Tomás abrió la boca para decir algo, pero lo que hizo fue soltar una maldición y señalar con la mano. Media docena de negras siluetas encorvadas se alejaron velozmente por el bosque. Gaviota supuso que serían hembras o machos menos robustos. Si alguien venía a vivir allí alguna vez, las leyendas sobre los demonios de las colinas durarían hasta el fin de los tiempos.
Y, pensándolo bien, después de lo ocurrido los soldados tendrían otra historia increíble sobre Gaviota el leñador para contarla cuando estuvieran sentados alrededor de la hoguera del campamento.
—Va... —Gaviota tosió, con la garganta ardiendo—. ¡Vamos! Haz formar a tus tropas. Hemos de llegar al campamento para echar de ahí a esos condenados jinetes que montan alfombras.
«Alfombras voladoras...», pensó con amargura. Nuevas insensateces creadas por los hechiceros. ¿Acaso nunca tendrían fin? ¿Por qué los hechiceros no podían canalizar sus poderes para una buena causa, como mejorar los campos con vistas a la siembra, curar a los enfermos, drenar pantanos o coleccionar mariposas? ¿Qué razón podía haber para atacar al séquito de un hechicero en mitad de un erial vacío y desolado?
La razón era que estaban sedientos de poder, naturalmente. Eran como los dragones, que se comían a otros dragones y se hacían más fuertes devorándose entre sí. La vida surgía de la muerte de otros, y los hechiceros aspiraban a mandar sobre todas las criaturas vivientes.
Gaviota expulsó esos extraños pensamientos de su mente, y volvió a comprobar que los soldados seguían con él y que estaban avanzando lo más deprisa posible a través de las coníferas con rumbo al campamento.
No habían andado más de treinta metros cuando un derviche muroniano surgió de entre los árboles y fue corriendo hacia ellos, aullando y con el capuchón echado hacia atrás y la sangre que brotaba de una herida en la cabeza chorreando por su cara. El aterrorizado derviche chocó con Gaviota y empezó a manotear frenéticamente, buscando protección. El leñador tuvo que apartarle de un empujón para poder seguir adelante. Uno de los soldados de Tomás dejó escapar un grito y señaló con un dedo.
Acercándose velozmente desde el campamento llegaba una alfombra voladora. La incursora que viajaba sobre ella estaba tan absorta en la víctima a la que ya había herido que no vio a los soldados hasta que ya era demasiado tarde. Una flecha se incrustó encima de sus senos. En el mismo instante, un dardo de ballesta se abrió paso a través de la alfombra y le atravesó una pierna. El doble impacto hizo que la mujer se tambaleara. Gaviota esperaba verla caer de la alfombra, pero ésta siguió unida a sus pies incluso mientras la mujer se doblaba lentamente sobre sí misma y se precipitaba desde el cielo. «Pegamento mágico —pensó el leñador—. Un hechizo muy útil...»
La incursora dio un par de giros por el aire, como un águila herida envuelta en ropajes multicolores, antes de estrellarse entre los árboles. Gaviota se preguntó qué clase de botín podría proporcionarles, y después se reprochó a sí mismo haberse permitido tales pensamientos. Se estaba volviendo tan codicioso como sus soldados, pero lo cierto era que últimamente sus gastos estaban alcanzando magnitudes tremendas.
Siguió corriendo y oyó a una mujer que chillaba órdenes, hombres que gritaban maldiciones en una lengua extraña y gruñidos que parecían surgir de una pelea entre perros. Cuando por fin logró salir de entre los árboles, Gaviota se sacudió las agujas que le pinchaban la piel llenándosela de escozores y recorrió el campamento con una rápida mirada. Sus ojos se posaron sucesivamente en los cadáveres y el vandalismo, la hechicera de piel morena y cabellos blancos y los dos guardias que amenazaban a Mangas Verdes y Lirio, y en la manada de lobos que se apresuraba a defenderlas.
