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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (38 page)

BOOK: Cadenas rotas
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—La puerta —murmuró Rakel—. Al final del pasillo... Escalera... Lleva a la sala del consejo.

Ordando fue corriendo a investigar y volvió con idéntica rapidez.

—¡Tiene razón! ¡Hay una escalera de caracol que sube y sube como si llegara al cielo!

—Al infierno, más probablemente. Pero iremos por ella.

Gaviota tomó a la vendada Rakel en sus brazos, pues no podía mantenerse en pie. La guerrera, medio inconsciente, estaba hablando en murmullos con Hammen y con alguien llamado Garth.

—¡Deja de vomitar y cógela! —ordenó el leñador, inclinándose sobre Stiggur—. ¿Querías aventuras? ¡Pues ahora ya las tienes!

El muchacho cogió torpemente a la mujer que parecía fundirse en sus brazos, pues pese a toda su fuerza Rakel era más baja y delgada que él. El olor a sangre y quemaduras que desprendía le hizo arrugar la nariz, pero no la soltó.

Estaban preparados. Bardo volvió la mirada hacia el torturador muerto. El paladín volcó con su espada la jaula llena de ratas, y éstas se desparramaron por el suelo en un sucio montón grisáceo. Después cerró la puerta de un manotazo y rompió la llave dentro de la cerradura.

Gaviota se quitó la capa, que le había hecho sudar dentro de aquella diminuta mazmorra. El leñador colgó su hacha de su ancho cinturón, se pasó el arco por encima del hombro y comprobó la cuerda.

—Y ahora a por ese Sabriam, y a rescatar al chico. ¿Estáis conmigo?

Ordando se limpió las manos en sus pantalones de lana, movió los dedos sobre la empuñadura de su espada para sujetarla mejor y curvó los labios en una sombría sonrisa.

—¿Enfrentarse a toda una sala llena de cortesanos y de sus guardias de élite? ¡Será un placer!

Subieron rápidamente por la escalera en fila india, e iniciaron el ascenso.

* * *

Cuando llegó al final de la escalera de caracol, Gaviota empujó una puerta de bisagras bien engrasadas y se encontró con una habitación de paredes de piedra en la que había colgado un tapiz. El tapiz tenía un pequeño agujero que servía como mirilla, y Gaviota examinó la sala del consejo a través de él mientras los demás iban colocándose a su espalda: Lirio con sus ropas blancas ensuciadas por el viaje y manchadas de sangre; Stiggur sosteniendo en sus brazos a la silueta inmóvil de piel muy blanca que era Rakel, ensangrentada y sucia y envuelta en la capa del muchacho; Ordando, que ardía en deseos de vengar los sufrimientos de su comandante; y Bardo, que alzó su espada por encima de sus cabezas y aguardó la señal de Gaviota.

El leñador puso una larga flecha en su arco y asintió. El largo acero de Bardo atravesó el tapiz con tanta facilidad como si fuese una telaraña, y pliegues polvorientos cayeron a sus pies.

La claridad del sol entraba por grandes ventanales en un lado de la sala, derramándose sobre el otro extremo de la gran estancia y haciendo que la alfombra azul pareciese brillar y estar llena de vida. Cortesanos boquiabiertos permanecían inmóviles a lo largo de las paredes. Los guardias, perplejos, estaban en la puerta de la derecha con los pies como enraizados en el suelo y los ojos saliéndoseles de las órbitas. Seis miembros del consejo se levantaron en la lejanía, poniéndose de pie detrás de la mesa del estrado. Sólo el séptimo, que padecía los efectos de la infección de su nariz y del exceso de drogas, siguió sentado. Un niño de dos años vestido de cuero negro que se encontraba detrás de él gritó una palabra.

Todos contemplaron en silencio al extraño grupo que había aparecido ante ellos, surgiendo de detrás del viejo tapiz a pesar de las mejores protecciones mágicas que el dinero podía comprar.

