Entonces se acordó de Chaney. Puso la mano sobre el pecho de la anciana, y descubrió que no estaba respirando.
—Oh, Chaney... —gimoteó—. ¡Oh, Gaviota! ¡Oh, socorro!
* * *
—He tomado una decisión, Gaviota —dijo Rakel, una mano inmóvil sobre el pomo de su espada—. Voy a unirme a tu ejército.
El leñador la observó con curiosidad. Los dos habían pasado la mañana cabalgando en un gran círculo, buscando un claro para que el ejército pudiera vivaquear cuando llegaran dentro de unos días. Era una labor agradable, subiendo y bajando sobre la silla de montar con el tranquilo trote de los caballos mientras avanzaban sobre una alfombra marrón de hojas, serpenteando por entre los troncos de los viejos robles, con el cielo azul y blanco sobre sus cabezas y el sol calentándoles el cuello. Gaviota se dijo que estaba trabajando, pero de hecho estaba disfrutando de un descanso. Dirigir aquel ejército improvisado durante los últimos meses le había dejado exhausto y después de haber encontrado a su hermana, por fin tenía una magnífica excusa para no hacer nada.
No entendió el comentario de Rakel, pero después de todo tampoco entendía casi nada de lo que le decían las mujeres. Para Gaviota, las mujeres siempre pensaban en un plano más elevado que el suyo. Mientras los hombres iban dando tumbos de un lado a otro, buscando una piedra para afilar un hacha para cortar un árbol para convertirlo en tablones para construir un nuevo granero, las mujeres enviaban sus corazones a las estrellas, buscando... Bueno, buscando lo que fuese que buscaban las mujeres. ¿La felicidad? ¿Las pequeñas alegrías de cada día? ¿El secreto de la existencia? No lo sabía, y no disponía de tiempo para pensar en ello. Gaviota tenía árboles que cortar y un ejército al que mandar, y eso ya era trabajo más que suficiente.
—Estupendo —replicó—, pero pensaba que ya lo habías hecho. Sabes luchar, y necesitamos combatientes que...
—Sé luchar —le interrumpió Rakel—, pero tú no.
—¿Eh?
Gaviota detuvo a su montura, un caballo gris con manchas al que llamaba Cintas por sus largas crines, y la contempló con los ojos entrecerrados.
—Sé cómo hay que luchar —le explicó Rakel—, pero tú... Nunca aprenderás. Lo único que te mantiene vivo en una pelea es tu fuerza y tus reflejos..., y supongo que también el hecho de que no has parado de empuñar esa hacha desde el primer momento en el que fuiste capaz de levantarla. Pero si alguna vez te enfrentas a auténticos guerreros, te harán picadillo.
—Supongo que sí. —Gaviota tenía una naturaleza demasiado tranquila y bondadosa para sentirse insultado, y además Rakel tenía razón—. No he recibido ningún adiestramiento en las artes de la guerra, y sólo he aprendido a cortar árboles. Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues no es suficiente.
Rakel, sintiéndose repentinamente inquieta, dejó caer las riendas y bajó de un salto de su caballo para oír el crujido de las hojas bajo sus pies. Dio un par de pasos y se rodeó el pecho con los brazos, abrazándose a sí misma sin darse cuenta de lo que hacía, y contempló el robledal sin verlo. Un alce que estaba pastando en un claro bañado por el sol alzó su cornuda cabeza, observó a los dos humanos durante un momento y volvió a mordisquear la hierba. Gaviota bajó de su caballo, se estiró y calculó la distancia en tiros de arco que lo separaba del alce.
—Bueno, podría aprender con... No, Tomás ha muerto —dijo—. Bardo, quizá. Pero el día tiene tan poco tiempo...
—¡No!
Rakel giró sobre sus talones y se encontró a Gaviota incómodamente cerca de ella. Volvió a darse cuenta de lo apuesto que era, con la piel teñida de color caoba por una vida al aire libre, su cabellera castaña despeinada y recogida en una coleta, y sus ojos de un límpido color verde. Más bajo y moreno, apuesto a pesar de su cicatriz en forma de estrella, Garth se había ido esfumando en su mente, hasta que llegó un momento en el que Rakel ya apenas si era capaz de verlo con los ojos del pensamiento.
—No —siguió diciendo, confusa y un poco ruborizada—. Necesito adiestrarte. Es una..., una especie de regalo que te hago. Antes de que deba...
Gaviota esperó en silencio.
—¿Antes de que debas hacer qué? —preguntó por fin. El leñador pensó en lo extrañamente vulnerable que se volvía Rakel cuando veías más allá de su coraza de cuero, su tatuaje de soldado y sus armas. Su cabellera negra, que llevaba tan corta al principio, había crecido hasta casi rozarle los hombros. Su rostro tenía la dureza de las facciones de una guerrera, pero conservaba la suavidad de una mujer oculta en las profundidades de sus ojos.
La mujer le dio la espalda.
—Antes de que deba... irme.
Gaviota, sintiendo una repentina curiosidad, la siguió.
—¿Por qué tienes que irte?
