Cadenas rotas (12 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
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—¿Inútil? —preguntó una vocecita estridente.

El ladrón de piel gris verdosa, una diminuta silueta que le llegaba a la cintura a un adulto, asomó por detrás de un haz de ramas y amenazó a Gaviota blandiendo una gran cuchara.

—¡No soy un inútil! ¿Quién hizo huir a los lobos...?

—¡Eh! —le interrumpió un cocinero—. ¡Esa cuchara es mía!

Sorbehuevos soltó un balido ahogado y giró sobre sus talones para echar a correr, derribando un trípode de hierro y derramando todo un caldero de sopa encima de la hoguera y extinguiéndola. El trasgo se esfumó en la oscuridad, saltando y frotándose la pantorrilla con el cocinero detrás de él.

En circunstancias normales todos se habrían echado a reír, pero estaban demasiado cansados. Gaviota se limitó a suspirar.

—Quizá ése es nuestro problema. Nuestro amuleto de la buena suerte es la mala suerte personificada... ¿Dónde estaba? Oh, sí...

Algún tiempo después, Gaviota había entrado a formar parte del séquito de un hechicero que viajaba con una caravana de carros. La razón, como había acabado sabiendo, era que aquel hombre tenía el poder de hipnotizar y mentir como una cobra. Después, casi demasiado tarde, descubrieron que el hechicero Liante se había dado cuenta de que Mangas Verdes tenía poderes mágicos ignorados, y había planeado sacrificarla..., así como a Lirio. Su plan no había podido salir peor, pues las dos hechiceras carentes de adiestramiento y los abigarrados compañeros de Gaviota le dieron una buena paliza e hicieron que Liante tuviese que huir para salvar su vida.

Aunque sólo después de que muchos, muchos inocentes hubieran muerto.

—Así que, dejando aparte a Lirio y a mi hermana, los hechiceros sólo nos han causado dolores y sufrimientos. Son como tiburones, o chacales, o dragones... Luchan entre ellos y se comen la magia de los otros hechiceros para llegar a ser más fuertes. Los mortales sólo somos ganado que utilizar, de la misma manera en que los dioses utilizan a los hombres. Pero estas reses que tienen delante han decidido que no se dejarán utilizar.

»Este ejército —y Gaviota alzó las manos para abarcar a toda la abigarrada masa de combatientes y seguidores del campamento— está formado por víctimas de las rapiñas de los hechiceros, y todos nos hemos jurado dedicar nuestras vidas a encontrar hechiceros y detenerlos.

»Y mientras lo hacemos, también tratamos de encontrar el camino de vuelta a nuestros hogares..., si podemos. Los hechiceros no vacilan ni un instante a la hora de arrancar personas o animales de sus hogares y lanzarlos al centro de una batalla que se libra a centenares de leguas de distancia, para abandonarlos y huir después cuando el discurrir del combate empieza a serles desfavorable. Los Dominios son tan vastos que ningún mapa puede contenerlos, por lo que pueden pasar años antes de que algunos de nosotros encuentren sus hogares..., o tal vez no los encuentren nunca. Y muchos, como el pobre Tomás, nunca los encontrarán. Y por eso tenemos cartógrafos que dibujan mapas de todos los sitios a los que vamos e interrogan a todas las personas con las que nos encontramos, y bibliotecarios, que examinan las historias, rumores y cuentos buscando las verdades que puedan contener e intentan obtener un mapa completo a partir de ellas.

»Pero no resulta fácil —siguió diciendo Gaviota, mientras todos escuchaban con atenta fascinación la historia de la que todos ellos formaban parte—. Llevamos nueve meses viajando, recogiendo almas perdidas en todas partes y buscando otros hechiceros para que podamos controlarlos y detenerles... Para matarlos, si es que llega a ser necesario, aunque todavía no sabemos cómo hacerlo. Y también buscamos nuestros hogares, claro..., o la mayor parte de nosotros los buscan. Mangas Verdes y yo ya no tenemos un hogar.