El hombre de las cicatrices que vestía aquellas toscas prendas de piel de ciervo alzó su arco y tensó la cuerda..., y la soltó.

Años de práctica y un abrasador deseo de venganza impulsaron a la flecha de Gaviota y la guiaron infaliblemente hasta su blanco. El astil hendió el aire y atravesó la garganta de Sabriam, sujetándolo al respaldo de su pesado sillón de roble.

Un coro de siseos y jadeos ahogados resonó en la sala. Los guardias se lanzaron a la carga, pero no pudieron abrirse paso por entre la ebria multitud que contemplaba la doble amenaza que suponían Bardo y Ordando, ambos con sus escudos y sus espadas levantadas.

Gaviota fue corriendo hasta el otro extremo de la sala del consejo. Los miembros del consejo se apresuraron a dispersarse. El leñador se colgó el saco del hombro y subió de un salto al estrado. Gaviota agarró la pesada y reluciente mesa de madera por debajo, sujetándola con las dos manos, y después tiró de ella y la arrojó a un lado. Ya nada se interponía entre él y el encogido y tembloroso Sabriam, que miraba al enfurecido gigante con ojos que habían recuperado repentinamente la sobriedad.

—¡Soy Gaviota el leñador! —declaró mientras descolgaba su larga hacha de doble hoja de su cinturón—. ¡Soy el hombre al que pretendías asesinar, junto con mi hermana, y soy amigo de Rakel!

Y después de haber gritado esas palabras, Gaviota alzó el hacha por encima de su cabeza como si se dispusiera a cortar unas ramas para el fuego, y la dejó caer con todas sus fuerzas.

La pesada hoja partió por la mitad a Sabriam e hizo astillas el asiento de su trono. Sangre, sesos, entrañas, costillas, órganos... Todo se confundió en una repugnante masa púrpura.

Gaviota liberó su hacha ensangrentada de una potente sacudida y giró sobre sus talones para encararse con los asombrados cortesanos y guardias.

—¡Ahí está una de vuestras compatriotas, y ved lo que le habéis hecho! —gritó—. ¡Muéstraselo, Stiggur!

El muchacho tenía los brazos llenos de mujer, por lo que Lirio levantó la capa y enseñó a la atónita sala las heridas y quemaduras que cubrían el cuerpo de Rakel. Stiggur fue volviéndose en un lento círculo ante las disipadas heces del clan de Sabriam. Algunos vomitaron y algunos se desmayaron, y algunos se limitaron a apartar la mirada.

—¿Lo veis? —atronó Gaviota desde el estrado ensangrentado—. ¡Esto va a terminar, o será esta ciudad la que dejará de existir! ¡Así lo juran Gaviota el leñador y Mangas Verdes la druida!

Lloros, susurros y plegarias le respondieron. Después, rompiendo el tenso silencio que siguió a sus palabras, Gaviota rodeó con los dedos el tembloroso brazo del niño vestido de cuero negro y cabeza rasurada.

—Tu madre te necesita, Hammen.

Los ojos azules del niño se alzaron hacia aquel hombre tan alto y robusto y le lanzaron llamas heladas, pero cuando Stiggur subió de un salto al estrado con su pálida carga, un estallido de dolor desgarró el corazón del niño y todo su ser se reconstruyó de repente.

—¡Madre!

Hammen se aferró a su madre, inmóvil debajo de la capa que la envolvía, mientras Stiggur se tambaleaba bajo aquella carga extra.

Sacada de su estupor por aquella única palabra, Rakel abrió ojos inyectados en sangre y besó la coronilla rasurada de su hijo.

—Hammen...

Bardo y Ordando se habían movido hacia atrás en un retroceso perfectamente sincronizado, llevando a los otros hacia Gaviota. Los guardias siguieron su movimiento, con las alabardas paralelas al suelo y sin dar ninguna señal de que fueran a atacar.

Y entonces un capitán de la guardia fue corriendo hasta la puerta y empezó a chillar.

