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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (5 page)

BOOK: Cadenas rotas
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* * *

Cuando las chispas se desvanecieron, Norreen se encontró en una pequeña habitación sin ventanas. Las cuatro paredes del diminuto cuarto estaban adornadas con tapices, hermosos pero ya un tanto descoloridos, y un candelabro de hierro proporcionaba la iluminación.

Seguía inmovilizada con el rostro en el suelo, sujetada por dos héroes que le colocaron un collar de hierro alrededor del cuello y después lo unieron a grilletes en sus muñecas, que fueron colocadas a su espalda. Norreen consiguió no asfixiarse estirando los brazos hacia arriba. La mujer rubia se rió.

—Esto es como ponerle a un ratón un grillete hecho para las patas de un elefante.

—Conoces las reglas. ¿Todavía no están preparados para recibirnos? —preguntó Natal.

Acalló los gritos de Hammen pellizcándole la nariz y cerrándole la boca con un par de dedos, con lo que impedía que el niño pudiera respirar. Hammen jadeó desesperadamente, intentando tragar aire cuando Natal apartó la mano de su rostro. Norreen se retorció impotentemente bajo sus ataduras de hierro. No podía hacer nada aparte de esperar que les dieran una muerte rápida, en vez de enviarlos a las mazmorras para que los aprendices de torturadores pudieran hacer prácticas con ellos.

—Ya han hecho la señal —dijo Natal desde la puerta—. Vamos. Procurad tener buen aspecto: las cabezas erguidas, los hombros hacia atrás.

«El orgullo antes que cualquier otra cosa», pensó Norreen. ¿Realmente había nacido entre aquellas gentes de corazón duro e implacable? Un instante después sus grilletes recibieron un salvaje tirón, y Norreen fue sacada a rastras de la diminuta sala de espera...

... para entrar en una lujosa cámara que habría podido ser una sala del trono si Benalia hubiera tenido una dinastía real. Pero la ciudad-estado no tenía un rey, sino un sistema de castas rotatorias..., y Norreen sintió un horrible vacío en las entrañas cuando comprendió cuál era la casta que mandaba durante aquella estación, y quién gobernaba a la casta.

Docenas de cortesanos, parásitos y mirones estaban inmóviles en la sala, todos vestidos con ropas caras pero sencillas, esperando impacientemente que se les ofreciera un poco de diversión. En el centro de la sala colgaba un largo estandarte azul adornado con conchas rosadas, el color y el emblema de la casta gobernante de aquel momento, el Clan Deniz. Al final de la sala había un estrado con una larga mesa de madera lustrosa y reluciente, de aspecto muy sencillo pero muy cara, como todo en Benalia. Sentados a la mesa había siete ancianos, los líderes de su casta. El Portavoz de la Casta ocupaba el asiento central, y Norreen le conocía demasiado bien.

El canciller estaba inmóvil a un extremo de la mesa, sosteniendo en las manos un rollo de pergamino ribeteado de rojo. Rojo, el color de la sangre... Eso indicaba un asunto de la máxima importancia, una cuestión de vida y muerte. Norreen sabía que la muerte de la que se iba a hablar era la suya. Mientras los siete ancianos y la corte escuchaban en silencio, y los héroes inmóviles detrás de ella mantenían firmemente sujetos los grilletes de Norreen y a su hijo, el canciller empezó a leer el pergamino.

—Rakel de Dasha de Argemone de Kynthia —estaba citando los nombres de las madres de Norreen—, se te acusa...

El discurso era muy ampuloso y florido, y duró bastante rato. Nada de cuanto se dijo era nuevo para Norreen. Había sido portadora del escudo del líder de la guerra, una mujer llamada Alaqua, que había muerto en combate. Por derecho y por costumbre, Norreen tendría que haber muerto antes o haber muerto con ella. En vez de morir, Norreen había sobrevivido. Explicar que tenía tres flechas clavadas en el cuerpo y que el hacha de un enano le había asestado un terrible golpe en la cabeza no hubiera servido de nada. Benalia no estaba interesada en la justicia, sino en las reglas. Los crímenes fueron sucediéndose unos a otros mientras Norreen iba llenando mentalmente los huecos en el recitado: cómo había «huido a Estark» (inconsciente dentro de un carro repleto de cadáveres) y «acechado en secreto» (catorce meses en un hospital para pobres) sin «informar a sus señores» (un detalle muy sutil, ya que ni siquiera sabía dónde se encontraba Estark en relación a Benalia), cómo había «rebajado y denigrado su profesión» librando duelos callejeros para diversión de las turbas (y para obtener comida), y había luchado a muerte en la arena «sin compensación» (para salvar la vida de Garth, el hombre del que se había enamorado), y etcétera, etcétera.

Norreen esperó a que llegara el final del discurso, y su muerte con él. Pensó en su hijo, e intentó no llorar.

La lista de acusaciones terminó por fin.

—¿Cómo te declaras?

—Culpable de todas las acusaciones.

¿Se había declarado inocente alguien alguna vez? Norreen habló con voz firme y tranquila. Por lo menos podía morir con dignidad. Pero su hijo... ¡Oh, era tan joven!

