»Los hechiceros inferiores, los que tienen menos poder, sólo pueden marcar algo y dejarlo en su sitio, y esperar que esté allí cuando lo necesiten. Los grandes hechiceros pueden marcar a una cosa o a una criatura sin que ella lo sepa, y dejar cerrada e inviolable esa marca para evitar que otros puedan marcarla después. De esa manera protegen sus arcones y depósitos de tesoros, y enseguida saben cuándo alguien intenta llegar hasta ellos. Es aconsejable no olvidarlo, especialmente si eres uno de esos idiotas que codician tales artefactos... Roza con la punta del dedo un objeto de gran valor, y correrás el riesgo de atraer la ira instantánea de alguien que se mueve tan por encima de ti que ni siquiera te resulta posible concebir a semejante criatura. Recuerda que las cosas no te pertenecen: eres tú quien pertenece a las cosas.
»Atraer hacia tu persona el maná de las tierras que te rodean, en cambio, es algo muy distinto. Puedes utilizar el maná del aire, la tierra, el aire y el agua, o puedes utilizar reservas ocultas dentro de ti. Pero no hay que profundizar demasiado, si quieres evitar acabar convertida en una cáscara de nuez vacía. Podrías morir. O te podría ocurrir algo todavía peor...
* * *
—Pero inténtalo, querida.
—¿Cómo? —preguntó Mangas Verdes.
Parpadeó, intentando concentrarse. Entendía todo lo que le enseñaba su maestra, pero siempre iba diez pasos por detrás de ella y siempre estaba intentando alcanzarla, como si Chaney galopara sobre un caballo y Mangas Verdes corriera sobre sus pies.
—Invoca algo.
—Eh... ¿El qué, Chaney?
—Cualquier cosa. Cualquier cosa que puedas imaginar.
La mano sana de la druida revoloteó en el aire, una mariposa de maltrechas alas que necesitaba hacer un gran esfuerzo para no caer al suelo.
—Oh. Muy bien.
Mangas Verdes se frotó la frente e intentó imaginarse algo. Algo del campamento, quizá.
Y entonces supo de repente qué iba a invocar, como si el objeto le hubiera enviado una señal.
La muchacha se levantó de la roca con el ceño fruncido. Una brisa fresca surgió del robledal, haciendo oscilar de un lado a otro los largos tallos de hierba amarilla y esparciendo un lento temblor por entre las curvas hojas de los robles. Mangas Verdes estaba segura de que últimamente hacía más frío, de que el invierno ya había llegado y la brisa contenía una sombra de hielo. Pero quizá lo que la manchaba de frío fuese el hielo derretido, y quizá fuera un viento primaveral y el invierno hubiese quedado a su espalda..., o quizá fueran varios inviernos los que había dejado atrás. Mangas Verdes no podía saberlo.
Su fruncimiento de ceño se hizo más marcado, y extendió las manos en un gesto que no parecía dirigido a nada en concreto. Últimamente sus movimientos se habían vuelto más torpes. Mangas Verdes sospechaba que los movimientos que había hecho en el pasado —en sus ignorantes intentos de dominar la magia, cuando no tenía a nadie que la guiara— la habían estorbado más que ayudado. Pero no podía saber por qué. Ya hacía tiempo que se limitaba a mover las manos en el aire, agitándolas tan torpemente como una niña que está aprendiendo a caminar.
Una vaharada de pesadilla se deslizó por su mente durante un instante fugaz, como una serpiente de escamas aceitadas que surgiera de la oscuridad y volviera a ella enseguida, pero dejase un rastro de oscuridad detrás de sí. El sudor perló su frente, y Mangas Verdes se preguntó si el poder merecía pagar el alto precio del temor a la locura.
Pero el objeto que quería estaba allí, cantándole igual que una sirena.
Chaney estaba inclinada hacia adelante encima de su roca, tan inmóvil como un lagarto paralizado. Mangas Verdes movió la mano en un lento pase a través del aire y después la movió en sentido contrario..., y después, y con mucha más facilidad que ninguna vez anterior, creó un parpadeo luminoso a lo largo del suelo.
Un cuadrado marrón no mucho más grande que un sombrero de hombre apareció sobre la hierba. Después hubo una ondulación luminosa hacia arriba: era verde, pero no del verde fangoso que siempre había conjurado antes, sino de un verde tan puro y vivo como el primer aliento de la primavera. A continuación apareció un cuadrado de vivido azul, tan luminoso como el día después de una tormenta. Un atisbo de amarillo solar, y...
... el cofre de maná se materializó a los pies de Mangas Verdes.
El objeto brillaba, rosado y tan reluciente como una concha limpiada y frotada. Mangas Verdes lo cogió.
—No sé por qué he elegido esto —explicó—. Casi podría creer que es más bien como si me hubiera elegido a mí. Es un cofre de maná que un hechicero llamado Liante...
—¿Un cofre de maná? —replicó la voz enronquecida de Chaney—. Oh, no, niña. Eso no es un cofre de maná.