—¿A qué estáis esperando? ¡Capturadlos!

El leñador miró a su alrededor y después empezó a retroceder hacia las ventanas abiertas. El panorama que podía contemplarse desde aquella gran altura le arrancó un jadeo ahogado.

La ciudad-estado de Benalia se extendía hasta allí donde podía llegar la vista, desplegándose hacia la base de las lejanas colinas azules. Había más casas, edificaciones, calles y personas que árboles en un bosque, o que copos de nieve en una ventisca.

Los guardias habían echado a correr y ya casi estaban encima de ellos. Los camaradas de Gaviota buscaron refugio en el estrado, pegándose unos a otros alrededor del cuerpo partido en dos de Sabriam. Bardo agarró la pesada mesa para colocarla de lado y utilizarla como barrera.

—¿Puedes sacarnos de aquí mediante un conjuro, o tendremos que librar nuestra última batalla en esta sala? —preguntó Gaviota, volviéndose hacia Lirio.

La hechicera alzó la cabeza. Las cosas estaban ocurriendo demasiado deprisa.

—¡No lo sé! Necesito tiempo...

Gaviota se limitó a asentir, extrañamente calmado. Habían rescatado a Rakel y a su hijo. Si morían en aquella sala, rodeados por decenas de enemigos, las leyendas dirían que habían llevado a cabo su misión y que habían hecho cuanto estaba en sus manos.

Pero entonces una idea surgió en su mente mientras contemplaba la ciudad.

—¿Podríamos volar? —preguntó de repente.

—¿Volar? —Lirio le miró fijamente. Sus ojos estaban tan abiertos que parecían a punto de salirse de sus órbitas—. Oh, no. Eh... Yo no...

—Es el momento.

Gaviota giró sobre sus talones y rodeó con los brazos a Stiggur y Lirio, y después llamó a Bardo y Ordando mientras salía por el gigantesco ventanal y se detenía en la gran losa que formaba el alféizar. El viento agitó su cabellera alrededor de su rostro y tiró de su capa. El leñador alzó un brazo y rodeó a Lirio con él.

—Haznos volar, Lirio.

Lirio hubiese querido gritar.

—¡No puedo!

Gaviota, que seguía envuelto en aquella extraña aureola de tranquilo fatalismo, se inclinó sobre ella y depositó un beso en su coronilla.

—Puedes hacerlo —dijo—. Sabes que puedes hacerlo. Tengo fe en ti, Lirio. Todos la tenemos.

Lirio volvió frenéticamente la cabeza de un lado a otro, y sus ojos recorrieron los rostros de sus camaradas. Bardo y Ordando los flanqueaban y sostenían sus espadas cruzadas en las ventanas abiertas para mantener a distancia a los todavía perplejos guardias. Stiggur sostenía a Rakel y contemplaba a Gaviota, su héroe, obteniendo fuerzas de él. Hammen no soltaba la mano de su madre.

Lirio se mordió el labio, extendió los brazos como si fuera a volar y rezó.

—No puedo...

Gaviota alargó los dos brazos por detrás de ellos y sus dedos encontraron las capas de Bardo y Ordando.

—¡Puedes hacerlo!

Y, agarrándolos a todos a la vez, Gaviota se inclinó hacia adelante y todos se precipitaron en el vacío.

La neblina marrón, verde, azul y amarilla se rasgó ante los ojos de Mangas Verdes, y se encontró de pie en un prado lleno de hierba amarilla que le llegaba hasta las rodillas.

La joven hechicera dejó escapar el aliento con un gran siseo. No se había dado cuenta de que estuviera conteniendo la respiración.

—¡Lo he hecho!

Mangas Verdes se apresuró a mirar a su alrededor, y sus ojos fueron más allá de sus amigos y recorrieron el horizonte. Su hermano, el ejército, el cañón y la noche habían desaparecido, y habían sido sustituidos por colinas cubiertas de hierba amarilla que se alejaban en todas direcciones y por el sol que brillaba encima de sus cabezas.

