Mangas Verdes intentó hacer salir a sus seguidores de su tienda, pero todos siguieron dándose codazos y removiéndose en un continuo entrechocar de traseros mientras llenaban de fardos y objetos cuatro grandes baúles de viaje.
Mangas Verdes se inclinó para coger a su tejón antes de que alguien lo pisara y recibiese un mordisco. La bestia de hirsuto pelaje surcado por franjas grises y marrones era áspera al tacto, y tenía el pelo tan tieso y duro como un caballo. Una de sus orejas lucía una muesca resultado de una pelea librada hacía mucho tiempo. El tejón no era una mascota ni un familiar. Sólo era otro de los animales salvajes que seguían a Mangas Verdes de un lado a otro, como el gorrión posado sobre su hombro que un día había bajado de un árbol y se había quedado allí.
La joven hechicera se volvió hacia la entrada abierta de la tienda al oír un potente aleteo en el cielo, como un kilómetro de ropa recién lavada que chasqueara en una inmensa cuerda de la colada. El tornado giraba en la lejanía, pero no se aproximaba. ¿Cuál podía ser la causa de ese ruido entonces? El tejón que sostenía en sus brazos gruñó.
La gente recogía niños, armas y herramientas por todo el campamento y corría hacia el bosque. Mangas Verdes, que era responsable de todos, empezó a gritar.
—¡Huid to-todos! Y e-escondeos...
La joven se rindió. Nadie la estaba escuchando, y ponerse nerviosa sólo servía para que su tartamudeo empeorase todavía más.
—¡Yo me voy! —gritó la siempre práctica Lirio mientras se ponía la capa—. ¡Tenemos que salir de aquí y huir al bosque! ¡Vamos, Mangas Verdes!
Pero los dos hombres no le hicieron ningún caso y se limitaron a seguir llenando los cofres todavía más deprisa que antes. Los dos eran «estudiantes de magia», personas que amaban la magia pero eran incapaces de hacer conjuros. El más bajo se llamaba Tybalt, y había sido nombrado encargado de los artefactos del ejército. Tenía una enorme nariz, unas patillas más bien ralas y unas orejas lo suficientemente puntiagudas para sugerir que por sus venas corrían unas cuantas gotas de sangre de elfo. El otro era Kwam, un muchacho alto, esbelto y muy moreno.
Mangas Verdes tenía a cuatro de aquellos estudiantes a su servicio: intentaban descifrar los enigmas de lo que podía considerarse como un auténtico tesoro de artículos mágicos, el botín obtenido por el astuto y traicionero Liante, el hechicero que había tratado de sacrificar a Mangas Verdes y matar a Gaviota. Obligado a huir, Liante había dejado abandonados cuatro arcones repletos de pergaminos, artefactos, juguetes, pociones y cachivaches sin ningún valor. No había forma de distinguir lo que era valioso de lo que carecía de valor, por lo que los estudiantes de la magia estaban recogiéndolo todo.
Y entonces el ataque cayó sobre ellos, tan repentino como un rayo surgido de un cielo invernal.
Unos cuantos segundos bastaron para que varias cabezas envueltas en telas multicolores se alzaran sobre el horizonte de arbolillos, y después aparecieron guerreros de piel oscura vestidos con ropajes maravillosamente abigarrados..., que viajaban sobre alfombras voladoras.
Las alfombras tenían unos dos metros de longitud complejamente tejidos con todos los colores del arco iris y adornados por borlas que aleteaban en las cuatro puntas, y formaban un conjunto casi insoportablemente abigarrado en aquel grisáceo día invernal. Mangas Verdes se preguntó cómo se las arreglaban para dirigirlas, pues los atacantes se limitaron a mirar hacia abajo para hacer descender a sus temblorosas alfombras. Las alfombras quedaron suspendidas a unos treinta centímetros del suelo, como para evitar ser ensuciadas por la tierra y la nieve embarrada. Los incursores vestían holgadas camisas de colores chillones, pantalones bombachos y botas amarillas con la puntera curvada hacia arriba. Capas tan ligeras como la seda revoloteaban alrededor de sus hombros mientras se movían con la gracia de danzarines de ballet.
Pero los recién llegados eran unos danzarines mortíferos. Aullaron un nombre en una lengua desconocida, desenvainaron cimitarras de hojas curvas y se lanzaron al ataque. El primero en morir fue un derviche muroniano que había estado girando y entonando su canción de catástrofe y muerte. El derviche hizo realidad su profecía, pues un hombre volador lo derribó con un mandoble de su espada. El derviche, que aún gimoteaba su cántico, se encogió entre los sucios pliegues de su túnica y cayó de bruces sobre la nieve embarrada, donde siguió canturreando hasta que otro invasor le separó la cabeza del cuello de un solo golpe asestado con una hoja que estaba tan afilada como una navaja de afeitar.
