Read Cadenas rotas Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (30 page)

BOOK: Cadenas rotas
10.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los soldados empezaron a gruñir pidiendo venganza y Gaviota y Rakel comprendían ese deseo y lo compartían, pero había muy poco que pudieran hacer salvo permanecer lo más en guardia posible. Moverse en solitario o en grupos sólo costaría más vidas y debilitaría al ejército. Cuando otro cohete cayó sobre otra hoguera del campamento, media docena de soldados reaccionaron espontáneamente levantándose de un salto y se alejaron corriendo hacia la oscuridad. Esta vez volvieron cojeando pero sonrientes, trayendo consigo las cabezas de chatas narices y piel verde grisácea de tres orcos y el tubo de madera con el que lanzaban los cohetes. Gaviota pudo felicitarles por haber hecho un magnífico trabajo, mientras que Rakel no tuvo más remedio que castigarles por haber desobedecido órdenes.

—De hecho —le confió a Gaviota una noche dentro de su tienda—, me alegra verles tan llenos de ardor guerrero, comiendo clavos y respirando fuego... Después de esa gran victoria, tienen la moral muy alta y arden en deseos de combatir. ¡Ah, si pudiéramos librar batalla con un enemigo y aplastarlo!

—Lo haremos —dijo Gaviota—. Ten fe. «Quien tiene paciencia, acaba consiguiendo cuanto desea.»

Rakel hizo rodar los ojos en sus órbitas.

—Veo que estás empezando a convertirte en un auténtico viejo general que habla con la digna experiencia de los abuelos. ¿Algún sabio consejo más, vejestorio?

Gaviota soltó una risita y le rodeó la cintura con un brazo.

—Acércate un poco, niñita, y entonces te daré algo más que consejos...

* * *

Mientras tanto Mangas Verdes proseguía sus estudios con Chaney. Las dos se retiraban a algún lugar donde pudieran estar solas, debajo de un árbol en una pared de un cañón, o al lado de un estanque rocoso o a la sombra de un promontorio que les ofrecía cobijo. Entonces Chaney susurraba un cántico que mantenía alejado a todo el mundo sin que su efecto mágico fuese acompañado por ninguna señal exterior perceptible, y después conversaban, la una recitando y la otra aprendiendo de memoria las tradiciones populares, el uso de las plantas, historias, poemas y canciones durante horas y más horas, aunque cuando volvían nunca parecían haber estado lejos del ejército mucho tiempo. Mangas Verdes fue acumulando nuevos conocimientos sobre Urza y Mishra, la Piedra del Poder y la Piedra de la Debilidad, la Guerra de los Hermanos y las Torres de Marfil, las minas que tenían kilómetros de profundidad y los continentes enteros que habían sido devastados para producir material de guerra, los monstruos conjurados o creados durante los días más oscuros de la guerra, los esclavos condenados formados en los Transmutadores de Ashnod, el potro maldito y el Su-Chi, el Amuleto de Kroog y su capacidad de curar todos los males, una ciudad que había sido destruida tan feroz y concienzudamente que nadie sabía dónde estaban sus ruinas, el sonriente Atog que merodeaba y acechaba por los cementerios, arrastrando tras de sí los pecados de las almas condenadas, y muchas, muchas cosas más. Ir descubriendo los gloriosos y oscuros días de la historia antigua era una experiencia muy emocionante, pero cada historia hacía surgir un centenar de nuevas preguntas para las que ni Chaney ni ninguna persona viva tenían respuesta.

Después de cada lección, Mangas Verdes iba tambaleándose hasta su tienda y se derrumbaba sobre sus mantas, exhausta tanto física como mentalmente. Cuando despertaba, su mente estaba tan llena de conocimientos que parecía hallarse a punto de estallar. A veces confundía los nombres de la gente, incluso el suyo, y perdía toda noción de en qué día estaban o cuál era su destino. Había algunos días en los que estaba borracha de tanta instrucción, y Lirio y sus doncellas tenían que acompañarla cuando vagaba de un lado a otro del campamento.

