Calle de Magia (37 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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Pero allí estaba él, rezando, leyendo la Biblia, haciendo todas esas cosas que se suponía que debían incomodar a los demonios, y no sucedía nada. Al mismo tiempo, ¿no seguía sintiéndolo correr por la espalda? ¿Una especie de sensación espesa en la nuca? ¿Y un picorcito en los hombros cuando movía los brazos? ¿O era todo producto de su imaginación?

¿Se siente el Espíritu de Dios como si fuera un pasajero? ¿Te cabalga como a un poni?

Un poni. Word recordó cuando era pequeño y alguien lo invitó a montar un poni en una fiesta de cumpleaños. Por algún motivo, el poni decidió que Word era un lastre. O tal vez el animal estaba ya cansado. Fuera cual fuese la razón, salió corriendo por el patio trasero y empezó a bajar por Cloverdale justo en la parte más empinada. Pasó ante la casa de los Williams y el dueño del poni le gritaba que se detuviera, pero Word no tenía ni idea de cómo controlar al animal. Seguía espoleándolo y diciéndole que se parara, pero el poni iba más y más rápido y daba miedo porque la carretera era muy empinada. Finalmente, el caballo se lo quitó de encima junto a una señal de tráfico y lo arrojó al suelo.

Así que, para Word, no era el jinete quien estaba al mando, sino el poni.

¿O era eso lo que quería que pensara su jinete? ¿Había sido ese recuerdo insertado en su mente como aquellas cosas que había dicho el día anterior?

¿Cómo podía explicar a la gente que no era él, y que tal vez ni siquiera había sido Dios?

En el Nuevo Testamento había todas aquellas historias sobre los enemigos de Jesús diciendo: «Expulsa demonios por el poder del príncipe de los demonios.» Pero a lo que se referían esas historias era a que sería una estupidez creer que podían provenir obras buenas de fuentes malignas.

Pero el sentido común decía que, si eras malo y querías infiltrarte en una comunidad, te mostrabas como alguien realmente simpático y servicial. ¿Qué comunidad no recibiría a un curandero con los brazos abiertos?

Sacudió la cabeza. ¿Por qué lo lamento? ¿No soñaba con esto? Hay una congregación que ahora recurrirá a mí para que le muestre la voluntad de Dios. Para que le traiga sus bendiciones sanadoras. ¿Cómo puedo decepcionarlos?

Pero ¿y si esto es algún tipo de veneno, algún truco? ¿Cómo voy a continuar engañándolos?

Otra vez llamaron a la puerta.

—Por favor —dijo Word—. No he terminado.

Para sorpresa de Word, no era el reverendo Theo.

—Word, soy yo, Mack Street.

Mack Street... el que conocía los sueños. ¿Por qué no había pensado Word en él antes? Tal vez tuviera las respuestas que necesitaba.

Sin embargo, cuando se levantó y dejó pasar a Mack, éste no estaba solo. Había una mujer con él. Y cuando Mack le dijo su nombre, Yolanda White, Word recordó. La tía buena que montaba en moto y estaba cabreando a todos los viejos del barrio porque no tenía la dignidad adecuada. Y allí estaba Mack alardeando de ella como si acabara de inventarla.

Él mostraba todos los indicios del primer amor. El problema era que ella no. Lo miró con calma y firmeza cuando los invitó a sentarse.

Mack fue al grano rápidamente.

—Queremos casarnos.

—Todavía no tengo licencia —dijo Word—. Tenéis que hablar con el reverendo Theo.

—Ese es el tema. No tenemos mucho tiempo. Y aunque soy menor de edad según los papeles, en realidad no lo soy. He pasado al menos un año entero deambulando por el País de las Hadas mientras sólo pasaban unas cuantas horas en este mundo.

—¿Así que has pasado un año allí? —preguntó Word.

—Tal vez dos.

Word trató de encontrarle sentido a aquello. Y fracasó.

—Así que estás diciendo que de algún modo tienes más de dieciocho años, pero no de forma que puedas demostrar a las autoridades.

—Y ella tendría problemas para presentar un certificado de nacimiento —dijo Mack—. Así que lo que queremos es una especie de matrimonio extraoficial. Por lo que respecta al Gobierno, no será un matrimonio. Pero a los ojos de Dios, será un matrimonio de verdad. Eso es lo que necesito.

—Eso sería magnífico —dijo Word—. Llevo tan poco tiempo siendo ministro que anoche di mi primer sermón y ya me están pidiendo que quebrante la ley.

—Pero no estamos pidiendo un matrimonio legal, sino algo más parecido a las ceremonias que hacen para las parejas gays. Sin ningún valor legal, pero con las mismas palabras que en un matrimonio por la Iglesia.

—Sigue siendo cosa del reverendo Theo.

—No —dijo Mack—. Tienes que ser tú. Sólo tú. No puede ser nadie más.

—¿Y por qué?

—Porque... porque estuviste allí conmigo. Hace tres años. Cuando viste cómo se curaba aquel hombre.

Allí estaba. El mismo milagro que había hecho que Word iniciara su búsqueda de iluminación religiosa.

