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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (10 page)

BOOK: Cadenas rotas
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Y entonces el caballo, que había sido arrojado al aire un instante después que los dos hombres, cayó sobre ellos.

Gaviota sintió cómo la montura chocaba con los árboles junto a él, cayendo tan cerca que las crines llenaron su boca con una masa de ásperos pelos empapados de sudor. La carne de caballo expulsó el aire de sus pulmones, y el leñador sucumbió al pánico. El peso muerto siguió cayendo, medio enterrándole y oprimiéndole contra las ramas mientras el caballo seguía coceando y debatiéndose. Gaviota intentó liberarse sin que sus esfuerzos sirvieran de nada mientras pensaba que el pánico le daba las fuerzas suficientes para mover a un mamut, pero sólo consiguió aferrar ramitas que se partieron entre sus dedos.

Y mientras se ahogaba en las coníferas y la carne de caballo, la cabeza de Gaviota chocó con algo que era duro y blando a la vez, y el leñador dejó de ser consciente de cuanto le rodeaba.

* * *

Mangas Verdes se aferró a Lirio —que estaba tan flácida como un calcetín, y apenas respiraba— y a su tejón, y a la sucia alfombra que les daba su precario sostén encima del montículo de tierra que amenazaba con desmoronarse a cada momento.

Pero todo estaba siendo arrojado de un lado a otro como paja bruscamente separada del grano. Para lo que iba a obtener de ello. Mangas Verdes bien podría haberse agarrado al cadáver del tejón gigante, o al efrit, que temblaba y ondulaba como la llama de una vela a punto de ser extinguida por el tornado que se alzaba sobre todas las cosas; o a Karli, que daba tumbos y giraba locamente por encima del bosque, aullando y tirando de su piel para arrancar las sanguijuelas, con sus largas uñas causándole tanto daño como las alimañas chupadoras de sangre.

Y entonces Lirio, el tejón, la alfombra y la tierra se deslizaron por entre sus dedos, pues estaba cayendo.

No había tiempo para conjuros...

Mangas Verdes chocó con los troncos.

Sólo sus gruesas ropas de lana la salvaron de sufrir lesiones fatales. Su capa se había enredado alrededor de su cabeza, y Mangas Verdes sintió que un centenar de deditos de madera tiraban de ella y le desgarraban la tela en vez de la piel. Su cabeza chocó con algo y empezó a dolerle. Un instante después Mangas Verdes se olvidó de ese dolor cuando su pie se hundió en un agujero y su cuerpo fue desplazado bruscamente en sentido opuesto. Mangas Verdes aulló al sentir cómo se le rompía el tobillo, y el dolor recorrió todo su cuerpo como una gigantesca ola, aturdiéndola y precipitándola en la oscuridad.

* * *

Los ojos de Norreen fueron los únicos que contemplaron el final de la incursión de Karli.

El feroz céfiro surgido de la nada había alzado en vilo a la guerrera y luego la había vuelto a depositar en el suelo a quince metros de distancia, bajándola con tanta suavidad como si fuese un vilano. Aun así, la experiencia de haber volado por los aires sobre un viento asesino la había dejado aturdida y con las rodillas temblorosas, y Norreen buscó a tientas el sostén de un tronco cercano.

Desde aquel lugar presenció el descenso de la hechicera del desierto. Otras personas —tanto las que obedecían a Karli como las de aquel ejército— se arrastraban lentamente por el campamento, o estaban sentadas con la cabeza apoyada en las manos, o permanecían inmóviles para no volver a moverse nunca más, con el aliento aspirado de sus cuerpos y los corazones detenidos. Incluso una gigantesca ogresa envuelta en harapos yacía con el rostro pegado al suelo, gimiendo, la espalda rota por un tocón de árbol que había vagado de un lado a otro.