Y en cuanto a elegir un hechizo de entre los centenares que había aprendido, solía sentirse como un hombre que hubiera estado muñéndose de hambre y se encontrara de repente en un banquete, y quedaba paralizada por el número de elecciones que tenía ante ella.

—¿Cómo puedo decidirme por un hechizo para utilizarlo en un duelo de hechiceros, cuando hay tantos hechizos? —le preguntó a Chaney un día.

Chaney se limitó a soltar una risita.

—Todo quedará muy claro cuando llegue el momento adecuado. Llenar tu mente de hechos es como llenar una cesta de grano: se necesita un poco de tiempo y unas cuantas sacudidas y meneos para que encuentren su sitio. Lo sabrás cuando llegue el momento, porque entonces serás capaz de leer en lo que te rodee, y en el maná y en tu enemigo y en tus recursos, de la misma manera que un bardo sabe qué canción de entre centenares desea oír un rey.

—Pero ¿cuándo podré ir de un lugar a otro a través del éter? —preguntó Mangas Verdes—. Dijiste que eso sólo era la segunda etapa, y hasta ahora ni siquiera lo he intentado y no tengo ni idea de cómo se hace. Pese a todas las cosas que he aprendido, me encuentro con que hay mil preguntas sin respuesta y mil huecos que no han sido llenados.

Y, secretamente, una parte de su ser temía la experiencia. Si había algo que pudiera desquiciar su cordura, seguramente sería el disolverse a sí misma y quedar hecha jirones que volarían por el éter.

La anciana druida la sobresaltó cuando dio unas palmaditas sobre la mano de Mangas Verdes con una reseca garra de dedos fríos como el hielo.

—Todo a su tiempo.

* * *

Una mañana Amma anunció que Tybalt estaba recuperado. Mangas Verdes, Lirio, Kwam y los otros estudiantes, sintiéndose llenos de alegría, fueron corriendo a la cabecera de su lecho, que consistía simplemente en una estera colocada a la sombra de un álamo temblón.

El hombre-elfo estaba tan pálido y tenía los ojos tan hundidos en las cuencas que su nariz parecía más grande que nunca. Amma les informó de que el cerebro verde convertido en casco de piedra se había desprendido por sí solo la noche pasada, y en aquel momento estaba encima de una roca no muy lejos de allí. Pero los ojos hundidos en las órbitas de Tybalt ya volvían a ser capaces de ver con claridad.

—Nos alegra mucho que hayas vuelto con nosotros, Tybalt —dijo Mangas Verdes, intentando bromear aunque por dentro se sentía tan helada como las rocas que había a su alrededor y no paraba de vigilar recelosamente por el rabillo de un ojo al casco de piedra—. ¿Cómo...? ¿Qué ocurrió?

Tybalt cerró los ojos, todavía agotado por la terrible prueba que había padecido.

—El casco... Ha de ser el objeto que buscamos. El arma... para usar contra los hechiceros..., para someterles a nuestra voluntad... Fijaos, como yo no supe hacer, en que... no hay boca, y no hay susurros.

Todos volvieron la mirada hacia el artefacto mágico. Era verdad. El casco parecía tan carente de vida como una piedra, e igual de silencioso.

—Cuando me lo puse..., pude sentir, oír, un clamor de voces. Había decenas y decenas de voces, y todas exigían que me rindiera, que desistiese, que dejara de practicar la magia. Pero... no tengo magia alguna dentro de mí, y no puedo lanzar hechizos. ¡Oh, me duele!

Todos asintieron. Tybalt, Kwam, Daru y Ertha eran «estudiantes de magia» porque la amaban y estaban fascinados por ella..., y no tenían absolutamente ningún poder mágico. Su esperanza era que el largo estudio acabara permitiéndoles hacer algún conjuro.

Tybalt siguió hablando con voz enronquecida.

