Visto de una forma, era una bendición, un milagro. Mack conocía sus sueños y los había salvado.
Visto de otra, había algo maligno en el barrio, una fuerza oscura que convertía los deseos en pesadillas. ¿Y quién se beneficiaba de esas pesadillas? Mack Street y sus amigos.
Entonces, ¿Mack los estaba salvando o se beneficiaba de su terror y su gratitud? Ophelia McCallister estaba en su salón contándole a todo el mundo lo maravilloso que había sido ver que la tapa del ataúd se abría y que Mack Street y Grand Harrison la sacaran de la tumba.
—Fue un ensayo para el día del juicio. ¡Para el embeleso! —le decía a todo el mundo que pasaba a verla.
Y entonces Word volvió a la iglesia y se pasó el día pensando y rezando y leyendo las Escrituras. Todo el día había estado diciéndose que las cosas ocurridas en Baldwin Hills no tenían nada que ver con los milagros cristianos que habían tenido lugar la noche anterior en su iglesia. Ahora sabía que todo formaba parte de lo mismo. Aquello que se había colado en su interior... esa mujer sabía qué era, o quién era. Decía que Mack Street era ya de algún modo su marido.
Así que al predicarle a la gente, ¿estaba promocionando la causa de aquel hombre vil que sacó a Mack Street de la casa de sus padres en una bolsa de la compra? ¿O se oponía? ¿De qué lado estaba? ¿Qué era bueno?
Era bueno que aquella niña se hubiera salvado la víspera.
Era buena la manera en que el reverendo Theo lo había bendecido con un abrazo a su llegada esa mañana y le había dicho:
—La bendición de Dios está de nuevo en mi casa, gracias a ti.
—Gracias sólo a Jesús —le había contestado Word, y lo decía en serio. Pero ahora... ya no lo sabía. ¿Era Jesús? ¿O era Jesús sólo... algo como Mack? ¿O algo como Word? Poseído. ¿O una parte escindida de su «padre» que no estaba en los cielos?
Regresó al despachito y llamó a la puerta. Con fuerza. No le importaba lo que estuvieran haciendo. Necesitaba respuestas más de lo que ellos necesitaban consumar su matrimonio en el despacho del pastor.
Abrió la puerta. Ninguno de los dos estaba dentro. Las ventanas seguían cerradas. La puerta tenía echada la llave. Word no había perdido un momento la puerta de vista.
Pero toda la ropa estaba en el sofá como si ellos simplemente hubieran desaparecido mientras se abrazaban.
Frustrado, furioso, asustado, Word se acercó a la ventana y la abrió y contempló a los cientos de personas que se congregaban en la calle. Era imposible que cupieran todos en la iglesia.
¿Cómo podía bajar y decir: lo que visteis anoche era maligno? Porque no era maligno. Era bueno. Era curar, y bendecir, y todo procedía de Dios.
Si les predico esta noche, para que no se sientan decepcionados, mañana habrá una multitud todavía mayor. Y más y más, porque estas bendiciones funcionan. Todo el mundo puede verlo. No son milagros vagos o falsos como los de los buhoneros que vendían medicinas. No tenía a alguien tendiendo el cebo, aprendiendo hechos sobre la gente para poder fingir una lectura de mentes. Lo que lo estaba poseyendo iba a cambiar sus vidas. Algunas de ellas, al menos.
¿Cómo podía decir que no a eso?
En cuanto se cerró la puerta, ella lo tomó de la mano y lo condujo al sofá.
—Tranquilo, chico —dijo—. No es lo que piensas. No te estoy utilizando. Te amo de verdad.
—Pero yo no te amo a ti —contestó él—. Ni siquiera te conozco.
—Nunca he conocido a un hombre a quien eso le importara —dijo Yo Yo—. Los hombres siempre descubren que me aman, en cuanto hago esto.
Lo besó.
—Yo no soy un hombre —dijo Mack—. Tú misma lo dijiste.
—No importa. No tienes que amarme.
—No sabía que sería así. Pensaba que sería... como cuentan los chicos en el colé. Echar un polvo.
—No conmigo.
—No quiero que no sea nada —dijo él—. Quiero que sea real. Quiero que dure.
Ella se echó a reír.
—Bueno, si durara y durara, nunca harías otra cosa.
—Yo Yo, quiero amarte para siempre.
—¿Qué crees que quiero yo? —Lo atrajo para que se sentara junto a ella en el sofá—. ¿Crees que te aprisioné en el inframundo porque te odiaba? No, te amaba. Amaba esta parte de ti. La parte de Mack Street. Cierto, la otra parte era divertida, la competencia entre nosotros era... entretenida. Pero nunca dejabas salir esta parte de ti. La ocultabas, y la descartaste, pero te equivocas, Oberón, esta parte tuya de Mack Street es puro amor y luz.
—No, no soy parte de algo más, soy yo.
—Lo sé, Mack —dijo ella—. No sabes lo importante que es que yo te conozca, y que tú me conozcas a mí.
—Será como espiarte.
—No, Mack. Es descubrir. Es hacer algo. Es el amor de mi vida.