Karli se había convertido en un horror salpicado de manchas rojas. Se había arañado la piel y se había arrancado los cabellos, y había desgarrado sus ropas para librarse de las horrendas sanguijuelas, aunque de hecho éstas habían empezado a morir apenas fueron sacadas de las aguas de su distante pantano. Furiosa, casi histérica de puro aborrecimiento y dominada por un irresistible deseo de salir de allí, la hechicera se abrió paso a través de los restos del campamento y fue hacia la tienda de Mangas Verdes.

Los arcones cubiertos de tallas, abiertos o hechos añicos, estaban esparcidos alrededor de un agujero que no se encontraba allí hacía unos instantes. Todo estaba cubierto de tierra. La hechicera cavó y hurgó en la confusión, arrojando objetos en todas direcciones mientras su búsqueda se volvía más frenética a cada momento que pasaba.

Norreen permaneció inmóvil, observando y haciéndose preguntas. La hechicera parecía tener una meta bien definida, algún tesoro que anhelaba, pues no se detenía para analizar nada de cuanto iba encontrando, sino que se limitaba a arrojarlo lejos para seguir cavando en el amasijo de restos..., y de repente Karli se quedó inmóvil, atónita ante su buena suerte.

Norreen contuvo el aliento.

La hechicera había encontrado una caja rosada del tamaño de una calavera. El objeto estaba recubierto por extrañas bandas de refuerzo, o —resultaba difícil estar segura— tenía casi todos sus lados adornados con volutas y medallones, algunos cuadrados y otros ovalados. Karli dejó escapar una alegre carcajada mientras estrujaba el artefacto contra su pecho.

Y entonces el objeto cayó por entre sus dedos.

Norreen dio un respingo. Por un momento le había parecido como si la mujer lo hubiese dejado caer en su nervioso entusiasmo. Pero no era así. La guerrera lo había visto con sus propios ojos.

La extraña caja se había escurrido entre sus dedos como si fuera de humo.

Karli se inclinó, perpleja y sin entender nada. Intentó levantar el objeto, pero no consiguió cogerlo. Sus manos eran tan incapaces de tocar la caja como de levantar el agua. Karli, cada vez más frenética, movió las manos una y otra vez a través de la imagen de la caja. Pero era inútil.

Enfrentándose a la magia con la magia, Karli acarició los botones que cubrían su maltrecha chaqueta y entonó un hechizo detrás de otro. Cada vez que hablaba intentaba agarrar la caja, y cada vez fracasaba. Lágrimas de frustración brotaron de sus ojos. Norreen comprendió que la hechicera había encontrado un magnífico tesoro..., y acababa de descubrir que no podía llevárselo consigo.

Pero... ¿Sería posible que la caja no quisiera ir con la hechicera, y que se hubiera vuelto intangible?

Karli, cada vez más furiosa, golpeó el suelo con los pies y lanzó feroces patadas al artefacto fantasmal. La hechicera echó la cabeza hacia atrás, y gritó con toda la potencia de sus pulmones hasta que se acordó de su situación. Muchos supervivientes esparcidos por el campamento, tanto defensores como incursores, habían vuelto la mirada hacia ella. Un par de soldados del ejército que había atacado empezaron a hablar en voz baja y buscaron una ballesta...

Lanzando a la caja una última mirada en la que había tanto desprecio como anhelo, Karli se puso en pie, se envolvió los hombros con los restos de su capa de plumas amarillas y empezó a ascender por el cielo para alejarse en un veloz vuelo.

Norreen, que era una veterana de muchas batallas, enseguida se dio cuenta de que había dejado abandonadas a sus tropas. Le habían fallado, por lo que las dejaba allí sin importarle lo que pudiera ser de ellas.

«Malditos sean todos los hechiceros», pensó.

Después suspiró, se incorporó y atravesó el claro. Tenía que encontrar a aquel hombretón del hacha. Parecía saber lo que estaba ocurriendo, y probablemente podría llevarla hasta Gaviota el leñador.

