Armados con el número de la habitación, a los tres les resultó fácil llegar a la planta. Mack, que conocía la rutina y a algunos de los miembros del personal de aquella planta, esperó hasta que quienes pudieran haber causado problemas se hubieron marchado, y luego guió a los otros pasillos abajo hasta la habitación.
El Señor Navidad seguía dormido, pero ahora se hallaba en una cama de hospital sin ningún tubo.
—¿Qué hacemos? —dijo Word—. ¿Esperamos a que aparezca mi padre?
Ceese miró alrededor.
—¿Trasladamos a otra habitación al viejo?
—Esto no es
El padrino
—dijo Word—. No podemos trasladarlo sin más. Se darían cuenta. Y además, si viene aquí por arte de magia, no podemos engañar a la magia, ¿no? Aparecerá en la habitación donde esté el Señor Navidad.
Un susurro del Señor Navidad, desde la cama, los interrumpió.
—Ven aquí.
Todos se volvieron. El hombre alzaba una mano débil. Llamaba a Mack.
—Toma mi mano.
Mack dio un paso hacia él.
—¿Te fías de él? —preguntó Word.
—No lo hagas, Mack.
—Ayúdame —dijo el Señor Navidad.
Mack miró a Ceese y a Word, y luego se volvió hacia Puck.
—Los médicos ya me han hecho lo que necesitaba.
El Señor Navidad miró a Ceese y a Word, y de repente ellos sonrieron y empezaron a empujar amablemente a Mack hacia la cama.
—No pasa nada —dijo Ceese.
—Te necesita —dijo Word.
Y Mack supo en ese mismo momento que Puck les estaba haciendo lo que le había hecho a Word Williams hacía trece años. Les hacía querer hacer algo que no querían hacer. Animar a Mack a obedecer la orden de Puck.
La cosa era que Mack no quería hacerlo. Ni tampoco quería no hacerlo. Era como si Puck no tuviera ningún poder para obligar a Mack a querer o no querer nada.
—Te he tocado, antes —le dijo Mack al hombre de la cama—. Yo... te he llevado en brazos. No te ha servido de mucho.
El Señor Navidad respondió simplemente agitando los dedos. Dame la mano, decían los dedos.
¿Estoy haciendo algo que no quiero hacer?, pensó Mack mientras tendía la mano. ¿Es esto lo que se siente? Pero la descripción de Word no había tenido sentido para él y no sabía si era esclavo de Puck o no. Así que... justo antes de tocarle la mano, Mack se detuvo, apartó la mano y se la metió en el bolsillo.
El Señor Navidad siguió agitando los dedos.
De acuerdo, así que he demostrado que puedo hacerlo. Pero ahora, cuando saco la mano del bolsillo y vuelvo a tenderla es porque quiero o porqué…
Podía seguir con aquello toda la mañana y, mientras tanto, el profesor Williams podía aparecer de la nada y meterle seis tiros al cuerpo de Puck.
Mack tomó la mano del hombre.
Su tenaza era débil. Pero cuanto más agarraba más fuerte se volvía. Hasta que Mack dijo:
—Me estás haciendo daño.
—Lo siento —dijo Puck. Pero ya parecía más fuerte. Y cuando soltó la mano de Mack se sentó y se quitó las vendas de la cabeza y el cuerpo—. Sí que dolía.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Mack—. ¿Ha sido la...?
Puck alzó una mano para que no dijera nada más. Entonces se levantó y miró la escayola que tenía en la pierna.
—Mack —dijo Puck—, ¿puedo apoyarme en ti?
Mack se acercó. El hombre se apoyó en él. Dio un paso. Otro.
Y entonces Puck dejó de apoyarse en él. Mack lo miró. Ya estaba completamente vestido, de vagabundo, con bolsas de la compra aso mando de todos los bolsillos y enrolladas en los brazos.
—Ya no hay ningún motivo para esconderlas de ti —le dijo Puck a Mack—. Ahora que Word te lo ha contado todo.