¿Qué hacer? ¿Proteger a su hermana y a su amiga? ¿Proteger a los inocentes que habían buscado refugio en el bosque? ¿Matar incursores? ¿Quién sabía cuál era el curso de acción más aconsejable en una batalla, y cuál era el acto más insensato elegido por quienes luchaban en ella? ¡Gaviota ni siquiera era un soldado, y mucho menos un general!
Detrás de él resonaron rugidos que invocaban a Torsten, Ragnar, Jacques le Vert y una docena de dioses de la guerra más. Los doce soldados de Tomás surgieron del bosque, llenos de ardor guerrero y deseos de atacar. Los incursores de abigarrados ropajes, aquellos guerreros sometidos a la voluntad de la hechicera de los cabellos blancos, abandonaron su saqueo para gritar un potente desafío de réplica.
Gaviota pensó que sus acciones ya habían sido decididas. Alzó su temible hacha de leñador y atacó.
Hizo girar el hacha por encima de su cabeza y se lanzó sobre el primer merodeador, que era una mujer..., y que además resultó ser increíblemente rápida. La mujer se hizo a un lado con un veloz salto perfectamente equilibrado y dirigió la punta de su cimitarra hacia el rostro de Gaviota, que se precipitaba sobre ella. El leñador se retorció, esquivando la hoja con un chillido ahogado mientras adelantaba su hacha con un torpe vaivén en vez de usarla para golpear correctamente. No logró herir a la incursora, pero la obligó a apartarse de un salto y, un instante después, estuvo a punto de empalarse en la punta de la espada. Gaviota perdió el equilibrio y se tambaleó sobre la nieve embarrada.
Cuando hubo logrado recuperar el equilibrio —esperando sentir la gélida punzada de un acero en la espalda durante todo ese rato—, Tomás ya se estaba enfrentando a la incursora. El veterano hizo una finta con su escudo y consiguió engañar a la mujer, haciendo que se lanzara contra el escudo y liquidándola limpiamente después mediante un veloz mandoble que le rajó la tráquea. Tomás ya había reanudado su avance antes de que la mujer muriera.
Gaviota siguió adelante, tropezando con raíces y tocones, y acabó uniéndose al combate. Los gritos de batalla habían hecho que la mayor parte de los soldados de Neith y Varrius vinieran corriendo desde el bosque, por lo que estaban igualados en número con los incursores. Pero aquellos halcones del desierto eran unos luchadores temibles y llenos de recursos. Gaviota vio cómo un hombre vestido con colores tan vivos como el plumaje de un pájaro hacía retroceder a tres de sus guerreros. Un sable derribó a una combatiente que empuñaba una pica. Sería difícil vencerles..., si es que podían hacerlo.
Gaviota alzó su hacha y corrió hacia el grupo de incursores que estaba atacando a los hombres de Neith, cargando sobre su flanco derecho mientras gritaba «¡Seguidme! ¡Adelante!» y otras tonterías similares. Los soldados de Neith —la mayoría eran hombres, con tres o cuatro mujeres entre ellos— intentaron mantener su maltrecha formación mientras avanzaban, dándose ánimos con gritos enronquecidos.
Los moradores del desierto se prepararon para enfrentarse al torpe ataque de Gaviota. Pero el leñador tuvo el suficiente sentido común para detenerse antes de entrar en el radio de acción de las espadas, aunque todavía lo bastante cerca para poder usar su hacha. El incursor del desierto que tenía delante comprendió su error cuando ya era demasiado tarde para remediarlo. El filo del hacha se incrustó en su costado justo debajo del sobaco, matándole al instante y haciendo que su cuerpo saliera despedido hacia atrás y chocara con el de su compañera de incursión.
Gaviota aprovechó aquella ventaja momentánea para seguir atacando, y arrancó el hacha de las costillas del agonizante y la hizo girar sin perder ni un instante para hundir el pomo en las tripas de la mujer. La incursora dejó escapar un jadeo ahogado y se derrumbó. Gruñendo, odiando lo que hacía y a sí mismo, Gaviota la golpeó debajo del mentón, rompiéndole la mandíbula.