Rakel movió una mano de un lado a otro, un aleteante gesto femenino que ignoraba poseer.
—No puedo pasarme toda la vida con tu ejército. Por eso quiero adiestrarte, y adiestrar a los demás. Me han enseñado a entender el pensamiento militar desde antes de que pudiera hablar. Tus sargentos, Varrius y Neith, tienen cierta habilidad natural, pero no han recibido adiestramiento de oficiales. No tienen ningún sentido de la logística y de la táctica.
—¿Qué es eso? —preguntó Gaviota.
Sentía curiosidad por cualquier cosa que pudiera mejorar las capacidades combativas de su ejército, y por la mujer que quería cambiarlo.
Rakel se dio la vuelta, y se encontró con que el leñador estaba lo bastante cerca de ella para que pudieran besarse. En vez de besarle, lo que hizo fue responder con un gruñido.
—¿Lo ves? La logística y la táctica son los dos lados de un ejército y sus funciones más básicas, y tú no sabes absolutamente nada sobre ellas. En la tierra de la que vengo, todos los niños y las niñas aprenden...
Pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
Una imagen de Hammen riendo le ocultó a Gaviota. Hammen, su hijo, al que nunca volvería a ver, pues adiestrando al ejército de Gaviota y Mangas Verdes —su regalo para mantenerles con vida y hacer posible que pudieran combatir a la hechicería— había decidido desprenderse de su vida y de todo cuanto amaba.
Su hijo sería criado por un estado cruel y carente de sentimientos, y nunca volvería a ver a su madre.
Y sus ojos se llenaron de lágrimas, y estalló en sollozos.
Gaviota reaccionó de manera instintiva, pues no podía soportar su impotencia cuando una mujer lloraba, y la atrajo hacia su pecho. Nunca entendería cómo se las arreglaban las mujeres para ponerse a llorar en cuestión de segundos, ni el porqué tantas llevaban alguna pena secreta en sus corazones. Aquella mujer —Rakel, la dura, triste y dulce Rakel— parecía cargar con un peso de penas todavía más grande de lo habitual.
Rakel se aferró al pecho del hombre, y sus lágrimas se deslizaron sobre su chaleco de piel de ciervo. Gaviota era tan bueno, amable y delicado... ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez en que Garth la abrazó y la besó? Alzó el rostro hacia él. Gaviota parecía tan alto como los robles que había cortado en el pasado. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, y obedeciendo un impulso irresistible, Rakel le puso la mano en la nuca y le inclinó la cabeza para que la besara.
Gaviota le devolvió el beso. Estaba sorprendido, pero no mucho. Pensó durante un momento en Lirio, que había entrado en su vida para amarle y luego había dejado de amarle (¿o seguía amándole?) para explorar la magia. Probablemente se enamoraría de Rakel. No sabía por qué, pero las mujeres acudían a él buscando un punto de apoyo, algo a lo que agarrarse, y cuando lo hacían... Bueno, entonces Gaviota les devolvía los abrazos y se enamoraba de ellas. Pero eso era otro misterio, algo tan misterioso como el que las mujeres pudieran ser tan duras y tan suaves, tan inflexibles y tan capaces de ceder repentinamente, tan delicadas y tan salvajes.
Rakel, que era mayor que él y más sabia, era consciente de que aquello no era amor, y ni siquiera deseo. Sólo era tristeza y pena y el deseo de tener a alguien junto a ella y abrazarlo. Abrazaría a Gaviota, amaría al leñador con su cuerpo y lo utilizaría para que le proporcionase consuelo y alivio, e intentaría extinguir su tristeza mientras su corazón se iba rompiendo dentro de ella.
Porque estaría muerta antes de que llegara la próxima luna.
* * *
Aterrorizada, sola, sin saber qué hacer, Mangas Verdes acostó a la anciana sobre la piedra —Chaney no pesaba más que un cesto de flores—, colocó la boca encima de la de Chaney y sopló con la fuerza suficiente para hinchar el pecho de la mujer. Después de cuatro potentes soplidos, Chaney dejó escapar un sollozo y se estremeció, y empezó a respirar por sí sola. Mangas Verdes se echó hacia atrás, sintiéndose repentinamente agotada de pura preocupación y temor, y se limpió el rostro con las manos.
Y así fue como las encontraron Gaviota y Rakel algún tiempo después.
Mangas Verdes se dio cuenta de que su hermano no la miraba a los ojos, sino que lanzaba la mirada por encima de su cabeza, mientras que Rakel parecía tranquila y en paz consigo misma por primera vez desde que había aparecido en el campamento tan repentinamente como si hubiera surgido del aire. Mangas Verdes enseguida pensó en su nueva amiga, Lirio, y en lo que pensaría..., y en si se daría cuenta de aquel cambio. Últimamente Lirio también parecía distraída y distante, hechizada por la magia y frustrada por su incapacidad para controlarla, de la misma manera en que Mangas Verdes se sentía frustrada e impotente ante ese nuevo miedo a la locura que se agitaba dentro de ella.
Pero Mangas Verdes decidió olvidarse de las preocupaciones personales, al menos por el momento. Fue corriendo hacia su hermano y tomó su mano izquierda, la mutilada, entre sus dedos.