—Muy bien. Aguarda el castigo.

El Portavoz estaba intentando no sonreír. Norreen se limitó a fulminarle con la mirada. De los centenares de hombres que había en Benalia, tenía que estar indefensa precisamente ante Sabriam, el hombre con el que se había negado a contraer matrimonio. Pero Norreen sabía contar, por supuesto, y tendría que haber sabido que su casta disfrutaba del poder sobre todas las demás durante aquella estación. Eso no quería decir que el mantenerse lejos de Benalia hubiera sido una mala decisión, desde luego: Sabriam parecía más consumido por la disipación y sus distintas adicciones que nunca. Como gobernante, era continuamente agasajado por los clanes gobernantes de una de las ciudades más grandes de los Dominios, y las fiestas nocturnas estaban empezando a pasarle la factura: el vino, los banquetes y las orgías probablemente acabarían con él antes de que el año llegara a su fin. Norreen esperó que así fuera.

Sabriam se limpió el mentón y no pudo resistir la tentación de burlarse un poco de ella.

—Benalia se siente especialmente desilusionada, Rakel. Alaqua no tenía igual entre nuestros líderes de la guerra, y tú eras su escudera más prometedora... Pero le fallaste, y como consecuencia las montañas del Hierro Rojo siguen fuera de nuestra esfera de influencia. La ciudad ha pagado un precio muy alto durante el tiempo que has estado fuera, divirtiéndote y pasándolo bien lejos de Benalia.

Sabriam casi se lamió los labios después de pronunciar la última palabra.

—Quítame las cadenas y te enseñaré cuál es la diversión que más me gusta —rechinó Norreen.

Una risita líquida, y Sabriam tuvo que volver a limpiarse el mentón.

—Debo añadir que yo también sufrí una severa desilusión cuando rechazaste mi oferta de matrimonio. Eso fue un terrible insulto para mí y para mi clan.

Norreen estaba hirviendo de furia. Ser ejecutada ya era bastante malo, pero tener que soportar aquella charla era todavía peor.

—¡Tú sí que eres un insulto a tu clan y a toda Benalia, Sabriam! ¡Que tus manos llenas de verrugas controlen el destino de esta ciudad es como permitir que los chacales cuiden del cementerio! Y en cuanto al matrimonio, antes me acostaría sobre los excrementos con un cerdo que contigo. El olor sería mucho más agradable, habría menos probabilidades de pillar alguna enfermedad, ¡y cuando el cerdo me abandonara por una botella o por un muchachito no me llevaría ninguna sorpresa!

La corte dejó escapar un jadeo colectivo, aunque hubo muchos que soltaron risitas. Incluso algunos de los ancianos que flanqueaban a Sabriam sintieron deseos de asentir, pues la rivalidad que existía entre los clanes era tan feroz como las peleas callejeras entre ellos.

Sabriam percibió el ridículo que se agitaba a su alrededor, y cuando volvió a hablar le tembló la voz y acompañó las palabras con una pequeña rociada de gotitas de saliva.

—¡Preparadla!

Las manos que la habían estado aferrando se movieron sobre sus grilletes, y la guerrera rubia se colocó delante de Norreen con una larga daga blanca en su mano. Era la temida daga de Benalia, el signo de un héroe. «¿Van a matarme aquí mismo, en la cámara? —pensó Norreen—. Ah, bueno, mejor aquí que en las mazmorras.» Su hijo recordaría que su madre murió con orgullo...

Pero el cuchillo suspendido sobre su cuello no buscó su corazón. En vez de eso, lo que hizo fue besar su piel mientras iba deslizándose por la parte delantera de su corpiño, cortando las cintas que lo mantenían cerrado. La hoja siguió bajando, hendiendo sus ropas hasta dejarla desnuda.

Los cortesanos murmuraron y soltaron risitas maliciosas. Norreen se ruborizó, volviéndose de un rojo carmesí desde la cabeza hasta los pies, y las risitas se hicieron más ruidosas. Norreen no podía creer que estuviera siendo objeto de aquel insulto tan descomunal. Una heroína debería tener derecho a una muerte de heroína.

La rubia dejó escapar un resoplido despectivo mientras contemplaba el cuerpo desnudo de Norreen: las nalgas engrosadas, las gordas piernas, el estómago saliente, los pechos colgantes que rezumaban leche... Salvo por su rostro y sus brazos, su piel era muy blanca. Norreen había perdido el bronceado, mientras que los guerreros se adiestraban bajo un sol abrasador. Alguien dejó un pequeño bulto de telas al lado de Norreen, y la rubia se inclinó para cogerlo.

En el nombre de los Eternos ¿qué le estaban haciendo?