—Eran las voces de los Sabios de Lat-Nam, docenas de ellos, gritando y gritando y reduciéndome al silencio... Sin ningún escudo o protección, sin ninguna forma de aislar mi mente. Corrí de un lado a otro aullando, y me escondí dentro de un rincón oscuro de mi cráneo. —El cuerpo de Tybalt fue recorrido por un estremecimiento incontrolable, y Amma subió un poco la manta para que estuviera más tapado. La voz de Tybalt se convirtió en un susurro—. Pensé que nunca saldría de allí...

Las manos de Mangas Verdes temblaron mientras tomaba las de Tybalt.

—Pero lo hiciste. Fuiste muy valiente al soportar semejante... bombardeo de órdenes. Fuiste muy valiente al tratar de recuperar la... —Mangas Verdes descubrió que no podía pronunciar la palabra «cordura»—, al tratar de volver a ti mismo. Ahora todo va bien, y deberías descansar.

—Sí —dijo Tybalt—. Creo que es lo que voy a hacer. —Empezó a adormilarse apenas había pronunciado aquellas palabras, pero después se despertó de golpe y agarró la mano de Mangas Verdes—. Oh, pero si supieras... ¡Hay más! Hay secretos dentro del casco. Ahí dentro hay historias y cuentos, y hechizos, centenares de ellos. Es como si pudieras leer las mentes de todos los hechiceros que unieron sus poderes para crearlo. ¡Imagínate lo que podrías llegar a aprender...!

Mangas Verdes meneó la cabeza y fue liberando suavemente sus dedos de la mano de Tybalt.

—Nunca dejarás de correr detrás de la magia, ¿verdad, Tybalt? Sí, investigaremos los secretos. Pero no hoy. Y ahora descansa.

Agotado y sin fuerzas. Tybalt por fin cerró los ojos y se quedó dormido.

—Bueno —resopló Lirio con la mirada clavada en el casco de piedra—. Ahora ya sabemos cómo hay que utilizarlo para someter a los hechiceros. Pero ¿nos atreveremos a emplearlo?

Mangas Verdes no tenía respuesta a esa pregunta.

* * *

Un explorador entró al galope en el campamento al día siguiente, pasando como una exhalación junto a los piquetes de guardia y dirigiéndose hacia la tienda de Rakel.

—¡Lo he... encontrado..., comandante! —jadeó después de haber desmontado de un salto—. ¡Un pináculo... hueco..., como una caverna... de murciélagos! Está a unos cinco kilómetros... al noreste. ¡Es la morada del... hechicero acorazado!

Rakel se golpeó la palma de la mano con un puño enguantado.

—¡Lo sabía! Esos rastreros ataques suyos se han ido volviendo cada vez más frecuentes. Está empezando a preocuparse porque nos acercamos a su hogar. ¡Sigue hablando! —La comandante cogió su casco de cuero y una capa marrón—. ¡Eh, tú! ¡Tráeme una cuerda! ¡Avisa al general, y reúne a cualquier explorador que no esté fuera del campamento! ¡Tú, enséñame ese sitio!

* * *

La fortaleza del hechicero acorazado guardaba un increíble parecido con un triturador de patatas puesto de pie.

Como ocurría con muchas de las extrañas cimas esculpidas por el viento que habían visto en aquellos cañones, era más ancha arriba que en el fondo, y consistía en una solitaria columna de piedra rojiza que se alzaba en el centro de un pequeño valle. Chaney les había explicado que aquellos pináculos eran de pedernal o cuarzo, una especie de venas de roca que habían sido impulsadas hacia arriba desde el centro de la tierra y que eran más duras que las capas de piedra caliza acumuladas a su alrededor, por lo que el viento y el agua las habían ido liberando poco a poco a lo largo de los siglos. La cima del pináculo era tan lisa como una mesa, y tendría unos quince metros de anchura. La columna estaba repleta de agujeros, como si fuese una especie de gigantesca pajarera y, de hecho, grandes murciélagos con manchas amarillas en el pecho entraban y salían de los agujeros con un flácido e inquietante aleteo. Pero muchos agujeros habían sido agrandados hasta permitir el paso de un hombre de considerables dimensiones..., como por ejemplo uno que llevaba armadura y un yelmo adornado con unos grandes cuernos.