»Hasta el momento —concluyó Gaviota— nos hemos encontrado con dos hechiceros y hemos derrotado a sus ejércitos o monstruos, pero siempre han logrado escapar... Aun así, todos somos voluntarios y luchamos con todas nuestras fuerzas y todo nuestro corazón, por lo que tenemos ventaja cuando nos enfrentamos a tropas que luchan únicamente porque la magia les obliga a luchar. Puede que estemos desorganizados, y todavía más ahora que Tomás ha muerto, pero sabemos luchar. Y seguimos intentando alcanzar la meta que nos hemos marcado.

El leñador hizo una pausa para recuperar el aliento.

—¿Tiene esto algún sentido, o estamos locos?

Norreen, que estaba fascinada por la historia, se sobresaltó.

—¿Qué? —balbuceó—. No. Pero... Nunca había oído hablar de hechiceros que pretendieran ayudar a la gente, no sin pedir un rescate digno de un rey a cambio. En mi tierra, incluso los curanderos piden oro a cambio de atender la herida más insignificante.

Gaviota se echó a reír.

—¿Qué es el oro? ¡En todo este ejército no hay nadie que reciba una paga! Compartimos el botín que encontramos, pero siempre es muy escaso.

—¿No se les paga? —preguntó Norreen—. Nunca había oído hablar de un ejército que pretendiera ayudar en vez de hacer daño... Es como..., como una cruzada.

Sus palabras provocaron un coro de murmullos. La noble palabra nunca había sido pronunciada antes. Norreen pensó que se estaba comportando como una estúpida: se suponía que debía infiltrarse en aquel ejército y asesinar a sus líderes, no atraer la atención y pregonar sus opiniones.

—¿D-Dónde está t-tu ti-tierra? —preguntó Mangas Verdes—. ¿Y cómo te lla-llamas?

—¿Eh? Oh... Ah... Me llamo Rakel. —Era su verdadero nombre, que llevaba años sin usar—. Vengo de..., de las Tierras del Sur, cerca de las comarcas más remotas del país de Gish. Mi... Eh... Mi gente cultiva uvas y las prensa para hacer vino.

O eso había hecho Garth hasta que la magia se adueñó de su alma y se lo llevó. Garth también era una víctima de la magia.

Como lo eran todas las personas que había en aquel campamento. Pero se habían unido en una causa, una cruzada para ayudar a las gentes corrientes, no para adquirir poderes o riquezas sino para ayudar a los inocentes.

«Es como algo salido de una historia», pensó. Sí, era algo directamente surgido de uno de esos viejos cuentos que se narraban a los niños sobre los días gloriosos de Benalia, cuando era una ciudad fabulosa decidida a mejorar las vidas de todos..., en vez de un laberinto repleto de intrigas donde todo estaba en venta, la lealtad y el honor incluidos, al igual que los guerreros —como ella misma— y sus almas.

Y si asesinaba a esos hermanos tan llenos de bondad y dulzura y ponía fin a aquella cruzada, el mal que reinaba en el mundo lanzaría aullidos de triunfo.

Pero si no los mataba, nunca volvería a ver a su hijo...

—Bien, ¿te unirás a nuestra... cruzada? —preguntó Lirio, que había guardado silencio hasta aquel momento.

—S-Sí —dijo Norreen, que había pasado a ser Rakel—. Lo haré. Gracias.

Pero las lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras hablaba.

_____ 6 _____

—¡Aquí está! —exclamó Tybalt con voz triunfante, alzando lo que parecía una picadora de carne—. ¡Esperad a que hayáis visto lo que puede hacer!

A la mañana siguiente el campamento había recobrado una apariencia de orden, y Mangas Verdes tuvo ocasión de volver a ocuparse de su séquito mágico. Tybalt, que era algo así como su líder oficial, ardía en deseos de mostrar sus últimos descubrimientos. El muchacho fue llenando la picadora, metiendo una serie de cosas en el embudo superior mientras hablaba a toda velocidad en un incesante parloteo dirigido tanto a sí mismo como a su audiencia.