La estaban vistiendo. La rubia le ordenó que levantara el pie y Norreen obedeció, asombrada. Con la ayuda de uno de los hombres, le fueron subiendo los pantalones de cuero a lo largo de sus gruesas pantorrillas y muslos, gruñendo bastante más de lo necesario teniendo en cuenta el esfuerzo que hacían. Cubrieron el torso de Norreen con el chaleco de cuero de una heroína, y después anudaron las cintas debajo de sus sobacos a pesar de las cadenas. Finalmente, le colocaron el arnés de guerra con sus bolsas y su espada corta, su daga y sus guanteletes, le colgaron un escudo redondo a la espalda y la calzaron con botas. Después la rubia retrocedió un par de pasos, y escupió para demostrar lo mucho que la irritaba tener que ocuparse de tareas mundanas.

Pero Norreen seguía estando llena de preguntas. ¿Desde cuándo vestían a los condenados como si se fueran a la guerra?

—Las cosas han cambiado —respondió Sabriam como si le hubiera leído la mente—. Hemos instaurado una nueva política. Ya no ejecutamos a los criminales. —«Criminales...» Los ecos de la palabra resonaron dentro de sus pensamientos—. Ya no desperdiciamos... recursos valiosos.

La mención del dinero arrancó siseos ahogados a la multitud. Los guerreros no eran pescadores o zapateros remendones.

Sabriam siguió hablando, levantando la voz como si quisiera acallar una vieja discusión. Benalia nunca andaba escasa de discusiones.

—En una nueva demostración de clemencia, concedemos una oportunidad de redimirse a quienes han sido condenados. Solo una... Has sido elegida para obrar según los deseos del Castillo Parlante. Si haces bien tu trabajo, serás perdonada y readmitida en la sociedad de los héroes. Si fracasas, se te ejecutará.

Todavía prisionera, pero sintiéndose más fuerte con sus vestimentas de guerrera, Norreen decidió hablar.

—¿Cuál es mi misión? —preguntó.

—Se está reuniendo un ejército en las tierras del este. Dicho ejército planea expandirse desde el este hacia el oeste, y amenazar a la mismísima Madre Benalia. Debes unirte a ese ejército o introducirte en él sin ser vista, lo que te parezca más adecuado, y asesinar a sus líderes.

—¿Quiénes son esos líderes? —preguntó Norreen.

Pedir aclaraciones y detalles acerca de una orden era una reacción automática en ella. La cabeza le daba vueltas ante aquella suspensión de condena tan inesperada. En un momento dado estaba muerta, y al siguiente estaba viva y era lanzada al campo de batalla como un perro de caza. Sabía que Sabriam tenía que estar mintiendo: aquella misión sólo podía tener como objeto reforzar el poder y el dominio de su clan.

—Los líderes son una hechicera, una joven llamada Mangas Verdes de la que se dice que posee un gran poder sobre la naturaleza, y el general del ejército, llamado Gaviota el leñador. Hazte con sus cabezas, y Guyapi te hará volver en cuanto las tengas.

—¿Y qué hay de mi hijo?

Norreen no había tenido intención de gritar, pero el alarido le fue arrancado del corazón contra su voluntad.

Sabriam sonrió, una mueca babeante.

—Tu... bastardo... se quedará aquí para que esté protegido, y será entregado a los maestros para que vaya recuperando todo el tiempo y las lecciones perdidas. Aunque me imagino que llevará tal atraso que los otros niños lo pondrán a prueba..., con mucha frecuencia. Si tardas mucho en regresar quizá ni siquiera reconozcas al niño, así que procura volver lo más pronto posible. ¡Hechicero!

—¡No! —gritó Norreen.

Los maestros eran implacables, algo que Norreen sabía muy bien por su experiencia personal. Le arrancarían hasta el último gramo de humanidad a su dulce y querido niño, e incluso era posible que decidieran matarle únicamente para dar un ejemplo a los otros estudiantes.

—¡Noooooooo!

Se lanzó hacia adelante, tirando de sus ligaduras y escapando a las manos de sus captores. Norreen corrió hacia el estrado, manteniendo el cuerpo inclinado hacia adelante para no caer. Subió al estrado de un salto, moviéndose con una vieja agilidad que no conocía vacilaciones ni fallos, y después dio otro salto que la colocó encima de la mesa. Sabriam retrocedió torpemente, aturdido y lento en sus reacciones. Norreen tuvo tiempo de asestar una potente patada —que aplastó la nariz de aquel sapo e hizo brotar chorros de sangre— antes de que la arrancasen de la resbaladiza superficie de la mesa y la hicieran caer.

Se derrumbó sobre el estrado y su hombro chocó con él. Alguien la agarró para darle la vuelta, pero Norreen lanzó otra patada y oyó el crujido de una rodilla que se rompía. Entonces la mano de la rubia descendió, con la empuñadura de la daga por delante, y el pesado diamante utilizado para romper cráneos que estaba incrustado en el pomo del arma hizo que la cabeza de Norreen rebotara sobre el suelo de teca y le llenó los ojos con un estallido de estrellas. Norreen, que seguía luchando y debatiéndose, vio cómo el hechicero Guyapi extendía las manos hacia ella y las chispas empezaban a surgir de las puntas de sus dedos.

—¡Mamá! —gritó su hijo—. ¡No me dejes!

Y entonces las chispas la envolvieron, y Norreen volvió a caer en el vacío.

_____ 3 _____

—¡Dejadlo! ¡No e-es im-importante!

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