Pero eso pertenecía al pasado, pues a todos los efectos prácticos en aquel momento bien habría podido ser un montón de cenizas.
Su esposo estaba inmóvil en la ladera, contemplando los campos sin verlos y totalmente absorto en sus meditaciones. No pensaba en la granja..., ni en su esposa.
Norreen fue hacia él con lenta cautela, arrastrando los pies para hacer ruido. Años de adiestramiento y de duros esfuerzos para sobrevivir habían hecho que no fuese nada prudente sorprenderles. Una persona podía morir en cuestión de segundos.
—¿Garth?
—¿Eh? —Su esposo se sobresaltó y giró velozmente hacia ella—. Oh, Norreen... —respondió después, haciendo que sus pensamientos volvieran a la tierra—. Eres tú.
—¿Quién más podía ser? —replicó Norreen con una sombra de irritación. Aparte de ella y el niño, sólo había tres sirvientes en la granja—. ¿Qué estás haciendo? Hammen quería que le acostaras.
—¿Eh?
Garth había vuelto a girar sobre sus talones. Enfurecida, Norreen le hundió un dedo en la espalda. Garth volvió a sobresaltarse como un tigre, y luego se relajó.
Norreen podría haberse echado a llorar. Habían transcurrido cinco años desde que lucharon por sus vidas, pero los dos seguían estando tan nerviosos e irritables como un par de lobos famélicos. ¿Es que nunca conocerían la paz?
—¡Escúchame! ¡Soy tu esposa, maldita sea! ¡Deja de contemplar el cielo con cara de pena y cuéntamelo de una vez! ¿Qué ocurre?
—Oh, nada...
Garth era delgado y no muy alto, y su despeinada cabellera negra estaba bastante mal cortada —Norreen nunca había aprendido el oficio de barbero—; y aunque llevaba los toscos pantalones de lana típicos de un granjero y calzaba unos zapatos muy sencillos, todavía conservaba una camisa negra llena de finos bordados hechos con hilo azul. Una maltrecha capa de cuero cuyo dobladillo estaba recubierto de bordados colgaba de sus hombros. Llevaba encima una daga, una herramienta bastante extraña para un granjero, y una bolsita de cuero repujado. Norreen sintió una irritación todavía más intensa al verla.
Lo único realmente impresionante del físico de Garth eran sus ojos, de un azul turquesa tan profundo como los de su hijo. Alrededor de su ojo izquierdo había una masa de cicatrices blancas que lanzaba sus delgadas líneas en todas direcciones, con el resultado de que ese ojo azul hacía pensar en un sol dibujado por un niño.
En conjunto, Garth parecía un espantapájaros. Pero hubo un tiempo en que había sido el hombre más peligroso de todos los Reinos de Occidente.
Garth, que en tiempos pasados había sido Garth el Tuerto, volvía a tener dos ojos porque había hecho crecer el que perdió. El ojo le había sido arrancado cuando era pequeño, por pura maldad, antes de que fuera abandonado a las llamas donde murió el resto de su casa. Pero Garth había sobrevivido, y aprendió magia y más magia, y volvió años después a la ciudad de Estark y su festival anual de hechiceros, y a su arena. Actuando en solitario, se había unido primero a una Casa y luego a otra, librado innumerables duelos y soportado torturas tanto físicas como psíquicas, enfrentado a un Maestre con otro y, finalmente, había llegado a ser el hechicero más poderoso de los Reinos Occidentales. Desde esa posición conoció a un caminante entre los planos, una criatura que anteriormente había sido un hombre y había pasado a ser casi un dios. Garth había ascendido al caminar entre los planos y había luchado con ese dios y lo había derrotado, y había vuelto, el primer hechicero que regresaba a la arena en toda su historia. Desde allí se había vengado de todas las Casas de Estark —Fentesk, Ingkara, Kestha y Bolk—, haciéndoles pagar la conspiración que había destruido la Casa de Oor-Tael muchos años antes. El caos resultante había acabado siendo conocido como el Tiempo de las Calamidades, una frase tan corta como acertada que abarcaba la muerte de millares de personas, la destrucción de una ciudad y la ruina de la clase gobernante de Estark. Todo por obra de aquel «espantapájaros».
Y durante el camino, Garth le había robado el corazón a Norreen de Benalia. Seguro de sí mismo, osado y temerario, misterioso y sin embargo vulnerable, había ganado su amor incluso antes de que ella le salvara la vida —y él salvara la suya— en la arena.
Garth y Norreen se marcharon, dejando detrás de ellos la ciudad humeante y devastada por la plaga, y se fueron al sur, donde compraron una granja y cuidaron de los viñedos, porque a Garth le gustaba mucho el vino y deseaba convertirse en vinatero. Sólo quería vivir en paz y crear una nueva familia después de haber pasado tantos años solo y viviendo en la soledad.
O, al menos, eso quiso durante un tiempo.
Y sin embargo, últimamente las viñas languidecían, y eran cuidadas sin demasiado entusiasmo ni energía por los sirvientes porque su amo había perdido el interés por ellas. Garth cada vez dedicaba más horas a vagabundear por la noche, contemplando las estrellas y las lunas y hablando en susurros consigo mismo.