«Y también he de encontrar a esa pequeña hechicera», añadió mentalmente. A pesar de su mísero atuendo de huérfana sin hogar, debía de ser la famosa Mangas Verdes.

Con un poco de suerte, podría matar a Gaviota y a Mangas Verdes antes de que el ejército hubiera logrado recuperarse.

Y volver a Benalia.

Y recuperar a su hijo cautivo.

_____ 5 _____

—¡Eh, soldado! ¡Despierta! ¡Vamos, despierta de una vez!

Aturdido y medio inconsciente, con el cráneo pareciendo a punto de partírsele por la mitad de un momento a otro, Gaviota fue saliendo lentamente de un pozo oscuro para volver a la pálida luz del sol invernal. Los bordes del pozo todavía se alzaban sobre él con sus contornos irregulares y temblorosos, y el leñador los contempló en silencio hasta que se acordó de que aquellos objetos tan extraños eran troncos de coníferas. Oh, sí, había habido otra batalla. ¿Habían ganado, o habían perdido? Gaviota pensó que le gustaría ganar alguna vez, sólo para saber qué se sentía.

Y entonces se acordó de que Mangas Verdes había sido arrastrada hacia los cielos. Y Lirio también había sido llevada con ella. ¿Estaban...?

Norreen volvió a sacudirle y tiró de la única bota que le quedaba.

—¡Eh, chicarrón! ¿Qué haces ahí dentro? ¿Estás vivo, o te has muerto?

—No...

Gaviota tosió y escupió unas cuantas agujas de conífera. Se irguió y sintió un millar de arañazos, como picaduras de insectos. Se limpió el rostro con las manos, resbaló sobre unas cuantas ramas más y se hundió un poco para acabar chocando con algo frío y rígido.

Un caballo muerto.

Gaviota fue liberándose con lenta torpeza de las coníferas que lo aprisionaban, sintiendo los miembros tan tiesos y envarados como la montura muerta, y logró trepar por encima del caballo marrón. Debajo del caballo yacía un jinete vestido de azul con un tocón de árbol cubierto de sangre asomando a través de su pecho. Los tres se hallaban sostenidos por un nido de troncos aplastados. La mujer vestida de cuero le había despertado, y Gaviota vio cómo le ofrecía su mano enguantada y tiraba de él hasta liberarle de la trampa de madera.

—Gracias —murmuró—. ¿Has visto a mi hermana? ¿Y a la mujer de blanco? ¿Y mi bota?

«Ah —pensó Norreen—. Este buey estúpido es el hermano de Mangas Verdes, la hechicera.» Por eso mandaba a unos cuantos hombres, o tal vez desempeñara las funciones de un guardia personal. Probablemente llevaba un hacha de leñador para imitar al famoso general de aquel ejército. Parecía robusto y duro, pero torpe: tenía docenas de cicatrices, y le faltaban tres dedos de la mano izquierda. Norreen pensó que era una suerte que le hubiera salvado la vida, ya que eso podía hacer que Mangas Verdes le estuviese agradecida y tal vez la ayudaría a acercarse a ella.

—Sí —respondió—. Está más adentro del bosque. Te he sacado de aquí para que podamos sacarla a ella.

—Oh, gracias. Eres muy amable —farfulló el leñador.

Sus labios estaban magullados, hinchados y en carne viva. De hecho, todo su rostro estaba cubierto de costras y arañazos, y la resina y las agujas de las coníferas que se le habían metido dentro de la camisa hacían que sintiera unos picores terribles. En aquel momento Gaviota deseaba un baño más que ninguna otra cosa, pero Mangas Verdes y Lirio tenían prioridad.

—Me has salvado la vida, y te lo agradezco —siguió diciendo—. Y también eres una gran guerrera... Fue como si bailaras por entre esos caballos, y no hubo ni un solo momento en el que corrieras peligro de que te hiriesen. ¿Cómo es que hablas nuestra lengua, cuando ninguno de los combatientes de esa hechicera morena la hablaba?

