El leñador acogió los nuevos talentos de su hermana con un gruñido y siguió hablando.
—Si hay agua, el siguiente problema a resolver es el forraje para los caballos. ¿Podríais conjurar un campo lleno de heno?
Ni él mismo estaba seguro de si bromeaba o no.
—Eso no será ningún problema —dijo Chaney.
La anciana y marchita dama estaba instalada en su asiento-hamaca como un búho viejo, con sólo una delgada capa alrededor de sus hombros y un cestillo de juncos debajo de un brazo: ésas eran todas sus posesiones.
Pero lo que más inquietaba a Gaviota era que toda aquella comarca estuviera tan silenciosa. Dejando aparte el vuelo de las aves que se deslizaban por el cielo —¿eran halcones o buitres?— no había ningún sonido. Ni siquiera se oía el siseo del viento, pues los riscos actuaban como barreras. El aire era fresco y seco, y el aliento de Gaviota no formaba nubéculas en esas primeras horas de la tarde.
—Quiero pensármelo bien antes de actuar —les dijo—. ¿Dónde está la trompeta? Podemos... —Rakel se aclaró la garganta con un ruidoso carraspeo junto a él. Oh, sí, Rakel era la comandante del ejército y se ocupaba de todos los detalles mientras que él se encargaba de la estrategia—. Eh... Tenga la bondad de ordenar un descanso, comandante. Yo hablaré con los exploradores.
Rakel se limitó a asentir ante la nueva pomposidad de Gaviota. Había pequeñas arrugas de preocupación profundamente marcadas alrededor de sus ojos y su boca, pues últimamente dormía muy poco; pero sabía cómo dar órdenes. Se volvió hacia la trompeta y le ordenó secamente que tocara a descanso.
Las notas volaron por el aire y volvieron bajo la forma de ecos, y soldados, seguidores del campamento, cartógrafos, bibliotecarios, jinetes, cocineros y un gigante bajaron de sus monturas o dejaron caer sus fardos, se frotaron los traseros, hablaron a gritos con sus vecinos, hurgaron en sus bolsillos buscando tasajo o frutos secos, o se alejaron (bromeando y diciendo que necesitaban dar cien pasos) para orinar dentro de una grieta. Rakel ordenó a Varrius que apostara piquetes de su compañía roja y prohibiese a los cocineros que encendieran fuegos.
Complacido ante aquella fluida eficiencia y la libertad para reflexionar que le proporcionaba, Gaviota hizo volver grupas a su montura, el caballo gris moteado llamado Cintas, y fue a reunirse con Bardo y Holleb, capitán y sargento de exploradores respectivamente. Los cuatro exploradores ya estaban desplegados en parejas por delante de ellos, pues habían sido enviados al amanecer. El paladín llevaba su capucha de malla sobre las orejas, con un sombrero marrón de ala ancha encima de ella. El centauro se había puesto el casco y el peto, y sostenía su lanza emplumada con la punta dirigida hacia las cañadas. «Están esperando problemas —pensó Gaviota—, pero todavía no me han dicho nada. Interesante.»
—¿Qué os parece? —preguntó.
Bardo frunció el ceño y le dio unas palmaditas en el cuello a su montura para calmarla. El animal estaba nervioso.
—No me gusta. Hay algo ahí fuerra. Necesito más de cinco exploradorres. Ya he visto lugarres parrecidos antes... Una ancha avenida puede con-verrtirrse en un cañón que te deja atrapado, o deslizarrse por una grrieta puede rrevelar un valle lleno de verrdorr. No hay forrma de orrientarrse salvo siguiendo las sendas de los animales, que van de un lugarr verrde a otrro. Perro con estas nubes, puedes perrderrte con mucha facilidad y vagarr de un lado a otrro, y luego tienes que esperrarr a que salgan las estrrellas.