«Maldita hechicería —pensó—, y malditas sean todas estas muertes innecesarias.» Aquellas personas se veían obligadas a luchar y eran esclavas de la magia, forzadas a combatir hasta la muerte por la vanidad de un hechicero.
El leñador pensó que todo aquello sólo tenía una cosa buena, y era que aunque el ejército que obedecía sus órdenes y las de su hermana debía luchar y morir, todos sus soldados eran voluntarios. Nadie era reclutado por la fuerza.
Los combatientes aullaban, chillaban, gritaban y morían a su alrededor. Los defensores, aquellos que habían decidido seguir a Gaviota, estaban manteniendo sus posiciones y no se retiraban. El leñador no podía ver qué tal le estaba yendo a su hermana con los lobos, pues la batalla se había vuelto particularmente encarnizada alrededor de su tienda. Gaviota empezó a preguntarse si podría expulsar a los demonios del desierto e invertir el curso del combate cuando Helki entró al galope en el claro con un retumbar de pezuñas.
—¡Gaviota! —gritó la centauro—. ¡Vienen tropas de caballería! ¡Son veinte jinetes, o más!
* * *
Los acontecimientos se estaban sucediendo tan deprisa que Mangas Verdes apenas podía seguirlos.
La visión de los lobos hizo que los dos guardias de Karli dieran un salto. Ya fuese por lealtad o por compulsión mágica, los dos se prepararon para proteger a su señora. Un hombre reaccionó instintivamente lanzando un mandoble contra el jefe de la manada, una enorme bestia de hirsuto y negro pelaje, consiguiendo herirle en el hocico mientras retrocedía para esquivar el golpe.
Normalmente las enormes bestias no habrían atacado si no eran atacadas antes, pero estaban confusas y asustadas, y sus gruñidos y feroces chasquidos de mandíbulas hicieron vibrar el aire. El gran lobo saltó para proteger a su manada. Un instante después el líder de los lobos y cuatro animales más ya estaban encima del hombre, gruñendo, mordiendo y sacudiendo salvajemente las cabezas de un lado a otro para desgarrar la carne hasta revelar el hueso. El otro guardia empezó a lanzar mandobles contra los lobos, pero sólo consiguió hacer que el resto de la manada se lanzara sobre él.
La hechicera ignoró la carnicería que estaban sufriendo sus guardias.
Karli llevó una esbelta mano morena a un medallón que colgaba de su cintura y ladró una palabra. Una cortina de fuego floreció alrededor de sus pies, como si fuera una bruja que estuviera siendo quemada viva. Las llamas subieron rápidamente hasta llegar a su cintura y su brisa hizo temblar las plumas amarillas de su capa, pero Karli no les prestó ninguna atención. Mangas Verdes y Lirio podían sentir el calor y oler el aroma resinoso de las ramitas de conífera que ardían y el pesado olor a polvo que desprendía la lona recalentada.
Visiblemente impaciente y de genio muy vivo, e incapaz de hablar su lengua, la mujer hundió los dedos en la palma de su otra mano. Usando imperiosamente el lenguaje de los signos, describió primero una forma redonda y luego movió los dedos para indicar pasos, acabando con un ondular que los hizo agitarse como si fueran los tentáculos de un pulpo.
Mangas Verdes, que no podía estar más perpleja, intentó entender lo que pretendía decirles con aquellos signos. La joven había pasado la mayor parte de su vida con la cabeza llena de nieblas y aturdimiento y el cerebro repleto de un caótico torbellino de mil pensamientos distintos que cambiaban a cada momento, y todavía tenía serias dificultades para concentrarse en una sola idea durante mucho rato. Mangas Verdes intentó ignorar los gruñidos y chillidos y el chasquear de las llamas, y meneó repetidamente la cabeza.
—¿Qué qu-quieres?