—¡Lo he hecho! —repitió, feliz y maravillada—. Mi conjuro nos ha trasladado a todos y...

Mangas Verdes no necesitaba añadir «y mi mente sigue intacta», por lo que se calló.

Sus compañeros de viaje también miraron a su alrededor y contemplaron las colinas amarillas y el cielo vacío. No había nada más que ver.

Fue Helki quien se encargó de formular en voz alta la pregunta que se agitaba en las mentes de todos.

—Pero ¿dónde estamos, Mangas Verdes?

—¿Eh? —La hechicera volvió a mirar a su alrededor, pero no había gran cosa que ver—. Hummm... ¿Esto no es Phyrexia, plano de... demonios?

Helki señaló con un dedo.

—Sólo hay unos cuantos pájaros en las alturas, y nada más.

Los humanos ni siquiera podían verlos.

Mangas Verdes se inclinó y arrancó un tallo de hierba del suelo. Olía muy bien y tenía una delicada cabeza granulosa erizada de pelitos, y habría sido un forraje excelente para el ganado. El sol calentaba la tierra, y la brisa era suave. Aquel lugar no tenía el aspecto que se podía esperar de un erial donde moraba una plaga de demonios.

—¿Qué significa esto? —le preguntó al aire.

—¿Sigues en contacto con el cerebro verde? —sugirió Amma.

Mangas Verdes frunció el ceño y se concentró. Un instante después pudo oír la canción del cerebro, su enloquecido parloteo y una sombra de miedo resonando en las profundidades de su mente. Pero el cerebro de piedra no estaba cerca, y Mangas Verdes pensó que ni siquiera se hallaba en aquel plano.

—No lo entiendo —dijo—. Tendría que haber ido directamente hacia él.

—Quizá hayamos llegado a alguna especie de punto intermedio —dijo Kwam con voz pensativa—. ¿Podrías traerlo hasta aquí mediante un conjuro?

Mangas Verdes consultó con la voz que resonaba dentro de su cabeza.

—No más que antes. Esos demonios deben de tener alguna forma de retenerlo allí. Chaney dijo que un hechicero de gran poder puede hacerlo.

Mangas Verdes miró a su alrededor en una búsqueda inútil.

—Sigo sin entenderlo... Bien, supongo que debemos volver a intentarlo.

Esta vez, para estar segura, dijo a sus compañeros que se cogieran de la mano: Amma, Helki, Channa y Kwam así lo hicieron, y Mangas Verdes también obedeció su propia orden.

Esta vez el desplazamiento resultó menos difícil. Aferrada a su pentáculo nova (y a su mente dentro de ella), Mangas Verdes concentró toda su voluntad y llamó al maná para que acudiera a su cuerpo y a su espíritu desde todas las direcciones, y sintió cómo el resplandor ondulaba velozmente hacia arriba y los envolvía.

Y se materializaron sobre unas llanuras de barro donde el agua salada se agitaba alrededor de sus botas, zapatos y pezuñas y buscaba introducirse en ellas.

Aquel lugar apestaba a marea baja, y el aire estaba tan frío que su aliento humeaba en él. A lo lejos, quizá a un tiro de arco, el océano golpeaba lentamente una orilla fangosa. Más allá, las ballenas lanzaban chorros de niebla a la gélida atmósfera. Detrás de ellos había más llanuras de barro, extendiéndose kilómetros y kilómetros hasta terminar en extensiones de hierba salada. Lo más extraño de todo era el sol teñido de rojo suspendido en el cielo por encima del horizonte: Mangas Verdes no tenía ni idea de qué significaba, pues en todo lo que había aprendido no figuraba nada que pudiera explicar un sol rojo.

Nadie necesitó decirlo: una vez más, no estaban en ninguna parte.

Pero Mangas Verdes volvió a encontrar la canción. ¿Estaba más cerca que antes?

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