Cadenas rotas (15 page)

Read Cadenas rotas Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Cadenas rotas
4.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Stiggur llegó a la carrera. El muchacho estaba creciendo, pero seguía siendo bajito. Stiggur había adquirido la costumbre de recogerse los cabellos en la nuca mediante una coleta, igual que hacía su héroe.

—¡Puedo ir contigo, Gaviota! Puedo llevar a Cabezota —se refería a la bestia mecánica, a la que había puesto el nombre de una de las mulas muertas del leñador—, y podré ver por encima de los árboles...

—No. Necesitan a la bestia para que transporte los bultos más pesados. Quédate aquí y protege el campamento.

Gaviota se sentía incapaz de tratar con dureza al muchacho, que era tan inofensivo y estaba tan deseoso de complacerle como un cachorrillo.

Pero el leñador apenas se había vuelto hacia su caballo cuando se encontró contemplando a alguien por encima de su grupa: era un hombre joven de su misma altura y su edad, pero delgado, vestido de negro. Gaviota sabía quién era —un estudiante de magia—, pero no su nombre. ¿Qué quería?

—¿Puedo acompañarte? Quizá necesites algo de magia...

—No —declaró el general.

Por el escudo de Adun, ¿es que todo el mundo pensaba que aquello iba a ser un viajecito de placer a una ciudad en busca de pasteles y cerveza? ¿Y qué razón podía tener un inepto estudiante de magia para querer ir en busca de su hermana?

Rakel llegó corriendo, con sus arreos de guerra puestos, su maltrecho casco de cuero en la cabeza y una capa que había tomado prestada alrededor de los hombros.

—Iré contigo —dijo—. He recibido adiestramiento como exploradora.

Gaviota frunció el ceño mientras ensillaba su montura, un caballo gris con manchas marrones de robusto pecho.

—¡No, por última vez! No necesito...

—Iré.

Gaviota la miró por primera vez. ¿Qué razón podía haber para que quisiera ir con él? ¿Es que nadie tenía ninguna otra cosa que hacer? Pero aquella mujer era una guerrera bien entrenada. Su porte marcial y aquella extraña estrella de siete puntas que lucía en el antebrazo lo decían con toda claridad.

—¿Puedes usar un arco?

—Mejor que tú.

El leñador frunció el ceño, pero algo indefinible que percibió en la mirada y el tono de la mujer le impulsó a creerla.

—Pues entonces pide prestado uno. ¡Y deprisa!

Rakel ya estaba encima de su montura y preparada para partir antes que él, pues había mil detalles de los que ocuparse esparcidos por todo el campamento. Gaviota terminó gritando un desafío a los centinelas.

—¡Y ya podéis ir haciendo turnos dobles hasta que Mangas Verdes haya vuelto sana y salva!

Los centinelas giraron velozmente sobre sus talones y le enseñaron la espalda.

Gaviota se volvió hacia Bardo, los tres exploradores y Rakel, todos preparados para la marcha.

—¡Vamos! ¡Encontrad sus huellas y meted las narices en ellas!

* * *

La mujer era muy, muy vieja. Llevaba mucho tiempo siendo vieja.

Estaba sentada sobre una piedra plana de la que habían sido quitados los líquenes. La piedra se encontraba delante de una caverna que abría su boca en la ladera de una colina iluminada por el vivo color amarillo de la hierba invernal. Las hojas muertas de los robles enanos crujían y susurraban encima de ella. La hondonada se encontraba en el centro de un robledal, y el bosque cubría la cima de una gran meseta que se alzaba en las tierras altas.

Mangas Verdes no se sentía muy cansada. Mientras cabalgaba por la taiga, había visto cómo el sol iba subiendo en el cielo, se ponía y volvía a subir en lo que le había parecido una hora; pero no había necesitado bajar del caballo ni una sola vez para comer, beber o hacer sus necesidades. Otro día abreviado siguió al primero y la taiga llegó a su fin, y después pasaron otros tres días durante los que subió por una pendiente que llevaba hasta la meseta, a veces desmontando y arrastrándose allí donde la cuesta era demasiado empinada para poder montar, y luego invirtió tres días más en abrirse paso a través del robledal. Pero todo eso no había requerido más de un «día» de viaje.

