunas de casi un kilómetro de altura... Llevan años sin ser exploradas, y probablemente rebosen maná. Mangas Verdes y Lirio pueden irlo recolectando para usarlo en el futuro. Y también hay ruinas y cavernas que explorar... Entregarán muchos secretos.

—Casco —murmuró Tybalt, que estaba inclinado sobre el cerebro convertido en martillo de guerra.

—¿Puedo preguntar cuál es nuestro destino final? —exclamó Gaviota—. ¿Tenemos siquiera uno? ¿Durante cuánto tiempo viajaremos, recolectando maná y esperando que llegue la ocasión de poder dar una buena paliza a un hechicero?

Mangas Verdes frunció los labios. Gaviota la miró fijamente, continuamente sorprendido ante lo mucho que había crecido y cómo había madurado desde que llegó a aquella meseta encantada. Era como si fuese una persona totalmente distinta, y sin embargo la misma de siempre. Era como su rodilla, que había pasado a ser vieja y nueva a la vez.

—Tendremos que acabar encontrando un hogar, un sitio en el que podamos hacernos fuertes e ir consiguiendo cada vez más seguidores. Si nos instalamos en una zona poblada, habrá que construir un castillo o una fortaleza, y luego podremos hacer que las gentes de ese lugar nos respalden e ir extendiendo nuestro...

—¿Estás loca? —Gaviota movió las manos de un lado a otro—. ¡Por todos los Eternos, eso nos convertiría en señores de la guerra! ¿Vamos a esclavizar a la gente, tal como hacen otros hechiceros? ¿Cómo puede estar bien si eres tú quien lo hace, pero mal si son ellos quienes lo hacen?

Mangas Verdes puso los ojos en blanco.

—¡Piensa, hermano! No podemos pasarnos toda la vida vagabundeando de un lado a otro. ¡Tú mismo lo has dicho! Y si encontramos gentes que nos den la bienvenida, no como conquistadores sino como amigos, podemos pacificar un valle o incluso una comarca entera, imponiendo la paz y haciendo que perdure.

Gaviota dejó de tratar de discutir con ella y se frotó el rostro con las dos manos. El tejido cicatricial de su mano izquierda dejó una sensación de frío en su cara cuando la tocó, y el leñador se preguntó si Chaney realmente podía regenerar sus dedos. Llevaba tanto tiempo con siete, que se sentiría torpe teniendo diez.

Tybalt soltó una risita. El cerebro verde había formado un casco, redondo y plano, aunque tan lleno de arrugas por la parte de arriba como si siguiera siendo un cerebro. El estudiante lo cogió, examinó su interior y se lo puso.

Y no se dio cuenta de que el casco carecía de boca roja y que, por primera vez desde que lo habían descubierto, el cerebro verde guardaba silencio.

Gaviota se levantó.

—Muy bien, olvidémonos de los planes a largo plazo por el momento. Mañana pondremos en movimiento al ejército. Rakel... ¿Dónde se ha metido Rakel?

Todos miraron a su alrededor, pero no la vieron. Rakel se había esfumado igual que si fuese un espectro.

Y entonces todos dieron un salto cuando Tybalt gritó con un penetrante alarido que le dejó la garganta en carne viva.

Tybalt se debatió, aulló y lanzó patadas con tal violencia que casi derribó a Gaviota mientras se agarraba el casco que llevaba en la cabeza. Su boca echaba espuma y sus ojos rodaban en las órbitas. El estudiante aulló y aulló, y siguió aullando.

Gaviota apartó las manos de Tybalt del casco mientras mascullaba una maldición y lo agarró por el borde para sacárselo. El leñador tiró, volvió a tirar y soltó una nueva maldición..., esta vez motivada por el miedo.

—¡Está atascado! ¡No quiere salir! ¡Ayúdame, Verde!

Pero la joven hechicera estaba temblando, paralizada por el temor. Allí estaba: la locura en su estado más puro, el mayor de todos sus miedos, materializado por el artefacto mágico más poderoso que jamás hubiera existido. ¡Y ella lo había tocado, y lo había tenido en sus manos!

Gaviota siguió tirando y soltando juramentos.

—Rakel, entonces... ¡Maldición! ¿Dónde está Rakel?

* * *

La guerrera no estaba demasiado lejos, y se encontraba a medio kilómetro de ellos. Rakel se arrodilló sobre las húmedas hojas del invierno, desenvainó su espada y la invirtió. Agarró firmemente la empuñadura con las dos manos y apoyó la punta en su pecho, justo debajo de las costillas del lado izquierdo. Sus brazos se tensaron mientras se preparaba para empujar la hoja e introducirla en su cuerpo hasta que llegara al corazón.

Una luna llena que acababa de empezar a subir sobre el horizonte iluminó el cielo azul por entre los árboles.

—Mi trabajo ha terminado. Adiós, Hammen, hijo mío... Que crezcas lleno de fuerza.

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