—No quiero que seas el amor de mi vida —dijo Mack—. Quiero amar a alguien que piense que soy completamente yo mismo.
—Entonces ese alguien creería en una mentira. Porque no estás completo. Eres la mejor parte de alguien grande, maravilloso, poderoso y adicto a la crueldad. No conoces esa parte tuya, pero yo sí. Lo que nunca llegué a conocer es esta parte tuya. Oh, Mack Street, no te ocultes de mí más tiempo.
Sus manos se entrelazaban a su alrededor como enredaderas en un árbol. Sus labios se cerraron sobre los suyos. Y ese beso (el primer beso de él) fue más que un beso. Durante un momento pensó que le estaba sorbiendo la vida, pero entonces se dio cuenta de que no era así. Ella estaba, de hecho, influenciándolo emocionalmente, pero no le quitaba nada.
Ya no estaban sentados en el sofá, sino en una piedra cubierta de moho, fría pero no helada, y el sol brillaba a través de un dosel de hojas y calentaba sus pieles desnudas. Él la amó, y en efecto fue como ella dijo que sería. De hecho, descubrió que ya conocía su cuerpo de formas que no había imaginado. No eran extraños. Eran marido y mujer.
Se preguntó si realmente tenía el aspecto de Oberón, o si esas cosas no importaban. ¿Qué veía ella cuando lo besaba y lo abrazaba? No a Mack Street. Pero allí, en su abrazo, desnudo entre los árboles, no le importaba.
Word y el reverendo Theo sacaron a la calle todo su equipo de altavoces. Antiguamente ese barrio había sido bullicioso, y las tiendas eran negocio
y
las calles estaban llenas de gente
y
coches, pero ya casi nadie pasaba por allí, y si aparecía algún policía vería que aquello no se trataba de una algarada ni de una manifestación, sino que era cosa de la Iglesia, era religión. Nadie interferiría.
Porque la cosa que lo poseía no lo permitiría.
No me gobierna. Si intenta convertir esto al mal, no lo permitiré. Sigo siendo Word, el mismo hombre que he sido siempre. Busqué a Dios y me encontré con esto, pero eso no significa que no sea
también
una respuesta a mis oraciones.
¿No podría Dios haberle enviado eso? ¿Haberle dado ese poder para que cumpliera una misión del Señor?
¿No se sentía así Jesús, cuando las multitudes se congregaban para escuchar su palabra, y entonces él extendía las manos y los curaba, y tomaba en brazos a sus hijos y los bendecía?
—No habrá colecta hoy —le dijo Word al reverendo Theo.
—¿Estás bromeando? A la iglesia le vendría bien un poco de dinero.
—Puede colocar cestas junto a la puerta. Que se acerquen si quieren contribuir. Pero no puede parecer que la gente paga para que la curen. Después, si quieren, que contribuyan. Pero que no se pase ningún cepillo.
—Esto es una locura.
—Por favor —dijo Word—. No pida. Que den lo que salga de sus corazones.
El reverendo Theo estudió su rostro.
—Crees que conseguiremos más así, ¿no?
—No tengo ni idea.
—Crees que es mejor estrategia de relaciones públicas, y que sacaremos más a la larga.
—Reverendo Theo, sé que su ministerio necesita dinero. Pero el dinero no compró lo que sucedió anoche.
—El dinero pagó el alquiler del techo bajo el que tuvo lugar —dijo el reverendo—. El dinero pagó la factura de la luz y los bancos y las puertas y las cerraduras de las puertas que mantienen a raya a los vándalos. La falta de dinero nos separó a mí y a mi esposa durante mucho tiempo, y ahora que el Señor vuelve a unirnos tengo que conseguir que vivamos decentemente. No desprecies el dinero, Word.
—Sólo temo que... no sé si volverá a suceder.
—Sucedió anoche y tuvimos una colecta, ¿no? —El reverendo Theo le dio una palmada en el hombro—. Pero por ti, esta noche, lo intentaremos a tu manera. Un par de diáconos con cuencos en la puerta, y a los que quieran acercarse a contribuir no se lo impediremos. Los otros pueden hacer lo que quieran.
—Gracias —dijo Word.
Yacían abrazados sobre la suave hierba y el sol seguía brillando en el cielo como si el tiempo no hubiera pasado, aunque a Mack le parecía un tiempo infinito y a la vez ningún tiempo. No había acabado porque todavía la
abrazaba,
y su corazón todavía latía entre sus pechos como si fuera su propio corazón, bombeando su propia sangre. Su mano estaba allí posada y no quería apartarla nunca.
—¿Has obtenido lo que necesitabas? —le preguntó.
—Aja.
—Y yo, ¿he obtenido lo que necesitaba?
—Has obtenido lo que
él
necesitaba —dijo ella—. Ya eras casi perfecto.
Más silencio. Más cantos de los pájaros en los árboles. Más pétalos de flor cayendo, como si en el bosquecillo fuese primavera.
—Yo Yo.
—¿Hummm?
—¿Por qué no eres pequeña?
Ella se echó a reír.
—¿Qué?
—Cuando Puck vino al País de las Hadas se volvió pequeño. Diminuto. ¿Por qué tú no?