Y con un gesto a Word y a Ceese, y un guiño a Mack, Puck abrió la puerta de par en par y salió al pasillo. Nadie trató de detenerlo.
—Lo has curado —dijo Word.
—Se ha curado él solo —respondió Mack—. Él es el mago, no yo.
—Pero ha tenido que agarrarse a tu mano para hacerlo.
—Eso es una locura —dijo Mack.
—Y cuando se estaba apoyando en ti, la escayola ha desaparecido y de repente llevaba puesta esa ropa —dijo Ceese.
—La pregunta es si le hemos salvado la vida a un hombre o si hemos dejado a un monstruo suelto.
—Hemos salvado a tu padre —dijo Mack—. De cometer un asesinato e ir a la cárcel por ello.
—Si hubiera venido.
—Ahora nunca lo sabremos —dijo Ceese—. Pero ¿no es mejor que saber que no lo impedimos?
—Sí que lo es.
—Ahora vámonos a casa —dijo Ceese—, antes de que las enfermeras nos pillen aquí y quieran saber qué hemos hecho con el viejo.
Mientras se acercaban al coche, Word pulsó el botón que hacía que el Mercedes emitiera un pitido y las luces parpadearan.
—¿Sabéis lo que quiero hacer ahora?
—¿Qué? —preguntó Ceese.
—No quiero pasarme mucho tiempo tratando de comprender todo esto. Me pasé años intentando encontrarle sentido y decidí hace mucho que lo mejor que puedo hacer es actuar como si nunca hubiera sucedido, tal como hace mi padre, porque no hay nada que podamos hacer al respecto y nunca va a tener ningún sentido. De hecho, porque no tiene sentido lo llamamos magia en vez de ciencia, ¿no?
—Cierto —contestó Ceese.
A Mack no le gustaba. Por fin había encontrado a dos personas que creían en él, y Word podía tener aun más información sobre sus orígenes.
—Yo tengo que hablar sobre ello —dijo.
—Bien —respondió Word—. Hablad entre vosotros, no conmigo. Porque si empiezas a contarle esto a la gente, y vienen a que yo lo corrobore, les diré que os llevé a casa en el coche de mi padre y que no tengo ni idea de lo que estáis diciendo. No voy a dejar que la magia me estropee la vida.
—Comprendo —dijo Ceese—. Eso tiene sentido.
—Y una mierda —repuso Mack.
—Cuidado con tu lenguaje.
—Sí, vosotros dos tenéis bonitos certificados de nacimiento y vuestros padres y vuestras madres y vuestros malditos apellidos.
Ceese pasó una mano sobre el respaldo del asiento y la colocó sobre la
cabeza,
de Mack. Mack se apartó.
—Mack —dijo Word desde el asiento del conductor—, entiendo cómo te sientes.
—Y una mierda —repitió Mack.
—Mack, no... —empezó a decir Ceese.
—Mierda, mierda, mierda, mierda.
—Tienes que permitir que este chico aprenda más palabras —dijo Word.
—Mierda —dijo Mack, a Word esta vez.
—La verdad es que ya sabes todo lo que yo sé —dijo Word—. No me he guardado nada. Y no quiero hablar de esto, ni pensar en ello siquiera. Tienes una familia. Incluso tienes un padre y una madre si no eres demasiado puntilloso con las definiciones. Lee
El sueño de una noche de verano.
Aprenderás más así de lo que aprenderás de mí.
Esta vez Mack no se desmayó camino de casa.
Y por la noche, después de acostarse, oyó entrar a Ceese y darle algo a Miz Smitcher. Ella se lo llevó a Mack cuando Ceese se marchó. Era un libro bastante grueso.
—Las obras completas de Shakespeare —dijo—. ¿En qué estaría pensando ese muchacho? Si lees esto en la cama y te quedas dormido con este libro en el pecho, te asfixiarás antes de que amanezca.
—No lo leeré en la cama, Miz Smitcher.