Mangas Verdes vio que Lirio tampoco entendía nada, pero su amiga se le acercó un poco más, intentando interponerse entre la druida y la cada vez más enfurecida hechicera.
La hechicera la contempló con ojos que parecían echar chispas y se golpeó la palma con el puño, en una última exigencia de que se le entregara la cosa en forma de caja que caminaba y se ondulaba. Después hizo un mohín, señaló a Lirio con un dedo y rozó otro medallón de entre los muchos que adornaban el extremo de su chaqueta.
Lirio tragó saliva y se derrumbó como un globo pinchado.
—¡No! —jadeó Mangas Verdes—. ¡No, p-por fa-favor! ¡No sé qué qu-quieres de no-nosotras!
Pero la hechicera estaba enfurecida. Las llamas que envolvían sus pies se habían vuelto tan altas que su rostro quedaba distorsionado por las ondulaciones del aire recalentado. Karli alzó una mano hacia Mangas Verdes, y puso los dedos sobre otro medallón.
Y Mangas Verdes se sintió repentinamente ligera y desprovista de peso, como si estuviera flotando aunque sabía que seguía con los pies en el suelo. Vio con una distraída falta de interés cómo Karli fruncía el ceño ante el fracaso de su hechizo (¿qué hechizo?), agarraba otro botón y volvía a alzar la mano para señalarla.
Esta vez Mangas Verdes sintió una punzada helada, como si un carámbano le hubiera atravesado el pecho hasta pincharle el corazón, y un alarido silencioso resonó en la profundidades de su mente. Un irresistible impulso de salir huyendo recorrió todo su ser, ordenándole que cogiera a su tejón y escapara para esconderse, enterrándose en un agujero si llegaba a ser necesario..., pero algo la mantuvo tan inmóvil como si sus pies hubieran echado raíces en el suelo.
El hechizo cayó sobre los lobos. Los animales cubiertos de sangre huyeron hacia las coníferas entre gañidos y chillidos. Dos habían muerto, abatidos por las cimitarras, pero los dos guardias estaban caídos en el suelo y no se movían. Lirio yacía sobre la sucia alfombra de su tienda destrozada, con el rostro tan pálido como sus ropas y los miembros estirados en ángulos extraños, como una muñeca que alguien hubiera tirado ahí.
Mangas Verdes intentó pensar en alguna réplica a aquel ataque mágico, pero el luchar no formaba parte de su naturaleza. Su reacción normal siempre era echar a correr y esconderse, tal como haría un animal. Sólo los humanos se mataban los unos a los otros sin razón. Pero debía permanecer allí, y defender el campamento y a sus seguidores si podía hacerlo. ¿Cómo podía combatir a aquel monstruo lleno de agresividad que codiciaba curiosidades desconocidas? ¿Y cómo podía enfrentarse a una hechicera que conocía verdaderos hechizos, cuando todos los que podía emplear Mangas Verdes surgían del ciego instinto?
Envuelta en llamas y siseando como una víbora del desierto, Karli acarició un par de botones dorados colocados en los lados de su chaqueta.
El humo empezó a aparecer en forma de espesas nubes, como si brotara de una fisura en el suelo, y dos mujeres enormes y muy feas cobraron forma.
Más altas que su hermano Gaviota, las mujeres tenían la piel tan roja como si acabaran de hervirlas, y su cabellera negra sobresalía del cráneo al quedar recogida en una gran coleta que surgía de un pico de viuda muy claramente marcado. Todo su cuerpo era muy corpulento, y los gigantescos pechos caídos estaban salpicados de verrugas peludas. Sus rostros no eran humanos: tenían la frente muy baja, la nariz tan larga como el hocico de un sabueso, y gruesos labios que sobresalían de la cara debido a los enormes colmillos, dignos de un tigre dientes de sable, que les llegaban hasta más abajo del mentón. Vestían una grotesca parodia de un atuendo de bailarina en colores verde y amarillo, y sus descomunales orejas caballunas lucían pendientes terminados en borlas tan grandes como la cola de un zorro.