Mangas Verdes estaba sentada delante de su tienda en una silla hecha con arbolillos y ramas cortadas a toda prisa. La estructura que se alzaba sobre el suelo fangoso y repleto de raíces le ofrecía un asiento de lo más aromático, aunque un poco precario. Su tobillo entablillado estaba sostenido por una caja, y palpitaba dolorosamente a pesar de la mixtura de rebrilla, hinojo, rosaderas y otras hierbas preparadas por Amma. Hueso de Cereza, el gorrión, iba y venía por la pierna de Mangas Verdes, dando saltitos sobre ella como si fuese la rama de un árbol. El tejón dormía, lanzando gruñidos dirigidos a enemigos fantasma.

Mientras Tybalt y dos estudiantes más se afanaban, Mangas Verdes alargó una mano callosa y más bien sucia y rozó a Kwam con las puntas de los dedos. El alto y delgado estudiante, siempre callado y serio, reaccionó de una manera bastante curiosa, pues dio un salto.

—Lo s-siento, Kwam —dijo Mangas Verdes—. Sólo quería a-agradecerte t-tu ayuda. Me re-refiero al que me lle-llevaras en brazos...

El estudiante de magia parecía tan confuso que sólo pudo ruborizarse y desviar la mirada, y Mangas Verdes intentó entender su reacción. ¿Sería que no le caía bien? Kwam murmuró que no había nada que agradecer, y después se fue a toda prisa a traer algo.

Mangas Verdes suspiró. Siempre era tan torpe con la gente... Ya tenía diecisiete años, pero en muchos aspectos se sentía como si sólo tuviera uno o dos. Desde su nacimiento en la aldea de Risco Blanco, tan dominada por la misteriosa presencia del Bosque de los Susurros, Mangas Verdes siempre había sido medio retrasada. Su familia —todos estaban muertos, salvo su hermano, sin que nunca se les hubiera agradecido su paciencia como se merecían— dijo que se le «había dado el don de la segunda vista» y la había aceptado, tolerando las molestias que causaba y soportando sus torpezas y pequeñas travesuras con bondadosa amabilidad. Su hermano Gaviota había cargado con la peor parte y había aguantado la pesada carga de sus vagabundeos, pues se había acostumbrado a llevársela consigo al bosque cuando iba a cortar leña, tanto para disfrutar de su compañía como para impedir que causara problemas en la aldea. Mangas Verdes había sido sorprendida en muchas ocasiones abriendo las jaulas de los conejos y los hornos del pan, haciendo saltar trampas y sacando bebés de sus cunas, o desatando a los perros y robando pasteles.

Por aquel entonces nadie había sospechado —y la joven nunca había sabido— que la extraña magia del Bosque de los Susurros había investido su alma y su espíritu con una magia tan poderosa que se había impuesto a su mente. Cuando hubieron dejado el bosque a su espalda, Mangas Verdes empezó a pensar con claridad por primera vez en su vida; pero todavía llevaba tanta energía mística dentro de ella que era capaz de mover la magia de un lado a otro, igual que un niño puede amontonar la tierra enfangada para hacer pasteles de barro con ella.

Pero, como en el caso del niño, su control era errático, falto de adiestramiento y lamentablemente ignorante.

Mangas Verdes era un arco tensado al máximo en el que no se podía colocar una flecha y que carecía de un blanco contra el que disparar. ¿Y de qué servía el poder carente de control? Un rayo podía destruir árboles, pero ¿quién quería ver sus árboles hechos pedazos?

Sola en el bosque, recorriéndolo en vagabundeos que abarcaban muchos kilómetros y sin más cerebro que una marmota, la muchacha se había hecho amiga de lobos de las montañas, dríadas, tejones enormes y pequeños, osos, elfos, cardenales, jaguares, abejas, gentes de los árboles y docenas de criaturas más.