Hombres y mujeres de piel oscura —una veintena o más— iban y venían como una exhalación por el campamento, derribando a los escasos rezagados que habían sido demasiado lentos en su huida. Una cocinera murió, con un cucharón todavía derramando salsa en su mano. Un cartógrafo sólo logró sacar la mitad de su machete de la vaina antes de acabar destripado de un sablazo. Al ver que se les negaba un rico botín de víctimas, una docena de incursores saltaron sobre las alfombras que temblaban en un suave e incesante ondular, ladraron órdenes a sus monturas y se remontaron por encima de las coníferas para buscar víctimas en el bosque.
Durante los primeros segundos de la incursión, media docena de merodeadores convergieron sobre Mangas Verdes y su tienda. La hechicera, boquiabierta y con los ojos desorbitados, giró sobre sus talones para entrar corriendo en ella. Si lograba protegerles de alguna manera —suponiendo que consiguiera recordar cómo hacerlo—, podría salvarse y salvar a sus estudiantes.
Pero apenas había tenido tiempo de volver a cerrar el pliegue de la entrada cuando Lirio gritó.
Toda la parte delantera de la lona amarillenta quedó rajada de arriba abajo. Un hombre de rostro huesudo y muy moreno que lucía una perilla negra y un turbante emplumado la había rasgado desde la punta del poste hasta el suelo. El hombre dirigió un veloz chorro de palabras incomprensibles a las mujeres, probablemente diciéndoles que no se movieran, y después lanzó un torrente de parloteo igualmente incomprensible a sus compañeros.
Más cimitarras hicieron jirones la gruesa lona de la tienda. Las cuerdas fueron cortadas, y el poste que sostenía la tienda se fue inclinando y acabó cayendo sobre la lona destrozada. Mangas Verdes y Lirio retrocedieron hasta tropezar con Tybalt y Kwam mientras los incursores de ambos sexos las dejaban al descubierto como granjeros que acabaran de abrir un nido de ratas.
La pálida claridad solar iluminó dos catres de acampada, cuatro arcones recubiertos de tallas y adornos, una alfombra bastante sucia y nada más. Los incursores empuñaban con mano firme sus cimitarras, creando un anillo de acero en el que estaban atrapados las dos hechiceras y los estudiantes. Un nombre —«Karli»— se abrió paso entre el burbujeo de su charla. Mangas Verdes vio que su aliento formaba nubéculas en el aire frío y que les castañeteaban los dientes: con la excitación de la batalla momentáneamente apagada, los incursores empezaron a notar el frío y se envolvieron los hombros con sus capas de seda.
—¿Qué andan buscando? ¿A nosotras, quizá? —graznó Lirio—. ¿Y a qué están esperando?
Mangas Verdes no respondió. Su vida dependía de ello, pero no podía recordar cómo se las había arreglado para protegerse en el pasado.
Por centésima vez, deseó conocer los misterios del arte de lanzar hechizos.
La respuesta llegó cuando otra figura apareció en el cielo: era una mujer vestida con ropajes todavía más abigarrados y de colores más vivos, e iba rodeada por cuatro incursores montados en alfombras voladoras.
Aquella hechicera volaba por los aires sin una alfombra, como si pudiera mantenerse de pie sobre el vacío. Calzaba unas zapatillas rosadas de punta tan curvada que se enroscaba sobre el empeine y provistas de unas diminutas alas que zumbaban como las de un ruiseñor. La mujer alzó los brazos y se posó tan grácilmente como una mariposa en el centro del campamento devastado.
Era bajita y delicada como una flor de cactus, y tenía la piel oscura como la caoba y los cabellos blancos como un diente de león. Llevaba una chaquetilla recubierta de brocados, pantalones largos de una tela bastante gruesa, y una capa de plumas amarillas tan finas y delicadas que parecían vellones de lana. El rasgo más curioso de su atuendo era que las solapas y la cintura de su chaquetilla quedaban ocultas por una miríada de botoncitos y medallones. Su sonrisa era triunfante y arrogantemente satisfecha de sí misma.
Mangas Verdes reconoció aquella sonrisa. La había visto en el rostro de Liante, normalmente en el momento culminante de una nueva traición. El tejón que sostenía en sus brazos volvió a gruñir, y el gorrión —al que había puesto por nombre Hueso de Cereza— avanzó a saltitos sobre su hombro y se ocultó detrás de la cabeza de Mangas Verdes.
La mujer se posó sobre la nieve embarrada con una cautelosa delicadeza, como una gata que temiera mojarse las zarpas, y fue hacia los restos de la tienda. Después arqueó una ceja ante sus ocupantes: Lirio envuelta en pieles y lana blanca, sus prendas adornadas con flores bordadas en hilo amarillo, azul y rojo, todas ellas mostrando las manchas y la suciedad del viaje; y Mangas Verdes, que siempre parecía un bribonzuelo sin hogar, con su maltrecha falda de lana, una chaqueta harapienta cuyas mangas verdes habían sido recortadas, una tosca capa sostenida en el hombro mediante un broche de latón, un viejo chal por encima de ella, y un sombrero para ocultar su enmarañada cabellera castaña.