—¡Tienes que ayudarnos, Gaviota! El cofre de maná... ¡No sólo es un cofre, sino que también es un cerebro verde con tentáculos..., y se ha escapado!
Durante un momento, Gaviota sólo fue capaz de pensar que su hermana había sido muda durante dieciséis años y que por fin estaba recuperando todo aquel tiempo perdido.
—Cálmate, Verde, y no hables tan deprisa. ¿Qué estás diciendo? ¿Un cerebro? ¿Tentáculos?
La muchacha le explicó a toda prisa la extraña transformación sufrida por el cofre. Rakel se volvió hacia Chaney y vio que la anciana se encontraba bien, aunque parecía agotada. La druida había sido sorprendida por aquel ataque tan repentino, y estaba claramente consternada por su falta de precaución.
—Pero es un artefacto muy poderoso, de eso no cabe ninguna duda —murmuró—. Es el artefacto más poderoso que he visto jamás...
Mangas Verdes intentó apartar a su hermano.
—¡Tengo que encontrarla! Es...
Gaviota la sorprendió agarrándola por la muñeca.
—¡Espera! No creo que debas ir detrás de ella. Si es lo bastante poderosa para dejar fuera de combate a esta druida, sólo necesitará un momento para convertirte en alimento de gusanos.
Mangas Verdes tiró de su muñeca, pero ésta permaneció inmovilizada en la férrea presa de su hermano.
—¡Suéltame, Gaviota! ¡No es peligrosa! ¡Probablemente sólo está asustada! Yo...
Su hermano siguió sujetándola. Los sufrimientos que le habían infligido los hechiceros hacían que Gaviota odiara por principio a todos los que practicaban la hechicería, y todavía no se había acostumbrado del todo a la idea de que su hermana practicara las artes mágicas. Llevaba algún tiempo queriendo hablar con ella sobre el uso de la magia y su abuso. El leñador, siempre tozudo, decidió que aquél era el momento adecuado para hacerlo.
—¡No, creo que no! Es mejor que esté lejos de nosotros, al menos por ahora. No puedes...
Pero Mangas Verdes tampoco le estaba escuchando.
—¡Te he dicho que me sueltes, hermano! ¡Quiero ese artefacto mágico! ¡Yo sé lo que me conviene, y tú no!
—¡He cuidado de ti cada día desde que naciste! Has sido mi primera preocupación y mi responsabilidad durante todo el tiempo que abarca mi memoria. Y no voy a...
Gaviota estaba empezando a enfurecerse, pero su hermana también.
—¡Suéltame! —gritó Mangas Verdes, dando un último tirón.
Gaviota tuvo tiempo de replicar con un «¡No!» antes de que...
Su mano fue bruscamente apartada de la muñeca de su hermana. Una especie de rayo, o golpe, o carga de energía, hizo que Gaviota saliera despedido hacia atrás y chocara con Rakel, rebotando en ella y golpeándose la cabeza con un árbol. Gaviota acabó con el trasero en el suelo, y se frotó su dolorida cabeza mientras empezaba a soltar maldiciones de mulero.
Dejó de hacerlo porque le dolía la mano. Abrió la palma, y descubrió que su piel estaba tan quemada y enrojecida como si hubiera tocado una estufa encendida.
—¿Qué me has hecho?
Mangas Verdes se limitó a mirarse la muñeca. Su piel estaba roja allí donde la había sujetado su hermano, pero por encima del enrojecimiento había un resplandor verde que le rodeaba la muñeca como un brazalete. Chaney se levantó de su roca, avanzó cojeando sobre una pierna sana y otra rígida y marchita, y examinó aquel anillo verde que ya estaba empezando a desvanecerse.
—Hmmmm... Otra variante de un hechizo de escudo. Pronto serás capaz de envolver todo tu cuerpo con él. Entonces nadie podrá usar la fuerza contra ti.
La anciana dirigió un resoplido despectivo a Gaviota, y después volvió a su roca con aquel extraño caminar tambaleante suyo que tanto recordaba a los cangrejos.
Gaviota se levantó del suelo y se lamió la palma de la mano para aliviar el dolor de la quemadura.
—Bien, así que Mangas Verdes se une a las filas de los auténticos hechiceros y utiliza la magia para apartar a los mortales a un lado... ¿Qué será lo siguiente que aprenda a hacer, y cómo nos controlará ahora que ha dejado de ser un peón?
Mangas Verdes estaba contemplando sus manos como si pertenecieran a una desconocida.
—Eso no es verdad. No he cambiado...
Pero en lo más profundo de su corazón sabía que había cambiado.
Y eso la aterraba.
Un instante después Mangas Verdes se llevó un buen susto y dio un salto, como hicieron todos los demás, cuando una voz chirriante y llena de ecos que no se parecía a ninguna voz que hubieran oído jamás resonó de repente detrás de ella.
—Echar a correr hice yo porque pensamientos aplastaban los míos y mente asustada pero veis no son malos sino buenos por eso he vuelto yo y me pregunto qué queréis de mí.