Pero en cuanto a relacionarse con las personas... Mangas Verdes las amaba, pero no siempre podía entenderlas. Había pasado a tener muchos amigos —Lirio, Kwam, Tybalt, y finalmente Rakel, la última incorporación al círculo de sus amistades—, y sin embargo nunca sabía qué estaban pensando.

Y, de hecho, había muchos momentos en los que ni siquiera ella misma entendía del todo los extraños pensamientos que pasaban por su propia cabeza.

—¡Muy bien! —La exultante voz de Tybalt interrumpió el curso de sus pensamientos—. ¡Estamos preparados para empezar!

Tybalt era un misterio para todos, pues nadie sabía si era humano, elfo, medio elfo o incluso medio enano..., o alguna otra cosa. Había oído hablar de su cruzada hacía algunos meses y había cruzado muchas tierras —con su enorme nariz, sus patillas de pelos tan tiesos que parecían alambres, su gorra púrpura, sus increíbles ropas de payaso y todo lo demás— para unirse a ellos. Cuando explicó que era un «experto en artefactos mágicos» (lo cual podía ser verdad, y también podía no serlo), Mangas Verdes se apresuró a poner en sus manos los arcones, jarras y demás cachivaches que habían sacado de entre los restos del carro de Liante. Poco a poco Tybalt había ido encontrando más estudiantes de magia, como Kwam. Junto con dos mujeres, Ertha y Daru, los cuatro dedicaban todo su tiempo a experimentar con el contenido de los arcones, aunque ninguno de ellos era capaz de producir conjuros.

Hasta el momento, no habían hecho muchos descubrimientos.

El objeto que hasta aquel momento había pasado por ser una picadora de carne para hacer salchichas estaba encima de un cofre, al que Tybalt lo había sujetado bastante torpemente mediante unos clavos. Tybalt movió una mano en un melodramático vaivén.

—Esto parece una simple picadora de carne para hacer salchichas, ¡y lo cierto es que puede utilizarse para hacer salchichas! Mete carne, especias y sebo en el embudo de arriba, coloca el envoltorio en el agujero de salida que hay aquí, ¡y obtendrás una salchicha! Pero... ¡Hay más! Hemos invertido muchas horas en hacer experimentos...

—¿Podemos seguir adelante con la demostración? —preguntó Daru, más vieja, corpulenta y rubicunda—. Estás consiguiendo que me entre hambre.

—Oh, desde luego. Eh... Oh, así que hemos rellenado el embudo con mezclas de todo lo que conseguimos encontrar. Ahora, tenemos... A ver... Sí, tenemos tocino salado, sesos de ciervo, hojas de espino, tierra, ramitas de conífera, cera y un pellizco de sal...

Mangas Verdes se inclinó hacia adelante en su complejo y retorcido asiento de ramas. Poner expresión expectante quizá haría que Tybalt por fin siguiera adelante con la demostración.

—Bien, ¡contemplad y asombraos! —concluyó Tybalt.

Agarró vigorosamente la manivela y empezó a darle vueltas mientras Daru usaba una ramita para ir apretando la mezcla dentro del embudo. La máquina crujió y chirrió, y Mangas Verdes clavó la mirada en el agujero de salida. Esperaba ver cómo el relleno de salchicha rezumaba por él y caía al suelo..., pero el relleno brotó con una apariencia extrañamente sólida, como si ya estuviera metido dentro del envoltorio.

La joven hechicera dio un respingo de sorpresa.

Lo que estaba saliendo por el agujero de acero era la cabeza de una serpiente.

Un hocico con dos agujeros nasales fue seguido por las gruesas mejillas de una serpiente de cascabel. La cabeza era de color verde salpicado por irisaciones amarillas: el color de las ramas de conífera mezclado con el de la cera, quizá. Parecía como si la serpiente se hubiera metido en la máquina por accidente y estuviera intentando salir de ella. Pero Mangas Verdes sabía que eso era imposible...

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