—¿Por qué tendría eso importancia, hablando de matrimonio? —preguntó Word.

—Porque yo soy... ella es...

—Mack —intervino Yolanda White—, no tenemos que hacer esto. Ya veo que el hermano Word no quiere hacerlo.

—Quiero hacer lo que complazca a Dios —dijo Word—. Explicádmelo.

—La cosa es que ella ya está casada.

—Eso probablemente impediría al reverendo Theo celebrar el matrimonio. Y también a mí.

—Pero la persona con la que está casada soy yo.

Word se preguntó si estaba loco. Todos esos años deambulando como ido por el barrio...

—Mira, Word, así son las cosas: ella sabe quién soy yo en realidad. No fui realmente un bebé. Quiero decir, no un
nuevo
bebé. Sólo soy parte de alguien muy, muy viejo. Escindido y enviado a la Tierra para recopilar... bueno, sueños. Deseos.

La mano invisible que se había insertado en la espalda de Word se agitó y Word se estremeció en su asiento.

—¿Tienes hemorroides? —preguntó Yolanda. Le sonrió.

Qué mujer tan sorprendente.

—No.

—Estaba bromeando —dijo Yolanda—. ¿Es que ninguno de vosotros tiene sentido del humor?

—¿De nosotros? —preguntó Word, incrédulo. Era una observación racista que procedía de una mujer negra.

—Word —dijo Mack—, se refiere a los mortales. Ella es... bueno... es un hada.

Word sintió un temblor en la espalda.

—Señora, os saludo —respondió Word. No tenía ni idea de por qué lo dijo. Su boca ya no le pertenecía.

Ella lo miró con firmeza. Con cautela.

—Yo también te deseo buena salud, mi señor.

—Entonces, ¿has encontrado a alguien a quien amas más que a mí? —dijo Word.

Se cubrió la boca. ¿Por qué decía una cosa así?

—Chico, amo a cualquiera más que a ti —dijo Yolanda.

La mano invisible soltó su espalda.

—Oficiaré vuestra boda —dijo Word. Esta vez las palabras eran las suyas propias—. Mientras no intentéis reivindicarla ante los tribunales.

—Bueno, a mí no se me ocurriría reivindicarla. Bastará con que asista a ella.

—Como no podría ser de otra forma —replicó Word. Y entonces más palabras acudieron a sus labios—: Oh, Titania,
dosvidanya.

—Cielo —dijo Yolanda—, ¿ahora somos rusos?

—¿Qué estás haciendo, Word? —preguntó Mack—. ¿Os conocéis?

—Sólo como conozco el alma de toda mujer licenciosa —contestó la boca de Word.

—Soy yo quien quiere casarse —dijo Mack—. Ella está solo... dispuesta.

Word tragó saliva, tratando de resistirse a decir las palabras que pronunciaba su poseedor. Pero su boca volvía a pertenecerle.

—Lo haré. ¿Cuándo?

—¿Ahora mismo? —preguntó Mack.

—¿Queréis testigos?

—Sí —respondió Mack.

—No —dijo Yolanda.

—¿Y si llegamos a un compromiso? Llamemos al reverendo Theo.

—¿No intentará detenernos? —preguntó Mack.

—Hoy no —dijo Word—. Hoy tengo
carte blanche.

—Oooh —dijo Yolanda—.
Otro
idioma.

Word se acercó a la puerta y llamó al reverendo.

—Gracias por dejarme volver a mi despacho —dijo Theo con un guiño—. Me alegro de ver que eres tan respetuoso con tu madre —le dijo a Mack.

Mack miró alrededor.

—No es mi madre, señor. Es la mujer con la que voy a casarme.

El reverendo Theo los estudió.

—Me parece que hay mucha diferencia de edad entre vosotros, hijos míos. Además, tú pareces demasiado joven, muchacho.

—Por eso queremos que nos case Word —repuso Mack—. Porque no tiene ninguna autoridad. Así que realmente no será un matrimonio.

—Entonces, ¿por qué molestarse en celebrarlo?

—Porque ella necesita acostarse conmigo —dijo Mack.

—Eso es más de lo que ellos necesitan saber —murmuró Yolanda.

A Word no le pareció gracioso y, sin embargo, una risa escapó de su garganta. Una risa grave, apasionada, que continuó y continuó.

—Hay más de un modo de poseer a un cambiado, mi amor —dijo Yolanda. Eso confundió aún más al reverendo Theo, pues se dirigió a Word.

—Word —intervino el reverendo—, ¿esta mujer y tú habéis mantenido una relación?

—Acabo de verla por primera vez —respondió Word—. Sólo queríamos que fuera usted testigo de esta boda extralegal. Usted tiene que ser testigo de que yo no les prometí que sería vinculante.

Así que la boda tuvo lugar, y Word adaptó las palabras de la ceremonia estándar a la situación. Negó específicamente tener ninguna autoridad. Y cuando dijo lo de si alguien conocía algún motivo para que aquellos dos no se casaran, añadió:

—Quiero decir, además de mí.

El reverendo Theo alzó la mano.