Los tres miraron hacia arriba. La capa de nubes ya había llegado, y se estaba espesando. Tenía aspecto de que iba a quedarse allí durante bastante tiempo. Gaviota se dio la vuelta y contempló la lejana meseta cubierta de robles. Las nubes se separaron para derramar un chorro de pálida luz invernal sobre ella, y el leñador se preguntó si era obra de la magia de Chaney o sólo un encantamiento que pesaba sobre la meseta.
—Esta tierra es como nuestras estepas —gruñó Holleb—. El mayor enemigo es el tiempo. Tan pronto hace sol como llueven tridentes, o cae granizo que puede matar, o nieva tanto que acabas enterrado hasta el estómago. No hay forma de saberlo hasta que es demasiado tarde.
—A menos que la druida nos advierta —dijo Gaviota, y un instante después se corrigió a sí mismo—. A menos que las druidas nos adviertan, quiero decir... Tendremos que adoptar precauciones para evitar separarnos. Eso es lo más importante. Tendremos que reunir haces de cañas o arbustos, algo que dé mucho humo al quemarse, quizá algo de sebo, y asegurarnos de que cada grupo tiene uno de esos haces, y acero y pedernal. Cualquier persona que se pierda... Bueno, ¿cómo vamos a hacerlo? Eh... Cualquier persona que se pierda enviará dos columnas de humo al cielo, y luego se quedará donde esté hasta que la hayamos encontrado.
—Sería muy bueno que alguien pudiera volar —dijo Holleb con voz pensativa—. ¿Tu amiga, la dama de blanco, puede volar?
Gaviota meneó la cabeza. Lirio sólo era capaz de flotar, y el leñador pensó que la magia era condenadamente imperfecta y muy poco práctica.
—¿Por qué dijiste que hay algo ahí, Bardo? Mangas Verdes dijo lo mismo, y también dijo que las mulas podían notar su presencia. ¿Cómo lo sabes?
Un encogimiento de robustos hombros acorazados.
—Pero ¿qué es? ¿Una serpiente de cascabel, o una horda de orcos montados sobre mamuts de guerra?
La respuesta consistió en otro encogimiento de hombros.
—Podrías esconder todo un rebaño de mamuts detrás de ese risco. Pero no podrías alimentarlos. Aun así...
—Bardo tiene razón —dijo Holleb con su voz ronca y gutural—. Percibo quizá sólo una cosa grande y muchas más pequeñas. Más que eso, no puedo decir.
Gaviota reprimió un suspiro. Odiaba tener que tomar decisiones basándose en unas briznas de información y unos cuantos presentimientos.
—Muy bien. Nos mantendremos en guardia. Bardo, usa a los verdes de Ordando para aumentar el número de exploradores...
Mangas Verdes se acercó al trote sobre Vara de Oro.
—¡Alguien viene!
Señaló unos puntitos que oscilaban en la lejanía. Todo el mundo entornó los ojos, sorprendido de que Mangas Verdes hubiera sido la primera en divisarlos, y Bardo incluso pareció levemente irritado.
Los exploradores eran Givon y Melba, envueltos en sus prendas grises y marrones carentes de todo color vivo y adornadas con las insignias de plumas de cuervo, y montaban dos robustos caballos castrados de los mismas tonalidades fangosas. Eran hermano y hermana, y los dos eran morenos y llevaban su rizada cabellera negra bastante corta. Melba se encargó de dar su informe, hablando a Bardo.
—Nos hemos internado unos diez kilómetros —dijo—. No hay rastro de gente. Algunas sendas de antílopes contornean una meseta y luego se separan. El nivel del suelo va bajando muy deprisa, puede que unos treinta metros en un kilómetro y medio. No conseguiremos avanzar más de doce kilómetros al día en ese sitio, y más probablemente serán diez que doce. —Melba titubeó y miró a Givon. Su hermano asintió—. Y vimos un caballo volador.
Bardo soltó un bufido.
