Calle de Magia (42 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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—Hueles como él —añadió Yolanda.

—Eso es buena noticia—dijo Mack—. ¿A qué estamos esperando?

—Valor—dijo Ceese.

—Un corazón —dijo Mack.

—Y cerebro —dijo Puck, mirando a Ceese. Y cuando Mack se echó a reír, esta vez Ceese captó la alusión.

Todos los que lo necesitaban fueron al cuarto de baño, es decir, Ceese y Mack. Luego estuvieron listos para ponerse en marcha.

Cuando salieron al porche trasero nada había cambiado: ni siquiera lo había movido el viento. Pero cuando pasaron al camino de ladrillo, el bosque estaba teñido de los rojos y dorados del otoño.

—Toto, creo que ya no estamos en el sur de California —dijo Mack.

—Alto —dijo Yolanda.

Ceese la miró. Era la mitad de alta que antes. Y él era varios palmos más alto porque miraba a Mack como si volviera a ser un crío. Sin embargo, no se había sentido crecer.

—Ya pueden olemos —dijo Yolanda—. Se están reuniendo. ¿Tienes esas cajitas de plástico preparadas? Mack, toma tú la mía y prepárate para meterme dentro. Por favor, no dejes que los pájaros te la arranquen de las manos, ¿de acuerdo? Ni a mí, ya puestos.

Mack alzó la cabeza. Lo mismo hizo Ceese. Había varios pájaros revoloteando. No, más que varios: la mayoría volaban tan alto que era difícil localizarlos.

—Esto no va a ser divertido —dijo Puck—. Por si lo dudabais.

—Sobre todo ten cuidado con los ojos, Cecil Tucker —dijo Yolanda—. Les gusta ir por los ojos. Cuando luchan contra gigantes.

—No conozco el camino. Tengo que ver por dónde voy.

—Entorna los ojos —dijo Puck.

—A ti te resulta fácil decirlo, eres inmortal.

—Pero he estado ciego.

No era el momento para historias. Dieron otro paso. Eran demasiado grandes aún para caber dentro de un carrito de bebé, mucho menos en una caja de película.

—Agárrame la mano —dijo Yolanda—. No quiero que me pierdas.

—Agárrame la mano a mí también —dijo Puck.

—Mejor te llevo —decidió Ceese, recogiéndolo como si fuera un balón de fútbol.

Otro paso. Otro. Otro.

Los pájaros se acercaban. Alrededor, las ardillas y otros animales se aproximaban al borde del sendero y les parloteaban.

El siguiente paso los sacaría del camino de ladrillo. Pero las hadas ya cabían en la palma de sus manos. Otro par de pasos y tendrían el tamaño del carrete de película.

Dieron esos pasos. Los dedos de Ceese eran tan grandes que apenas pudo quitar la tapa. Y los pájaros lo arañaban y picoteaban. Se posaban sobre sus hombros. Eran pequeños, pero de picos afilados y duros. Dolían como picaduras de tábanos.

—No puedo hacerlo —dijo Ceese.

Mack lo miró. Le había quitado la tapa a su caja y Yolanda se estaba metiendo dentro.

En ese momento, un pájaro atacó y le arrancó la tapa a la caja de película que Mack tenía en la mano.

—¡Mierda! —gritó Mack.

Sin pensarlo siquiera, Ceese dio un golpe al pájaro que había robado la tapa y lo derribó al suelo.

Mack se lanzó a recoger la tapa, la encontró y la puso en la caja, que se guardó en el bolsillo delantero de sus pantalones vaqueros. Luego abrió la caja de película de Ceese. Mientras tanto, Puck no paraba de gritar algo, pero su voz era tan aguda que Ceese apenas podía oírlo. No era extraño que Puck hubiera tenido que arrastrarse para acercarse a la casa y hacerse más grande antes de que Mack lo oyera aquella vez en que resultó tan malherido.