Mientras avanzaba, sin que el caballo se cansara jamás, con el tejón acompañándole sin ningún esfuerzo aparente y el gorrión siempre posado en su hombro, la muchacha había pensado que a su hermano le hubiese gustado ver aquel bosque, pues en él abundaban los jabalíes, ciervos y alces, los mapaches y las marmotas, y había muchos castores en los arroyos. Estaban a comienzos del invierno, pero aun así había gran abundancia de setas y bayas. El sol brillaba con fuerza en aquellas tiernas altas, y Mangas Verdes sabía que no era meramente debido a la altitud.

Era por la presencia de aquella mujer.

Llevaba por todo atuendo una túnica blanca, milagrosamente limpia pero hecha de tosca lana. Estaba descalza y no lucía ningún adorno, y su larga cabellera blanca colgaba por su espalda formando las extrañas cascadas propias de una anciana. Sus ojos estaban cerrados, pero la mujer le habló en cuanto la muchacha estuvo un poco más cerca.

—Saludos, Mangas Verdes —dijo—. Me alegra que hayas venido.

La muchacha no había tenido otra elección, pero no lo dijo. Mangas Verdes contempló con atención a aquella desconocida que también podía usar la magia, y que resultaba obvio poseía un gran poder.

Necesitaba tener un gran poder para seguir viva.

El lado derecho del rostro de la mujer estaba paralizado, y el labio que colgaba en una media mueca hacía que babeara. La mujer subió la mano izquierda, de piel arrugada y repleta de venas azules, para limpiar la saliva, pues todo su lado derecho estaba muerto. Su brazo colgaba junto al costado, flácido y marchito; su pierna estaba retorcida, y el pie se curvaba sobre sí mismo. El hombro estaba tensado hacia arriba. Pero el lado izquierdo no tenía muchas más fuerzas, pues la anciana a duras penas si conseguía sostenerse sobre la roca para empaparse de sol como si fuera un perro viejo.

—Te pido disculpas por mi apariencia —dijo la mujer, como si le hubiera leído los pensamientos y hablando en un susurro tan reseco como las barbas del maíz de la cosecha pasada—. Ya llevo mucho tiempo batallando con la muerte. Me visita con regularidad, igual que un pretendiente no deseado, pero siempre logro expulsarla de mi puerta. Tal como hice con muchos pretendientes anteriores... —añadió con una risita—. Pero cada vez muero un poco. Como un árbol que perdiera sus ramas, así voy perdiendo un miembro cada vez... La podredumbre todavía no ha detenido mi corazón, pero se necesita mucha magia para mantenerlo despierto y en marcha.

La risita reseca volvió a surgir de sus labios.

Mangas Verdes se dejó resbalar de la silla de montar, asegurándose de que aterrizaba sobre su pie bueno y torciendo el gesto ante la punzada de dolor que sintió en el lesionado. Dejó suelto al caballo para que vagara a su antojo, y el animal empezó a alimentarse con las hierbas que crecían junto a la hondonada. Tanto el tejón como el gorrión se fueron en busca de comida. La muchacha, sin sentir ningún miedo, se sentó junto a la anciana de la roca.

—Eres u-una dr-dr... —Mangas Verdes respiró hondo—. ¡Druida!

—Sí, y tú puedes usar la magia. Pero careces de adiestramiento. ¿Te gustaría aprender a usarla?

Mangas Verdes puso ojos como platos.

—¡S-Sí! Yo... Y-Yo... —Durante un momento sólo fue capaz de tartamudear, y tuvo que volver a tragar aire—. ¡Sí, cla-claro que sí! ¿P-Puedes en-enseñarme?

—Sí, puedo. Si tu deseo es lo bastante grande. Si puedes hacer el sacrificio.