—¿Un Pegaso? ¿Había alguien montándolo?
—No. Volaba muy alto, pero no cabe duda de que era un caballo de un blanco sucio con tonos amarillos. Sus alas eran como las de un buitre, pero blancas... Ah, y creemos que tenía una cresta de plumas.
Mangas Verdes se fue para informarse sobre el estado de Tybalt, que estaba siendo atendido por los curanderos. Rakel se reunió con ellos.
—¿Hizo algo cuando os vio? —preguntó—. ¿Cambió de curso para advertir a alguien, o se acercó un poco más para investigar?
—No. Desapareció por el norte. Con todos estos muros, resulta muy difícil seguir a algo que va por el cielo.
—Lo sabemos —dijo Bardo—. Buen trrabajo. Esperrad... ¿Cuánto tiempo vamos a pasarr aquí? —le preguntó a Gaviota.
Gaviota giró sobre su silla de montar. Ya era mediados de la tarde, y el ejército había empezado a instalarse.
—Acampemos aquí. Eso nos dará tiempo para acostumbrarnos a esos muros y pensar en las órdenes de marcha, y además tenemos que encontrar agua. Coge a la gente de Ordando y ve a explorar, Bardo. Quiero que tengas un rumbo trazado para el amanecer. Me ocuparé de que los cocineros recojan madera...
Rakel carraspeó y Gaviota se calló.
—Eh... Bien, Bardo, ya sabes qué has de hacer. Y tú, Rakel... Ah... Si tienes la bondad...
Gaviota, sintiéndose entre molesto y avergonzado, hizo volver grupas a su caballo y se alejó al paso..., y un instante después cayó en la cuenta de que no tenía ningún sitio al que ir ni nada que hacer. Era la única persona del ejército que podía permitirse estar mano sobre mano. Pero el leñador se recordó a sí mismo que su trabajo era pensar, así que pensaría.
Entregó su caballo a un chico y una chica que habían sido nombrados mozos de cuadra de oficiales por el encargado de las caballerías, y aceptó un odre de vino del cocinero. Mientras paseaba de un lado a otro, Gaviota encontró una gran alegría en su «nueva» rodilla derecha, que era casi tan fuerte como la otra y que le permitía caminar sin cojera. Se apoyó en una roca bañada por el sol, tomó un sorbo de vino y volvió a tapar el odre. Después clavó la mirada en los muros de roca para pensar en cómo iban a conquistarlos.
Y no tardó en quedarse dormido.
* * *
El primer ataque llegó cuando llevaban tres días en las malas tierras.
De día, el orden de marcha les daba confianza. Muy por delante, normalmente tan lejos que no era visible, iba la fuerza de exploradores aumentada de Bardo. En el ejército propiamente dicho, primero iba la caballería de Helki, desplegada allí donde eso resultaba posible. Después venía una compañía de soldados. Detrás de ellos avanzaba la bestia mecánica, siempre un poco inclinada hacia algún lado en aquel terreno lleno de desniveles, conducida por Stiggur y Dela, su «paje» de diez años de edad, con Sorbehuevos eternamente malhumorado cerca de la cola. Liko caminaba junto al lado derecho de la bestia mecánica, soñando despierto con una cabeza y contemplando el paisaje con la otra. Después venían los oficiales y las hechiceras, colocados allí donde pudieran ver pero siguieran estando protegidos. A continuación venía la gran masa de seguidores del campamento, artesanos, buscadores de conocimientos y demás grupos variopintos. La marcha quedaba cerrada por la última compañía de soldados, pues en cualquier momento podía surgir un ataque de cualquiera de los cientos de cañadas que había a su alrededor. Las compañías avanzaban en un despliegue de hileras, lo más esparcidas posible para que tuvieran más espacio y para reducir al máximo las posibilidades de que los hombres charlaran entre ellos, pues su trabajo era vigilar el terreno y obedecer los gritos de los oficiales.