—Porque estoy abrazada a ti. Estoy completamente unida a ti. Tú impides que me encoja. Igual que si mi alma fuera liberada de ese cristal donde me metiste.
—Yo no...
—Donde me metió tú... hermano gemelo.
—Entonces, si fueras entera, no serías pequeña.
—Cuando salgo a deambular por el mundo, salgo así. Llevando otro cuerpo. Porque los mortales no podrían soportar verme como soy verdaderamente. Soy muy...
—Hermosa.
—Soy demasiado perfecta para que me vean ojos mortales. No es vanidad, es sólo la verdad. Así que salgo incompleta y, mientras eso sucede, la parte que se queda detrás es como lo que viste en el cristal. Deslumbrante, pero muy pequeña. Y cuando la parte de mí que está en tu mundo intenta regresar llevando este cuerpo mortal, entonces ese cuerpo se vuelve pequeño también. A menos que tenga poder como el poder que hay almacenado en ti para volverme entera.
—Por eso estás sacando poder de los sueños de mis vecinos.
—Sus deseos. Sí.
—Entonces eres, somos... igual que parásitos.
—No —dijo Yo Yo—. Somos igual que artistas. Ellos no hacen la comida, no proporcionan refugio. No puedes vestir un cuadro, ni comerte un poema, no puedes ponerte una canción en la cabeza para protegerte del viento y la lluvia. Pero nosotros los alimentamos, porque amamos la pintura y la poesía y la canción. Igual que alimentamos a los niños, que tampoco se ganan su sitio.
—Alimentamos a los niños por lo que puedan ser el día de mañana.
—Y los mortales me alimentan a mí porque sólo yo, y otros como yo, tenemos el poder para hacer que sus sueños se cumplan.
—Cierto, como hace Puck.
—Si tuviera todo mi poder, y Puck también, podría domarlo. Sus bromas no serían más que eso. No estas cosas monstruosas con las que Oberón se está deleitando.
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes recoger un deseo y convertirlo... en algo en el mundo real?
—¿No lo comprendes? Los deseos son los auténticos elementos que subyacen en todo el universo. Los científicos mortales estudian las leyes, las reglas, la forma en que caen las piezas de dominó. Pero nosotros podemos ver debajo el fluir de deseos y anhelos. Los diminutos deseos de las partículas más pequeñas. Los deseos enormes, complicados, contradictorios de los seres humanos. Si los mortales tuvieran el poder de ver los fluidos, las corrientes del deseo, si pudieran doblarlos como hacemos nosotros, estarían constantemente en guerra unos con otros. Permanecen en paz sólo porque no tienen ni idea de qué poder es posible.
—¿Y por qué permanecéis vosotros en paz? —preguntó Mack.
—¿No has estado prestando atención? No estamos en paz. Estamos en guerra. Sólo que no somos más que unos pocos miles, y sólo un puñado de nosotros tiene mucho poder. El tipo de poder que sería peligroso. Tenemos reglas propias también. Y una de las más importantes es que no nos mezclamos demasiado con tu mundo. Cosas pequeñas. Diversión. Como soltar un papel, dejar que una hormiga pase por debajo y luego apartarlo unos pocos centímetros. Ver cómo echa a correr. Pero no pisoteamos el hormiguero. No lo quemamos.
—Y eso es lo que está haciendo Oberón.
—Eso es lo que hará, si puede liberarse.
—Crearme fue el primer paso.
—Y cabalgar a ese pobre muchacho Word como si fuera un poni fue el segundo.
—¿Cuál es el tercer paso? —preguntó Mack.
—Lo que acabamos de hacer.
—¿Qué? ¿Lo hemos dejado
libre?
—Hemos roto el cascarón, como si dijéramos. No es que él estuviera realmente en un huevo. Pero tú y yo estábamos uniendo una parte de él con una parte de mí. Eso le abre le puerta.
—Así que cuando estuviste haciendo todo eso delante de Word...
—Sabía que no nos detendría porque eso lo liberará ya. No tendrá que esperar a que pueda formar un círculo de hadas entre los nuevos conversos de Word. Habría necesitado un poder enorme para romper las cadenas que le impusimos. Pero al casarnos, se abrió otra vía. Todavía tardará un día o dos. Tenemos tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Para prepararnos. Para volver a enterrarlo, pero esta vez más profundamente. Y esta vez sin que Puck y yo seamos encerrados en frascos de cristal en el País de las Hadas.
—¿Y no podrá deducir que ése es tu plan?
—Oh, espera jugarretas. Llevamos mucho tiempo en esto. Lo que no espera es... poder. Que nosotros tengamos auténtico poder.
—¿Y de dónde lo sacaréis?
—De ti —dijo Yo Yo—. De ti y tus amigos. Toda tu vida has estado acumulando poder sin saberlo. Ahora vas a usarlo para ayudarnos a volver a enterrarlo en el inframundo.
—Pero yo soy parte de él. Vas a pedirme que me aprisione a mí mismo.
—Sí.
—¿Por qué debería hacer eso? ¿Por qué me dejaría
él
hacerlo?