—¿Mi de-deseo? Sí, cla-claro que lo de-deseo. Pero ¿d-de qué sa-sacrificio hablas?

—De cualquiera. De todos. Del sacrificio máximo y definitivo.

—¿Mi vi-vida?

—Eso y más.

Mangas Verdes estaba perpleja. ¿Qué sacrificio mayor que el de la vida se podía llegar a hacer?

—Cualquier co-cosa. No so-soporto ser sólo una es-especie de me-media persona, sa-saber que t-tengo poder pero que no pu-puedo u-utilizarlo...

La temblorosa mano de la druida se levantó de la roca y fue a descansar sobre Mangas Verdes. Pesaba tan poco como una pluma errante, pero estaba fría como un carámbano.

—Soy Chaney, que significa «Bosque de robles» —susurró la anciana—. Cuando nací, mi familia ya sabía lo que llegaría a ser. Y lo mismo ocurrió contigo: se te dio tu nombre porque tus manos siempre estaban manchadas de verde de tanto arrancar flores y plantas. Bien, ¿estamos de acuerdo pues? ¿Yo seré la maestra, y tú la estudiante?

—L-Lo que queráis, mi se-señora.

—Llámame Chaney. Eres joven, y das muy poca importancia a los juramentos. Ya aprenderás a no jurar tan a la ligera... Pero empecemos. Ahora apoya el tobillo aquí, niña, y quítate el entablillado.

La druida trabajó en silencio y con la tranquila rapidez de la práctica mientras Mangas Verdes observaba y esperaba. Por fin aprendería a usar la magia.

Lo único que pedía era no enloquecer durante el proceso.

* * *

—Es hechicerría, y no cabe duda de ello.

Cuatro hombres estaban vueltos de cara a diminutos huecos de la taiga, orinando en hoyos que habían cavado con sus talones. Rakel y la otra exploradora, una mujer llamada Channa, estaban acuclilladas en el extremo opuesto del sendero. Llamarlo «sendero» resultaba bastante engañoso, pues su ruta les obligaba a abrirse paso como buenamente podían por entre las puntas de las ramas de aquella interminable extensión de coníferas que se entrelazaban unas con otras.

Todos los exploradores vestían igual, con túnicas y pantalones verdes o marrones, capas de lana gris oscuro y sombreros de ala ancha que dejaban sus rostros sumidos en la sombra. Arcos largos se alzaban hacia el cielo, sobresaliendo de los estuches sujetos a las sillas de montar. Espadas cortas de hoja muy ancha llamadas machetes, que podían desmembrar la caza, las ramas o a los enemigos, colgaban de las caderas de los exploradores.

—¿Cómo puede estar embrujada si nadie vio entrar a ninguna persona desconocida en el campamento y Lirio estaba durmiendo junto a ella? —preguntó Gaviota.

Bardo se encogió de hombros y se subió el cinturón.

—No lo sé —dijo—. Mas aquí tenemos a una muchacha lisiada sobre un jamelgo que deberría estarr alimentando a los perros, sin cantimplorra, sin comida y sin mantas, moviéndose al paso mientrras que nosotrros hemos galopado hasta que nuestrras vejigas estaban a punto de rreventarr..., y sin embarrgo no vemos rrastrro alguno de que haya desmontado.

El paladín, un hombre alto de movimientos lentos y pausados, se acuclilló y separó unas cuantas ramas más. Las agujas secas que había debajo mostraban huellas de pezuñas.

—O tu herrmana es un animal mecánico como ese colgadorr de sombrrerros de Stigurr, o se halla bajo un hechizo. Ni los paladines que van de crruzada cabalgan durante seis horras seguidas.

Gaviota se sentía tan frustrado que hubiera querido gritar.

—¡Pero ella sólo va al paso, y nosotros galopamos como si tuviéramos a una hueste de diablos pisándonos los talones! ¿Cuándo la alcanzaremos?

Bardo volvió a encogerse de hombros.