Mack le tendió a Ceese la caja y Puck se metió dentro de un salto. Una vez más, Mack tuvo que cerrar la tapa porque los dedos de Ceese eran simplemente demasiado grandes. Como un elefante intentando recoger una moneda.

—Odio ser así de grande.

—Sí, bueno, intenta tener mi tamaño y luchar contra todos esos malditos pájaros.

—Entonces situémonos bajo los árboles.

Fue una buena idea. Pero Ceese era tan alto que no cabía debajo de nada. Tuvo que abrirse paso entre los árboles como si intentara avanzar contra la corriente de un río. Y no veía el camino.

Mack le gritaba. Ceese se agachó, apartando ramas al hacerlo.

—¡Te has salido del camino! —gritó Mack.

—No lo veo. Pero veo el cielo.

—Magnífico, si necesito un informe meteorológico te llamaré. Mira, Ceese, no podremos hacer esto a menos que estés a mi nivel. Quédate debajo de los árboles.

—¿Se supone que he de ir arrastrándome todo el camino?

Mack se encogió de hombros.

—No puedo evitarlo.

Ceese comprendió que no tendría más remedio. Pero se lastimaba las rodillas. Los troncos de los árboles estaban demasiado juntos, así que constantemente chocaba con los hombros; ardillas y otros animales correteaban por sus manos y sus mangas.

—¿Qué creen que son, hormigas?

—Comandos —dijo Mack—. Piensa: son hormigas guerreras.

—Las ardillas no son venenosas.

—Tienen los dientes y las mandíbulas tan fuertes que pueden romper nueces.

—Ah, no —dijo Ceese—. Dime que ese hijo de puta no las lanzará contra mi paquete.

—Debe ser un objetivo
grande
—dijo Mack, risueño—. Fácil de encontrar.

En efecto, igual que las hormigas, fueron directas a su escroto. Ceese se llevó la mano a la entrepierna y trató de espantar a las criaturas sin aplastarse sus propios testículos.

—Ceese, si te paras cada vez que una criatura te muerde, no llegaremos nunca.

—No he visto que te muerdan a ti.

—No me cabrían por la manga o en los pantalones.

—Y piensan que tú eres él.

—Eso también.

Fue un avance lento: arrastrándose, chocando con los árboles, rozándose con las ramas, espantando pájaros, apartando ardillas. Ceese sangraba por centenares de picotazos y mordiscos y estaba desesperado por quitarse los pantalones y ponerse Neosporin o... lo que fuera, frotarse alcohol, en las heridas interiores.

—Siempre he odiado las ardillas —dijo—. Ahora sé por qué.

—¿Crees que les gusta estar por ahí colgadas de tu entrepierna?

—¿Por qué no? —dijo Ceese—. Nadie las está mordiendo a ellas.

Mack alzó una mano.

—Alto.

Ceese se detuvo. Vio que Mack, simplemente, desaparecía.

Entonces miró con más atención y se dio cuenta de que se encontraban en el borde de un precipicio. Había un río de aguas veloces al fondo y Mack había descendido un poco, aferrándose a un complicado sistema de raíces.

Ceese vio el otro lado y no le pareció muy lejano. Tendió su enorme brazo para alcanzar la orilla opuesta. Pero inexplicablemente no pudo tocarla. Era como si se apartara cada vez para quedar un centímetro fuera de su alcance.

—No puedo sortearlo —dijo.

—Supongo que no debería sorprenderme —contestó Mack—. Creo que es parte de la protección del lugar. No se puede cruzar el abismo, hay que bajar hasta el río.

Ceese se arrastró por el borde.

—Muy bien, bajaré por aquí para no matarme accidentalmente pelando la pared del cañón.

Ceese pasó una pierna por el borde.

—¡Quieto! —gritó Mack.

—Un segundo —dijo Ceese, con intención de bajar hasta el fondo antes de detenerse.

—¡Alto! ¡Vuelve a subir la pierna! ¡Ahora!

Ceese se detuvo. Pero todavía seguía sintiendo un deseo abrumador de saltar.