—¿No? —Mangas Verdes movió la caja de un lado a otro como una niña jugando con una piedra—. Pero cayó del cielo. El hechicero que lo sacó de donde había caído se puso muy contento cuando lo encontró. Dijo que era un cofre de maná.
—Pues entonces ese hechicero era un idiota. Esa cosa está viva. Está tan viva como tú y como yo.
* * *
Gaviota señaló con un dedo.
—¡Allí está! ¡Eeeeeeeeeh, Verde!
El grupo de búsqueda llevaba tres días atravesando el robledal que cubría aquella meseta. Los exploradores iban cargados con caza de todas clases: pavos salvajes, gallinas de los páramos, castores, un cuarto de venado... La tentación de disparar contra aquella caza tan abundante resultaba casi irresistible, y dispararon hasta que tuvieron mucho más de lo que podían llegar a comerse, pues aquel bosque era como un cuerno de la abundancia después de la taiga que había parecido un desierto.
El leñador tiró de las riendas en el comienzo de una hondonada que se abría delante de una colina y una pequeña caverna. En el centro estaba su hermana y, sentada sobre una roca, una anciana vestida de blanco que parecía más muerta que viva. Gaviota bajó de un salto de la silla y descendió a la hondonada, cojeando sobre su pierna lisiada. Mangas Verdes pasó el cofre de maná rosado (pero ¿no debería estar en el campamento?) a la anciana, y después echó a correr hacia su hermano. Gaviota la agarró por la cintura, la alzó en vilo y la estrujó contra su pecho con tanta fuerza que Mangas Verdes soltó un chillido.
—¡Estaba tan preocupado! ¿Por qué te fuiste de esa manera? ¿Fue algún hechizo?
—¡Oh, hermano, tengo tantas cosas que contarte! ¡Lo he estado aprendiendo todo sobre la magia, y Chaney me ha enseñado! ¡Su nombre significa «Bosque de robles» y es una druida, y yo también soy una druida! ¡Me ha enseñado muchísimas cosas! A interpretar signos astrológicos, puntos chakra; son centros mágicos que hay en tu cuerpo, ¿sabes?, cómo escuchar lo que dicen los cristales...
Gaviota la dejó en el suelo, sonriendo, y sus ojos la recorrieron lentamente de la cabeza hasta los pies para asegurarse de que estaba sana y salva.
Y de repente el leñador pensó que su hermana era distinta a como la recordaba. Pero ¿de qué manera?
Mangas Verdes parecía fuerte y sana, esbelta como siempre, quemada por el sol y con los cabellos despeinados. Su traje y su chal estaban más deshilachados y harapientos que nunca, como si hubiera pasado los últimos inviernos viviendo a la intemperie. Y...
—¡Tu tobillo está curado!
La muchacha bajó la mirada y meneó el pie de un lado a otro.
—¡Oh, sí! Chaney lo curó. ¡Hizo que los huesos se unieran de la noche a la mañana! Puede hacer toda clase de cosas maravillosas...
—¡Y... has... crecido!
—¿Eh?
La joven retrocedió un paso para estudiar el rostro de su hermano, aquel hermano mayor que ya no parecía tan alto como antes.
Gaviota vio todavía más cosas. Mangas Verdes era unos tres o cuatro centímetros más alta que antes. Sus senos y sus caderas también habían adquirido una nueva opulencia, y en su rostro había más carne. Las mejillas eran dos suaves curvas, y el cuello había adquirido firmeza. La apariencia general de potranca medio muerta de hambre había desaparecido. Su nueva hermana se parecía bastante a su madre, Agridulce.
La muchacha se había convertido en una mujer.
Quizá mayor que Gaviota, su hermano mayor.
Como si varios años hubieran transcurrido en una noche.
—¡Y tu... tartamudeo ha desaparecido!
—¿Qué? —La joven se llevó a los labios una mano manchada por el verde de la hierba—. ¡Oh! Tienes razón... No me había dado cuenta.
Rakel estaba inmóvil en el comienzo de la hondonada, contemplando a los hermanos mientras los dos charlaban animadamente. No era consciente de ello, pero su mano estaba encima de la empuñadura de su espada.
«Vuelven a estar juntos —pensaba—, con sólo unos cuantos exploradores como séquito. Esta noche podría matarles sin ninguna dificultad, y llevarme sus cabezas. Mañana ya podría estar en Benalia, reclamar mi recompensa, recuperar a mi hijo y volver a la granja, y esperar a Garth, en el caso de que vuelva algún día.»
Pero no podía hacerlo. Gaviota era un hombre bueno que luchaba por una buena causa. Mangas Verdes era una hechicera altruista que pretendía ayudar a los demás con su magia, algo que carecía de precedentes en la experiencia de Rakel. No podía acabar con aquellas personas y con sus sueños, con la esperanza que encarnaban y prometían al mundo.
Pero eran ellos dos o ella..., y su hijo.
«¿A quiénes he de escoger? —pensó, conteniendo a duras penas el deseo de gritar—. ¿Qué he de hacer?»
—No lo entiendo. —Mangas Verdes estaba examinando el cofre de maná, cosa que llevaba días haciendo. El objeto la fascinaba, especialmente desde que Chaney había declarado que estaba vivo—. ¿Cómo puedes saber que está vivo?