—¿Por qué Shakespeare? ¿Es una lectura para el verano que te han mandado en la escuela? ¡Seguro que no te han mandado leer las obras completas de Bill!
—Estábamos hablando de una obra de teatro de la que me acordaba —dijo Mack—. Así que supongo que Ceese quería que la leyera por mí mismo.
—Pero ¿por qué comprar el libro? —dijo Miz Smitcher—. ¿No sabe que hay páginas donde puedes descargarte el texto completo de cualquier obra de Shakespeare, sin pagar? ¡Esto es tan caro!
—Ceese sigue cuidando de mí.
—Es una bendición en tu vida, desde luego —dijo Miz Smitcher—. Pero nada de leer esta noche. Ya habrá tiempo de sobra mañana.
Mack creía que iba a costarle trabajo dormir, de tantas cosas como tenía en que pensar. Pero había estado pensando en aquello todo el día, reflexionando, tratando de descubrir qué significaba todo y por qué Puck estaba viviendo en la Casa Estrecha justo en su barrio y qué podría significar ser un cambiado y qué tenía eso que ver con que no cambiara de tamaño al entrar en el País de las Hadas y...
Y se quedó dormido.
El País de las Hadas
Ceese sabía que no podía contarle nada a nadie, pero le preocupaba mantener en secreto una cosa así. No se trataba de un chisme para excitar o escandalizar a la gente del barrio. Aquello no era una diversión. Por lo que Mack había dejado entrever aquel día, en el barrio habían pasado algunas cosas terribles: la peor de todas había sido que Tamika Brown hubiese estado a punto de ahogarse, pero había otras, y cabía el peligro de que pasaran más cosas malas. Los deseos siempre se volvían contra el que los deseaba.
Tal vez así eran las cosas. Aquellos cuentos de hadas en los que se concedía a la gente tres deseos... y siempre todos acababan deseando no haberlos tenido. La misma idea de que alguien concediera deseos era maligna, de todas formas. Yo soy el poderoso y me divierte ver la manera tan inepta en que vosotros, débiles mortales, usáis los poderes que me digno concederos.
¿Quién lo estaba haciendo? ¿O era simplemente la manera en que funcionaba el mundo y todos los deseos tenían su precio?
Ceese quería poder hablar de eso con alguien. Pero ¿con quién? No con su madre, desde luego. Ella se lo diría a sus hermanos, como mínimo, y luego ellos lo acosarían el resto de su vida diciendo que creía en la magia y en los deseos. ¿Su padre? Ni siquiera comprendería de qué estaba hablando Ceese.
¿Ura Lee Smitcher? Era una mujer obstinada y no tendía a creer en cosas extrañas, pero sabía mantener la boca cerrada. El único motivo para no hablar con ella era que le preocuparía que Mack estuviera implicado en todo aquello. Y tal vez tuviera el derecho de saber que su hijo adoptivo estaba implicado para poder preocuparse.
Pero ¿no era obligación de Mack decirle a su madre lo que le estaba pasando? Esos... ¿cómo los llamaba? Sueños fríos. La Casa Estrecha. Aquel gran duende rastafari. Tío, ¿quién podría creer eso si ellos no hubieran sostenido su cuerpo diminuto para sacarlo del País de las Hadas? ¿Si no hubieran visto sus alas?
Así que Ceese se lo guardó. Pero siguió pensando en ello.
Leyó
El sueño de una noche de verano
una y otra vez, al menos los fragmentos donde salían las hadas, y llegó a la conclusión de que no le gustaba
ninguna
de las criaturas mágicas. Tenían malas ideas y eran rencorosas y usaban su poder para cosas estúpidas y egoístas.
Pero claro, para ser justos, los humanos corrientes hacían lo mismo. Nadie sabía cómo usar su poder para el bien.
Ni siquiera yo. ¿Por qué creo que deberían darme una pistola y una porra y una placa y enviarme a las calles como policía? ¿Porque soy tan bueno que nunca usaré mi poder para el mal? ¿No es así como empezó toda la gente mala del mundo?