La hechicera, que debía de ser Karli, se dirigió a las dos mujeres en un lenguaje cantarín que hacía pensar en un burbujeo de aceite emergiendo de la arena. Su tono era condescendiente: podía reconocer la hechicería en cada una de ellas, pero la sencillez de las prendas y el descuido general de su apariencia sólo le inspiraban desprecio. Después frunció el ceño al ver que no respondían y probó otro lenguaje, con tan poco éxito como antes. «Viene de muy lejos —pensó Mangas Verdes mientras meneaba la cabeza—, y ha llegado de un lugar de los Dominios que se encuentra muy alejado de aquí.»
Irritada, la hechicera lanzó una mirada llena de codicia que fue más allá de Tybalt y Kwam y acabó posándose en los cuatro arcones repletos de tallas que reposaban sobre la arrugada alfombra. Lirio carraspeó. Mangas Verdes enseguida reconoció la mirada, identificándola como el deseo de hacerse con las posesiones de otra hechicera. Karli rozó con la punta de un dedo un botón de cristal que llevaba en la solapa y extendió dos dedos hacia los estudiantes.
Tybalt y Kwam gruñeron como si acabaran de recibir una patada en el estómago. Un golpe invisible hizo que sus pies dejaran de estar en contacto con el suelo, y los dos estudiantes fueron arrojados hacia atrás y volaron unos tres metros por el aire para acabar chocando con la hilera de coníferas. Las ramas se partieron y chasquearon, rodeando sus cuerpos y ocultándolos.
Karli acarició otro medallón, éste en forma de cabeza de león, y habló a sus incursores con voz cantarina. Los guerreros se apresuraron a retroceder y se fueron a toda prisa, dejando únicamente a dos centinelas prudentemente apostados detrás de Karli con las espadas desenvainadas. Los otros incursores se dedicaron con gran entusiasmo al saqueo y el vandalismo, desenrollando petates, vaciando cajas y mochilas e, incluso, derribando a patadas todos los cacharros de cocina.
Eso dejaba únicamente a Mangas Verdes y Lirio para enfrentarse a Karli. Mangas Verdes tuvo un destello de intuición, y pensó que aquella hechicera creía que ya tenían en acción algún hechizo protector (y Mangas Verdes deseó que así fuera)..., y comprendió que algún hechizo horrendo estaba a punto de caer sobre ellas para abrirse paso a través de ese escudo inexistente.
Antes de que eso pudiera ocurrir, Mangas Verdes pronunció un hechizo muy familiar y de cuyo efecto estaba totalmente segura.
Y ocho gigantescos lobos del bosque surgieron de la nada, gruñendo y formando un círculo alrededor de ella y de Lirio.
* * *
Un mono gigante.
Gaviota lo reconoció gracias a los dibujos de un viejo libro que había visto en una ocasión. Era un mono tan grande como un hombre alto y robusto, recubierto de un lustroso pelaje tan duro y áspero como el de un jabalí, una criatura monstruosamente fuerte y feroz.
O eso parecía. Con todo, seguía siendo un animal, y Gaviota no tenía ni tiempo ni deseos de enfrentarse a una bestia sin cerebro. Tenía que llegar al campamento, que estaba siendo atacado por los jinetes de las alfombras voladoras.
El gorila alzó los brazos por encima de la cabeza y soltó un grito gutural, pero no atacó. Gaviota, que había crecido en una granja, comprendió que el simio se estaba limitando a ofrecer una exhibición de ferocidad, fingiendo atacar con el objetivo de convertirse en rey del gallinero mediante un farol.
Y en vez de atacar, el leñador decidió imitar a la bestia, esperando que el gorila comprendiese que estaba presenciando una fiel copia de sus acciones.
Gaviota alzó su hacha por encima de la cabeza, empuñándola con las dos manos, y devolvió el aullido que acababa de escuchar.
El gorila se irguió cuan alto era —revelando ser más alto que Gaviota—, levantó los brazos hacia el cielo y volvió a rugir.
«¡Fuego de los titanes —pensó Gaviota—, esta criatura es inmensa!» Debía de pesar tanto como un toro. Aquellos puños probablemente podrían incrustarle la cabeza en el centro del torso.
Pero el gorila aún no le había atacado.
Gaviota movió su hacha de un lado a otro y volvió a rugir. Vio por el rabillo del ojo cómo Tomás y otro soldado avanzaban en un lento movimiento circular hasta colocarse junto a él, con el arco y la ballesta preparados para hacer fuego. Gaviota no necesitaba aquella ayuda, que podía asustar al gorila lo suficiente para que decidiese atacar.
El leñador dio un paso hacia adelante y siguió gritando hasta que le dolió la garganta. Había entrado en el radio de acción de aquellos brazos imposiblemente largos, y aferró su hacha todavía con más fuerza que antes. Tal vez la necesitara. El simio olía a estiércol y a sudor rancio. Gaviota siguió gritando hasta acabar con la garganta en carne viva.
El gorila parpadeó, y sus gruesos labios se fruncieron en un gruñido salvaje. Después la bestia giró repentinamente sobre sí misma y se esfumó por entre los troncos. El gigantesco animal se desvaneció, dejando el lento ondular de la punta de una rama como única señal de su marcha.