Chaney se apoyó en su brazo bueno y la obsequió con un encogimiento de hombros de un solo lado.
—Es una forma de ver, querida. Ya aprenderás. ¿Te has dado cuenta de que está caliente al tacto?
—Bueno, sí... —dijo la muchacha—. Pero pensaba que era sólo porque el sol la calentaba.
—No, y una persona que carezca de adiestramiento en las artes mágicas no podría notar ese calor. Ven, ponla junto a mí.
La muchacha colocó el objeto encima de la roca, al lado de la pálida mano surcada por venas azules de la anciana. Hacía otro día de invierno casi cálido, sin nieve a pesar de la altitud. Los acuosos rayos del sol calentaban la hierba amarilla y las hojas susurrantes de la hondonada. La llegada de su hermano, Rakel y los exploradores, que cazaban y buscaban un sitio para que el ejército acampara en cuanto llegase, hacía que los días transcurrieran más despacio y, al mismo tiempo y pese a esa nueva lentitud, más deprisa. Mangas Verdes acabó decidiendo que volvía a vivir en el tiempo normal, donde las horas pasaban velozmente junto a ti si estabas ocupado o se arrastraban si no tenías nada que hacer. No se trataba de que Chaney le diera ni un solo momento de descanso, desde luego: de hecho, y suponiendo que eso fuera posible, la anciana hablaba todavía más deprisa que antes, arrojándole ideas y nociones como si estuviera lanzando heno a unos caballos hambrientos.
—Pero aun así, para que esté viva... No puedo imaginármelo. Se precipitó a la tierra como una estrella fugaz. Hizo un agujero tan grande que podías tirar una piedra de un lado a otro, y tan profundo que había capas de arena amarilla en el fondo. ¿Cómo...?
—Con la magia, al igual que con la vida, todas las cosas son posibles —la interrumpió Chaney—. Debes llegar a entender eso por encima de todo lo demás, pues la magia sólo está limitada por el maná disponible y por la imaginación de quien lo emplea. Ésa es la razón por la que Liante no vio la vida que hay en esta caja. Le echó un vistazo y decidió que era un cofre de maná y, como consecuencia, eso es lo que siguió siendo a partir de entonces.
—¿Quieres decir que... piensa?
¿Qué se sentiría al tener la mente atrapada dentro de..., de aquella cosa?
Chaney soltó una risita ahogada.
—Todo lo que vive piensa, y algunas criaturas piensan con más claridad que otras. Y ahora, guarda silencio. Deseo hablar con esta cosa.
La anciana puso la mano sobre la caja rosada, depositándola encima de ella tan delicadamente como si fuese una pluma. Después cerró los ojos y permaneció inmóvil durante tanto rato que Mangas Verdes pensó que se había quedado dormida, pero de repente la druida se sacudió y abrió los ojos.
—Está protegida. Por otros y por sí misma... Ayúdame a apoyarme aquí, querida.
Mangas Verdes, sin tener ni idea de lo que pretendía hacer la anciana druida, ayudó a Chaney a inclinarse poco a poco hasta que su frente estuvo apoyada sobre la caja, como si ésta fuera una almohada de piedra.
—También aprenderás a hacer esto —murmuró la druida con voz pensativa—. Dormir sobre una calavera para conversar con los muertos... Ah, ahí está... Una chispa, muy adentro... Hola...
Y de repente la anciana chilló, lanzando un seco graznido.
La cabeza de Chaney retrocedió tan bruscamente como si acabara de ser coceada por una mula. Gruñendo y estremeciéndose, la druida cayó hacia atrás hasta que su espalda chocó con la piedra cubierta de musgo. Después Chaney gimió y babeó, y sus ojos rodaron dentro de las órbitas hasta quedar en blanco.
Mangas Verdes intentó sostener a la druida, y apartó la caja rosada para que no la estorbase.
Y retrocedió, llena de horror.
El cofre de maná se removió y desarrolló media docena de gruesos brazos verdes. Los apéndices convulsos, de distintos tamaños, truncados o terminados en una especie de pinzas, habían surgido de la caja en todos los lados, algunos de depresiones y otros de esquinas, sin ningún orden aparente. La caja rosada se volvió de un verde oscuro salpicado de puntitos marrones, como la piel de una rana. Entre los tentáculos que se retorcían asomaron tres tallos que dejaron al descubierto grandes ojos redondos e inyectados en sangre que giraron hacia Mangas Verdes. Una esquina se partió por la mitad para convertirse en una boca provista de una larga lengua roja.
Todo eso ocurrió en cuestión de segundos. Después la caja se irguió con una sacudida temblorosa, sosteniéndose sobre un puñado de tentáculos llenos de manchas y verrugas, bajó de un salto de la roca y echó a correr por encima de las hojas secas.
Mangas Verdes la vio marchar, perpleja y aturdida, y se sorprendió al caer en la cuenta de que por fin entendía lo que había querido decir Karli cuando exigió que le entregara una «caja mágica que caminaba».