«Hubo un tiempo en el que empleaba la magia —pensó Norreen con abatimiento—, empuñándola como un dios. Ahora la magia le está utilizando a él.»
—Norreen, he estado pensando... —Y de repente Norreen odió ese nombre, porque no era su verdadero nombre—. He estado pensando que podría...
—Irte —le interrumpió—. Otra vez.
Un fruncimiento de ceño oscureció el rostro huesudo de Garth. La blanca estrella de cicatrices que rodeaba su ojo izquierdo brilló bajo la débil claridad que escapaba por la puerta de la casita.
—Son negocios, nada más. Quiero conseguir unos cuantos injertos nuevos para las viñas. Si las regamos demasiado, los tallos se partirán porque son de una variedad del norte. Pensé que si buscaba por el sur, allí donde el sol calienta más, habría alguna variedad que...
—¡Oh, ahórrame el tener que escuchar todas esas tonterías! —Norreen alzó una mano, y Garth se encogió levemente sobre sí mismo—. ¡Dijiste eso mismo las dos últimas veces, y volviste con las manos vacías! ¡Las viñas no necesitan injertos, y tampoco necesitan remedios mágicos! ¡Necesitan una mano firme y delicada que les dé forma, y que las riegue, las pode y les quite las malas hierbas! ¡Necesitan semanas de trabajar rompiéndose la espalda, no un paseo de una semana por el éter! ¡Si no te quedas aquí y te ensucias las manos con la tierra, no tendremos más cosecha que una bandada de cuervos engordados a base de uvas!
Antes de que Garth pudiese decir nada, Norreen señaló con irritación la bolsa que colgaba de su costado.
—Si vas en busca de esquejes, ¿por qué te llevas eso contigo? ¡Lo único que te he visto sacar de esa bolsa es la maldita magia, nada más! ¡La magia no ayudará a esta granja, y tampoco me ayudará a mí!
Y un instante después estaba llorando, maldiciéndose a sí misma por aquella demostración de debilidad.
Su esposo no la estaba escuchando. Ni siquiera estaba allí. Un hombre que había caminado entre las estrellas nunca podría volver a plantar los pies en el suelo, o por lo menos no del todo. Garth había probado el sabor del infinito y había descubierto que lo finito era incapaz de satisfacerle, de la misma manera que un hombre que ha probado un vino exquisito nunca más podrá volver a resignarse a beber únicamente agua.
—Me voy —anunció—. Volveré...
—¡No hace falta que te molestes en volver! —gritó Norreen a través de las lágrimas—. ¡No estaré aquí cuando regreses! ¡Y Hammen tampoco estará aquí!
El fruncimiento de ceño volvió, más sombrío que antes.
—Estarás aquí. Te ordeno...
—¡Tú no puedes darme órdenes! —replicó secamente Norreen. Su mano fue instintivamente hacia su costado en busca de su daga, su arma de combate favorita, pero no llevaba ninguna daga encima—. ¡Ningún hombre puede darme órdenes! ¡Soy una heroína de Benalia, del Clan Tarmula!
—La magia me llama. Ya hablaremos cuando regrese.
Garth metió la mano dentro de su bolsa y sacó de ella algo que era más negro que la noche. Frágiles como los hilos de una telaraña, las negras hebras brotaron de su mano como una delgada película para envolverle. La negrura se espesó rápidamente hasta que Garth fue invisible dentro del negro capullo.
Y después se desmoronó como hilos de gasa que bailaran en el viento, para revelar que Garth había desaparecido.
Norreen soltó juramentos, gritó, pateó el suelo y apretó los puños. Maldijo a Garth y a la magia y a su propia impotencia. Oh, pues claro que estaría allí. No tenía ningún otro sitio al que ir y no podía volver a su hogar, aunque últimamente cada vez pensaba más en su antiguo hogar y deseaba que su hijo pudiera conocer su herencia; y además amaba aquella granja y a las gentes sencillas del valle y la aldea cercana. Quería vivir allí y ser feliz allí, pero Garth siempre estaba marchándose, atraído por los cantos de sirena de la magia...
Un chillido hizo que se quedara paralizada durante un momento, y después giró velozmente sobre sus talones.
Unas siluetas altas y oscuras temblaban bajo la luz de la vela en la casita dentro de la que hacía unos instantes tan sólo estaba su hijo.
* * *
Se levantó las faldas y se las remetió debajo del cinturón, deseando llevar puesto el viejo atuendo de cuero que tan cómodo resultaba a la hora de luchar. Fue corriendo al pequeño huerto plantado delante de la casita, y cogió una azada de hierro a la que arrancó la hoja para dejar un palo terminado en un pincho de hierro. Sí, sería un arma lo suficientemente mortal. La cautela de los guerreros tomó el control, y fue de puntillas hacia la puerta siguiendo una trayectoria oblicua. Si eran bandidos, lamentarían haber escogido su casa como objetivo de una incursión. Castigaría el que hubieran puesto en peligro a su niño y a su hogar abriéndoles las venas y permitiendo que su sangre fluyera colina abajo para alimentar a las viñas.