Pero no fueron atacados durante el día.
Aquella noche los encontró acampados en una especie de gran cuenco, con treinta o cuarenta grietas hendiendo las paredes rocosas de treinta metros de altura. Las compañías y la caballería estaban dispersadas en los cuatro puntos cardinales de un círculo, con los no combatientes en el centro. Un gran poste y una bandera indicaban la situación de las tiendas de los oficiales, y en la tienda más cercana había una joven que había sido nombrada trompeta y un muchacho que ejercía las funciones de tamboril.
La noche ya estaba muy avanzada, y los fuegos se iban apagando poco a poco. Obedeciendo las órdenes, casi todo el mundo estaba dentro de una tienda o en sus mantas. Sólo Gaviota estaba levantado, pues Rakel no podía dormir y eso hacía que él tampoco pudiera conciliar el sueño. Los dos estaban junto a la hoguera de cocinar más grande, tomando sorbos de té de hierbas endulzado con miel. Gaviota esperaba que Rakel se calmara pronto y lograra expulsar las pesadillas de su mente para poder dormir un poco él también. Ir dando cabezadas sobre la silla de montar resultaba bastante agotador.
El leñador tenía sus propias preocupaciones. Givon y Melba, los hermanos que formaban una de las parejas de exploradores, no habían vuelto con el crepúsculo. Podían haber preferido acampar al raso antes que perder una ruta prometedora, o podían estar orientándose mediante las estrellas. Pero aun así, a Gaviota siempre le preocupaba que cualquiera de las personas que estaban a sus órdenes quedara abandonada a sus propios recursos. También le preocupaba el que se estuviera preocupando tanto, y se preguntaba si el sentir demasiado interés personal por sus soldados podía acabar siendo perjudicial para ellos y para él. Pero no conocía ninguna otra manera de ser, y en consecuencia tenía que aguantarse y seguir viviendo tal como era.
Y entonces Gaviota alzó bruscamente la cabeza cuando una estrella llameante surcó el cielo.
No, no era una estrella fugaz. Estaba demasiado cerca.
Una borrosa mancha de claridad rojo amarillenta chispeó justo por encima de su cabeza, moviéndose tan de prisa y pasando sobre él a tal velocidad que Gaviota apenas la vio.
La luz aterrizó dentro de la hoguera y estalló.
Un diluvio de ascuas y cenizas calientes cayó sobre el rostro de Gaviota, creando agujeros en su ropa y su piel. El leñador, ensordecido por el ruido, manoteó frenéticamente para apagar aquellas partículas que quemaban y se restregó los ojos intentando limpiárselos. Lo primero que vio fue la cabellera de Rakel ardiendo mientras ella le derramaba té frío sobre los ojos. Gaviota apagó sus llamas a manotazos.
Había gritos que resonaban por todo el campamento, pero no tantos como se hubiese podido esperar. La mayor parte, y los que se oían con más claridad, procedían de los oficiales —Varrius, Neith, Ordando, Bardo y Helki—, que estaban aullando órdenes. Rakel, con un ojo todavía cegado por las cenizas, gritó a los seguidores del campamento que se levantaran y ordenó a la trompeta y el tamboril que llamaran a las armas. Pero cada combatiente del campamento ya se había levantado de sus mantas o había salido corriendo de su tienda, con las armas puestas antes que las botas o los sombreros. Gaviota sintió un gran orgullo. Por pequeño que pudiera ser, aquel ejército estaba preparado para enfrentarse a cualquier enemigo.
O eso pensaba él.
Alguien gritó y señaló hacia arriba.
Inmóvil en lo alto de un acantilado, iluminada desde atrás por una claridad rojiza, había una gigantesca figura acorazada. Todo su cuerpo brillaba con destellos luminosos, plata y gris acero recubiertos de oro, y unos cuernos gigantescos sobresalían de su yelmo para alzarse más allá de unos hombros llenos de pinchos.