—Tal vez no la alcancemos. Yo dirría que se encuentrra bajo una compulsión, y que no se detendrrá hasta que llegue a su destino. He oído hablarr de hechizos semejantes, que imponen un yugo mágico al caballo y a su jinete. El tiempo deja de tenerr sentido, de tal manerra que los días trranscurren como horras. En cuanto a alcanzarrla... No somos hechicerros, así que debemos darr descanso a nuestrras monturras.

—Pero...

Bardo no se molestó en discutir con el leñador, y se volvió hacia sus exploradores.

—Una horra —dijo—. Dinos, acampa más adelante; Channa, vigila nuestrra rretaguarrdia. Dad de beberr a vuestrras monturras antes de beberr vosotrros.

Dando ejemplo, Bardo echó agua dentro de su sombrero para abrevar a su blanco corcel de guerra. El aliento del caballo humeó en el aire mientras empezaba a sorberla.

—¿Te llamas RRakel? —siguió diciendo el paladín—. ¿Has aprrendido a explorrarr? Bien, ya lo verremos... Te harré trrabajarr como a los demás. Ve prreparrando la hoguerra parra hacerr la señal.

Como líder, Gaviota fue el único al que no se le asignó ninguna tarea. Eso significaba que podía dedicar más tiempo a la preocupación y a ponerse nervioso. Necesitaba hacer algo, por lo que derribó un pino y cortó sus ramas mientras Rakel hacía entrechocar el pedernal y el acero. La guerrera quedó impresionada ante la eficiencia con la que trabajaba el leñador, utilizando su enorme fuerza sin desperdiciarla.

—Te preocupas mucho por tu hermana, ¿verdad? —le preguntó.

—¿Eh? Oh. Sí, así es. —Gaviota echó las ramas más secas en la hoguera que había encendido Rakel para que empezara a chisporrotear, y después añadió las partes verdes para producir humo grisáceo—. Sí. Ya no es una retrasada, pero sigue siendo tan inocente... Es como una criatura.

Rakel ocultó una sonrisa. Su hermana no era la única criatura llena de inocencia que había en aquel bosque. No conseguía acostumbrarse a la sincera ingenuidad con que aquel hombre respondía a cualquier pregunta que se le hiciera. Gaviota no se parecía en nada a los hombres de Benalia, que ocultaban todos sus pensamientos y acciones para evitar que alguien pudiera utilizar su fuerza o su debilidad contra ellos..., tal como había hecho Garth en los últimos tiempos. Rakel siguió acosando a Gaviota con más preguntas, diciéndose a sí misma que lo hacía para saber más cosas sobre su enemigo..., el objetivo al que se le había encargado asesinar.

—¿Mangas Verdes es tu única pariente?

—Sí. —Gaviota se apoyó en el mango de su hacha y clavó la mirada en las llamas, contemplándolas como si las respuestas estuvieran ahí. Cuando Rakel empezó a comer sus raciones de campaña, el leñador se acordó de que también debía comer—. Toda nuestra familia pereció cuando dos hechiceros destruyeron Risco Blanco. El corazón de mi madre sucumbió bajo un hechizo que robaba la vida. Mi padre murió cuando llovieron piedras del cielo. Esas mismas piedras mataron a mis hermanos y hermanas, y los que sobrevivieron a la lluvia de piedras murieron por la plaga. Gavilán, mi hermano pequeño, desapareció. Supongo que fue capturado por algunos soldados y convertido en esclavo, o que murió y no pude encontrar su cuerpo. Nunca lo sabremos. Sólo me queda Mangas Verdes, y se me encomendó cuidar de ella. Siempre me tomo muy en serio mis obligaciones.

Rakel bebió un sorbo de vino de un odre y le observó disimuladamente.

—Pero seguramente no es lo único que tienes. ¿Qué hay de Lirio? ¿Acaso no es tu... enamorada?

Other books

Small-Town Girl by Jessica Keller
When the Walls Fell by Monique Martin
Midnight Desires by Kris Norris
Alpine Gamble by Mary Daheim
700 Sundays by Billy Crystal
A Cowboy's Woman by Cathy Gillen Thacker