—Bueno, pues ya está —dijo Word—. Ya estáis unidos. Dos de nosotros pensamos que es una idea estúpida y vosotros dos pensáis que merece la pena seguir adelante.

—Marido y mujer —dijo Mack—. Di «marido y mujer».

Pareció que Mack estaba citando.

—¿Eso es de alguna obra? —preguntó Word.

—De
La princesa prometida
—respondió Mack. Se sentía estúpido por hacer un chiste durante su boda. Pero bueno, estaban celebrando su boda como si fuera un chiste. Todos menos él.

—Creía que lo reconocería —dijo Word. Y, obedientemente, siguió el rito, preguntándoles si querían casarse, y ellos respondieron que sí, y luego los declaró marido y mujer ante Dios pero no decididamente ante la ley.

—Lo que significa que no dejarás de practicar sexo con un menor. —Le señaló a Yolanda.

—¿Piensas denunciarme? —le preguntó ella—. Venga, vamos a decírselo a todo el mundo.

—Sólo te pido que no lo hagas aquí, delante de mí.

—Tienes mi palabra —dijo ella. Entonces le hizo un guiño. Una provocación. Qué bonito—. Naturalmente, tendrás que cooperar saliendo de la habitación.

Yolanda se volvió hacia el reverendo Theo, que todavía parecía más que un poco asombrado por lo que estaba sucediendo en su despacho.

—¿No tienen ustedes dos trabajo que hacer? —preguntó. Entonces le tocó el hombro.

—Sí... mi pastor asociado, Word Williams, tiene que preparar otro sermón para esta noche.

—Entonces, ¿no les importa si nos quedamos y consumamos nuestro matrimonio aquí en su despacho?

—¿Qué? —dijo Mack.

—No nos queda mucho tiempo y no hay un motel decente cerca —explicó ella.

—No, no es ningún problema —dijo el reverendo Theo—. Pero no me manchéis el sofá.

Y con eso, el reverendo Theo sonrió, le hizo un guiño a Mack y salió de la habitación.

Word no podía comprender por qué el reverendo actuaba de esa forma. Esa gente acababa de preguntarle si podía practicar sexo en su despacho, y ni había pestañeado.

—¿Quién eres? —le preguntó a Yolanda.

Ella le sonrió.

—La parte de ti que lo sabe no necesita que se lo digan, y la parte que necesita que se lo digan no necesita saberlo.

Mack se acercó a la ventana y se asomó a la calle, donde la gente ya hacía cola para la misa de la noche.

—No creo que vayamos a necesitar esta habitación, así que no te preocupes, Word.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Yolanda.

Mack se volvió con lágrimas en los ojos.

—Esto no es nada para ti —respondió—. Pero para mí lo es todo.

—Es muy importante para mí —insistió Yolanda.

—Eso sí, pero yo no.

—Tú eres el único con el que me he casado jamás. En parte.

—No recuerdo que me hayas amado jamás —dijo Mack—. Y desde luego no me amas ahora.

—Pero sé que te amo. Te amo con todo mi corazón.

—¿Por qué no te creo?

—Porque tienes una visión de las cosas muy limitada —contestó Yolanda—. Y, en este momento concreto, yo también. Lo que me estoy preguntando es si pretendes dejar que tu visión limitada haga que mi visión limitada sea permanente.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Word.

Yolanda se volvió hacia él y sacudió la cabeza.

—Word, la parte de ti que no comprende no necesita saber y...

—Oh, cierra el pico —dijo Word, y salió de la habitación. Lo que estuvieran haciendo allí no era asunto suyo. Si no le molestaba al reverendo Theo, no le molestaba a él.

Había magia en aquello. Y Yolanda parecía saberlo todo sobre el cambio operado en él. Hablaba de una parte de él esto y una parte de él lo otro.

Fuera lo que fuese lo que le poseía no era Dios. Era más bien el Hombre de las Bolsas. Tenía que ver con bebés nacidos después de un embarazo de una hora. Tenía que ver con un viejo que extendía la mano para que lo curara un niño de catorce años que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Tenía que ver con su padre encontrando sus poemas esparcidos por Internet y recibiendo críticas despectivas: el viejo estaba casi catatónico, se negaba a ir a su despacho y su madre se había quedado con él todo el día porque tenía miedo de que fuera a matarse.

Tenía que ver con la magia y el mal, pero no con el poder sanador de Jesús.

Sin embargo, la gente que había sido bendecida la noche anterior estaba verdaderamente bendecida. No había truco en eso. No era como lo que había sucedido en Baldwin Hills.

Por todo el barrio corrían los rumores de que habían encontrado a Ophelia McCallister en la tumba de su marido y que Sherita Banks había sido transportada a un
gang bang.
Y a Sabrina Chum le habían tenido que extirpar de la nariz un cáncer que crecía rápidamente. Los médicos decían que si no lo hubieran descubierto hasta por la mañana se habría extendido tanto por su nariz que habrían tenido que quitársela entera. Y Madeline Tucker iba por ahí contando lo que le había dicho Ceese: que Mack Street veía los sueños de esa gente y sabía que algo malo estaba sucediendo y los había salvado.

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