Pegó la oreja a la puerta y escuchó, pero los ladrones no estaban haciendo ningún ruido. ¿La habrían oído? ¿Habría perdido su habilidad, habría olvidado hasta tal punto las lecciones de su adiestramiento?
Otro chillido de su bebé la puso en movimiento.
Optó por un ataque directo, y dobló la esquina aullando «¡Tar-mu-la!» y con el bastón de combate improvisado alzado delante de ella. Y se quedó totalmente inmóvil.
Las tres siluetas vestían de negro: jubones de cuero, pantalones ceñidos y botas de media caña. Llevaban arneses de guerra de los que colgaban espadas cortas y dagas..., todas envainadas, de momento. Eran dos hombres y una mujer, letales como tigres. El más corpulento de los dos hombres, que se mantenía detrás de los otros, sostenía a su lloroso hijo en sus brazos.
Tatuadas en sus antebrazos izquierdos había conchas marinas, la marca del Clan Deniz.
—¿Eres Rakel del Clan Tarmula? —preguntó la mujer vestida de negro.
Su cabellera rubia estaba recogida en una larga trenza ceñida por tiras de cuero negro que colgaba a lo largo de su espalda.
—Sí, es ella —respondió el hombre alto y corpulento—. Aunque nadie lo diría por esas ropas... ¿Qué estabas haciendo, Rakel? ¿Has estado removiendo el estiércol de vaca con una pala, o has estado dando de comer a los cerdos?
Norreen dejó escapar un jadeo de sorpresa del que ni siquiera se dio cuenta. Conocía a aquel hombre. Se había adiestrado con él. Natal, así se llamaba... Eran héroes de Benalia. ¿Qué podían haber venido a buscar allí?
Ah. A ella, claro.
—Suelta a mi hijo, Natal, o serás el primero al que mate. Los demás, salid...
Un veloz movimiento de ojos, y la rubia estalló en un torbellino de acción. Atravesó la habitación de un salto y dirigió la patética azada de Norreen hacia el techo de una patada, y después giró sobre sí misma y lanzó una nueva patada. Golpeada en el esternón, Norreen salió despedida hacia atrás y chocó con la pared. Sin aliento y con la vista nublada, se agarró a una pata de la mesa. Su gente decía que cualquier cosa era un arma en las manos de un héroe. Podía...
Una bota le apartó la mano de la mesa con una patada casi distraída, dejándosela entumecida e insensible. Una mano la agarró por los cabellos, le retorció el cuello y le incrustó la cabeza en el suelo de tierra de la casita. Su casita, su hogar..., y el de Garth y Hammen.
Con las muñecas colocadas a la espalda en una posición que le obligaba a mantener los brazos rectos y se los dejaba inmovilizados, Norreen respiró polvo e intentó pensar. Había una forma de librarse de esa presa de brazos. ¿Cuál era? Le costaba tanto reaccionar, se hallaba tan impotente... Las lágrimas brotaron de sus ojos y mancharon la tierra.
—¿Estás seguro de que es una heroína? —preguntó la rubia con voz burlona—. ¡Está más indefensa que una criada sorprendida ordeñando a su vaca, y es más lenta que la vaca!
—Es ella —respondió la voz de Natal—. ¡Guyapi!
Norreen vio por el rabillo del ojo cómo un hombre surgía de la oscuridad del rincón. Llevaba un jubón oscuro similar al de los guerreros, pero en su caso la prenda estaba adornada con un motivo de estrella-y-luna que cubría su pecho y bajaba por sus costillas. Era un hechicero benalita, el hombre que había traído a aquel grupo de asesinos hasta allí mediante un conjuro y el que los sacaría de allí mediante otro conjuro..., en cuanto Norreen estuviera muerta. ¿Y su niño? Nuevas lágrimas mancharon sus mejillas. Y le había dicho a Garth que no estaría allí cuando volviera, y cuando regresase encontraría sus esqueletos meticulosamente limpiados por los coyotes y las ratas.
—Llévanos a casa, Guyapi.
El hechicero no dijo nada y se limitó a separar las manos. Los héroes, con Natal sosteniendo todavía en brazos al sollozante Hammen, se acercaron un poco más los unos a los otros. Chorros de chispas brotaron de las yemas de los dedos del hechicero: un estúpido detalle de vanidad, como sabía Norreen gracias a las explicaciones de Garth. Sólo los hechiceros menores malgastaban la magia en trucos pirotécnicos.
Pero habían dicho que les llevara a casa. Norreen se preguntó si...
Las chispas se hicieron más grandes y numerosas, ardiendo y destellando hasta llenar la casita. Eran tan brillantes que Norreen no pudo seguir contemplándolas. ¿Prenderían fuego a su hogar? ¿Encontraría Garth una ruina humeante y nunca sabría qué había sido de ellos?
¿Volvería alguna vez su esposo?
Y entonces sintió un cosquilleo que se esparció por todo su cuerpo, como si las chispas se le hubieran metido debajo de la piel.
Y un instante después estaba cayendo, llorando en el vacío.