Además de la protección natural de la piedra aislada —los agujeros empezaban a nueve metros del suelo—, se había cavado un foso alrededor de la columna. Una gran losa de piedra que servía como pasarela cruzaba el foso, y una escalerilla de eslabones metálicos colgaba del primer agujero.

Esparcidos por el valle, durmiendo como lagartijas, peleándose por comida o botín como buitres o haciendo sus necesidades como ratas, había un centenar de orcos, la guardia permanente del hechicero. Los muros del cañón estaban puntuados por un sinfín de cuevas que servían como cubiles a las criaturas, que podían refugiarse en ellas. La falta de piquetes o centinelas demostraba lo inútiles y descuidados que eran los orcos.

—¿Cuándo atacaremos? —preguntó Gaviota en un susurro.

Los espías estaban agazapados sobre una cornisa de roca que corría a lo largo de una gran grieta y desde la que se dominaba el valle. Rakel había invertido la mayor parte del día en traerlos hasta allí, arrastrándose por encima de las rocas con mantas de color marrón echadas por encima de los observadores. La comandante había hecho que los exploradores se desprendieran de cualquier cosa que pudiera hacer ruido, y había ordenado esparcir hollín y cenizas encima de cualquier objeto brillante. Habían necesitado dos horas sólo para arrastrarse por la grieta, asegurándose en todo momento de que nadie presentaba una silueta recortándose contra el firmamento. El grupo estaba formado por Gaviota, Rakel, Bardo, Kamee, la jefe de los cartógrafos, y dos exploradores.

—El hechicero acorazado siempre ataca de noche, así que atacaremos de día —respondió Rakel—. Al amanecer, cuando esos merodeadores nocturnos estén más cansados... Eso nos dará todo el día para la campaña. ¿Has dicho que hay tres hendiduras que entran en el valle? —añadió, volviéndose hacia Kamee.

La mujer de piel morena asintió.

—Cuatro, contando ésta, pero es demasiado alta para bajar sin cuerdas. Las otras tres pueden ser recorridas a caballo, aunque entonces deberíamos tener mucho cuidado con los desprendimientos de tierra.

—Nos moveremos demasiado deprisa para que puedan producirse. —Rakel reflexionó durante unos momentos—. Utilizaremos las tres. Así dispondremos de más espacio para el ataque, y las mantendremos abiertas como vías de huida por si algo sale mal.

—Nada saldrá mal —le dijo Gaviota—. Nuestros soldados arden en deseos de atacar y tú estás al mando. Ganaremos esta batalla... Obtendremos una hermosa y limpia victoria para llevárnosla a casa y compartirla con nuestras familias.

Pero había hablado sin pensar en lo que decía, y un instante después sintió una punzada de dolor. Sus padres estaban muertos, víctimas de la hechicería. Haría bien recordando eso durante la batalla que les aguardaba, pues le daría nuevas fuerzas que emplear contra el hechicero acorazado.

—El amanecer de pasado mañana, entonces —dijo Rakel—. Nada de hogueras hasta entonces, y nada de ruidos. Mañana nos colocaremos en posición, y después nos acostaremos pronto y nos levantaremos a medianoche.

Rakel no pudo reprimir una risita de pura alegría. Si sus viejos instructores de la escuela pudieran verla en aquel momento, al mando de un ejército y planeando un ataque en el corazón de un territorio hostil...

BOOK: Cadenas rotas
10.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Marked by Siobhan Kinkade
Things Invisible to See by Nancy Willard
Pasta Modern by Francine Segan
Little Casino by Gilbert Sorrentino
Angel Fire East by Terry Brooks
Dance-off! by Harriet Castor
The Joy of Sex by Alex Comfort