Los elogios hicieron que Norreen se sintiera invadida por una oleada de orgullo, aunque no era una gran guerrera sino una simple combatiente que nunca había destacado demasiado..., y además estaba gorda y lenta, y en aquel momento los músculos le temblaban y aullaban de dolor por todo su cuerpo. Pero en cuanto al resto, ¿qué había querido decir? ¡Ah! Pensaba que había sido conjurada por la hechicera. Muy bien, pues que siguiera pensándolo.

—Eh... Se me llevó de los confines de su tierra, allí donde termina el desierto.

—Así que tú también andas perdida, ¿no?

Gaviota empezó a buscar su bota y su hacha, y las encontró debajo de un montón de restos de coníferas. El leñador se abrió paso por entre los árboles, yendo hacia el claro del campamento. Norreen vio que cojeaba a causa de una lesión en la rodilla derecha, que parecía estar lisiada.

—Bien, lo lamento —siguió diciendo Gaviota—, pero no estás sola. Todos somos víctimas de los hechiceros, y todos estamos intentando volver al hogar.

Oír la palabra «hogar» hizo que Norreen sintiera una punzada de dolor en el corazón.

—Necesito hablar con Gaviota el leñador —dijo mientras le seguía, haciendo crujir los guijarros y ramitas bajo sus botas.

El hombre que caminaba delante de ella dejó escapar un bufido.

—¿Por qué?

Siguió avanzando hasta salir de entre los árboles. Casi todo el mundo estaba ocupado al otro lado del claro, allí donde la formación de los soldados había sufrido tantos estragos. Los seguidores del campamento gemían, inclinados sobre sus esposos muertos y unas cuantas esposas.

—Está haciendo un pésimo trabajo como general —dijo Gaviota con amargura—. Tendría que haber seguido dedicándose a cortar ramas.

El hombretón fue hacia el grupo más numeroso sin decir ni una palabra más, y Norreen le siguió. Soldados y seguidores del campamento estaban arrastrando cadáveres por encima del suelo y los colocaban en unas largas hileras. Hombres y mujeres lloraban, maldecían o trabajaban en silencio. Amma, una samita, líder de un abigarrado grupo de curanderos y sanadores, daba órdenes sobre qué heridos debían ser llevados a qué sitios. El hombretón permaneció inmóvil con su hacha al hombro hasta que la curandera vestida de blanco le llamó con un gesto de la mano.

Yaciendo en el suelo estaba Tomás, quien primero había sido un orgulloso sargento en sus cohortes rojas y había pasado a convertirse en uno de los líderes de batalla de aquel variopinto ejército primero, y en un agonizante después. Una gran herida relucía con destellos rojos en el nacimiento de su pelo. Sus ojos se alzaban hacia el sol, pues estaba ciego. Pero todavía conservaba una gran parte de la fuerza que siempre le había distinguido, y aún le quedaban las energías suficientes para agarrar la mano de Gaviota y tirar de ella.

—¡Gaviota! —gritó el agonizante, como si ya estuviera muy lejos de allí—. ¡General! ¿Puedes oírme?

Los ojos de Norreen estuvieron a punto de salirse de sus órbitas cuando el hombretón se inclinó sobre el soldado. Manos rojas mancharon su chaleco de cuero y buscaron a tientas su rostro moreno. Cuando respondió, Gaviota también lo hizo a gritos.

—¡Estoy aquí, Tomás! Estoy aquí... Siento que te hirieran, Tomás. Yo he tenido la culpa de todo.

El ciego se medio incorporó, aferrándose desesperadamente a Gaviota.

—¡No! ¡No, no es verdad! Estás haciendo todo cuanto puedes... ¡Luchas en defensa del bien! ¡No lo olvides nunca! Nos estás ayudando, nos ayudas a volver a casa... ¡Te necesitamos, Gaviota, y también necesitamos a tu hermana! Tu causa es buena...

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