No. Ellos
saben
que están haciendo algo malo, o no ocultarían lo que hacen y mentirían continuamente. Y cuando yo sea policía, estaré protegiendo a los débiles de los poderosos.
Pero ¿cómo proteger a una niña como Tamika de sus propios deseos? De la fuerza malévola que retorcerá esos deseos para convertirlos en algo oscuro y terrible.
Durante las siguientes semanas, Ceese empezó a prestar atención en la iglesia. Luego pasó de los sermones: todos pretendían que la gente que se esforzaba sentía el Espíritu, pero Ceese había visto magia de verdad y no le interesaba sentir, ansiaba comprender. Así que se pasaba el tiempo en la iglesia leyendo la Biblia, intentando entender cómo encajaba Jesús en el mundo donde Ceese comprendía ahora que vivía.
¿Qué era Jesús, por cierto? Las similitudes con Mack eran obvias. Nacido de una virgen... bueno, la señora Williams no era virgen, tenía otros tres hijos ya, pero ni siquiera sabía que estaba embarazada. Fue un nacimiento mágico, cierto, y no se podía saber si el profesor Williams era el padre de Mack o si el niño no compartía ningún gen mortal. Y no había nada en el Nuevo Testamento acerca de que Jesús hubiese nacido a las dos horas de ser concebido. Pero a pesar de todo... el Espíritu Santo visita a una muchacha virgen y ella da a luz a un ser mágico que puede sanar a la gente.
Mack no sabía que podía sanar a la gente, pero eso había quedado claro en el hospital aquel día. Le dio la mano al Señor Navidad o el Hombre de los Sacos o comoquiera que se llamase, y el hombre mejoró. Los huesos se le soldaron, de su piel se borraron las cicatrices, incluso cambió la ropa que llevaba. Así que había poder de curación en el contacto de Mack aunque no pudiera controlarlo. Demontres, a los trece años tal vez Jesús tampoco sabía lo que podía hacer. ¿No fue a esa edad cuando Jesús fue a hablar con aquellos hombres sabios del templo? ¿No era a los trece años cuando los judíos creían que un niño se convertía en hombre?
Y entonces, ¿qué significaría que Jesús y Mack fueran el mismo tipo de criatura? ¿Que Dios Padre era un malévolo rey de las hadas? Ceese pensó en aquella mujer temible de la motocicleta... ¿Quién era, Satanás tentándolo para que matara al niño? Pero entonces, ¿era Dios quien gastaba aquellas crueles bromas a la gente del barrio? ¿Qué clase de universo sería ése?
No, esas hadas eran lo opuesto a Dios. En vez de hacer trucos, él sanaba a la gente. En vez de proporcionarle pesar, perdonaba sus pecados. Y si quiero servir a Jesús en este mundo, pensó Ceese, entonces tengo que encontrar un modo de combatir a esas hadas.
Aunque... si Mack era la creación de algo maligno, ¿por qué era tan bueno? ¿Por qué estaba su corazón tan lleno de amor y esperanza y dicha? Nada tenía sentido. Tal vez no podía separarse el bien del mal.
Así que Ceese no hizo nada, porque ni siquiera podía decidir en qué bando debía estar, mucho menos cómo enfrentarse a seres mágicos y derrotarlos.
Y tenía este recuerdo: yo era un gigante en ese sitio.
Le había parecido estupendo ser inconmensurablemente grande. ¿Qué podía hacerle daño en aquel lugar?
Los cuentos de hadas estaban llenos de historias de matagigantes.
Y si hubiera un gigante
aquí,
en este mundo, en el mundo real (¡aun que el otro desde luego le había parecido real mientras estuvo allí!), no podría ayudar a otras personas usando su gran tamaño y su fuerza. Le tendrían pavor. Lo abatirían a tiros, como sucedía en
King Kong
y
El gigante de hierro.