El mismo tipo de deseo que había sentido aquel día que Yolanda intentó que arrojara al bebé Mack por las escaleras. Así que tal vez se trataba de un impulso que debía ignorar.

Ceese subió la pierna.

Mack corrió hacia él.

—Tu pierna se estaba encogiendo. En cuanto pasó por encima del borde, empezó a reducirse a tamaño normal. ¿Y si no eres lo bastante grande cuando llegues ahí abajo?

Ceese lo comprendió.

—Más concretamente, ¿y si ellos no son pequeños?

Mack sacó la caja de película del bolsillo y se la
acercó
al oído.

—¿Qué debemos hacer?

Ceese no se molestó en sacarse a Puck del bolsillo. Era Yolanda quien estaba al mando de la expedición.

—Dice que no tiene ni idea de lo que puede suceder, nunca ha estado aquí. Pero tal vez sea hora de sacarlos.

Ceese se sacó la cajita del bolsillo. Fue más fácil quitar la tapa sin la ayuda de Mack.

Ceese vio a Puck asomar la cabeza. Estaba empapado de sudor, jadeando.

—Quiero aire acondicionado antes de volver ahí dentro.

—Cuidado con los pájaros —dijo Ceese.

—No hay muchos.

—Con uno basta.

—A estas alturas no me importa. No puede ser peor estar dentro de la tripa de un pájaro.

Ceese vio que Mack se guardaba a Yolanda dentro del cuello de su camisa. Una ardilla saltó al instante. Mack la esquivó y la ardilla cayó por el borde del precipicio. Ceese nunca había visto a una ardilla gritar. Entonces entendió por qué el Coyote no emitía ningún sonido en los dibujos animados del Correcaminos. El grito de un animal que cae por un precipicio es un sonido que hiela la sangre en las venas.

—¡De ninguna manera voy a meterme por tu cuello! —gritó Puck.

—Entonces, ¿dónde vas a ponerte?

—En el bolsillo de tu chaqueta.

—¿Y si creces muy rápido? —dijo Ceese—. No quiero tener que cambiar de chaqueta, es de cuero auténtico.

—Pues está hecha un asco.

En efecto, los pájaros y las ardillas y quién sabía qué otras criaturas habían picoteado y abierto agujeros por todo el cuero. Diminutos, pero agujeros a fin de cuentas. Ceese advirtió que su cuello debía de estar por el estilo.

—Yo Yo dice que bajemos agarrándonos a las enredaderas y raíces —llamó Mack—. Las plantas no obedecen a Oberón como los animales. Sobre todo los árboles. Son muy tozudos. No nos soltarán. Nadie ha llamado nunca a un árbol chaquetero.

—Tal vez esté desarrollando una nueva hoja —dijo Ceese.

—Callaos, vosotros dos —gritó Yolanda... tan fuerte que Ceese pudo oírla. A menos que... sí, habían bajado tanto que Yolanda ya era más grande y se agarraba a la espalda de Mack por dentro de la camisa como una niña jugando a caballitos.

—Esa camisa va a romperse si sigues haciéndote más grande —avisó Ceese.

Puck salió del bolsillo y se agarró a sus hombros. Para cuando llegaron al fondo pesaba tanto como el anciano levemente regordete que era, mientras que Ceese no era más que un poli de Los Ángeles de tamaño normal.

Además, Puck y Yolanda iban completamente en cueros.

—Nuestra ropa no ha recuperado su tamaño normal —explicó Puck—. El sentido del humor de Oberón.

—Pero mi ropa se ha encogido conmigo —dijo Ceese.

—Es imposible que Oberón creara este lugar en una décima de segundo cuando se dio cuenta de que íbamos a aprisionarlo —dijo Yolanda—. No con todas estas trampas complicadas. Ya lo tenía planeado. Creo que lo detuvimos justo a tiempo.

Puck sonrió malévolo.

—Bueno, así es mi amado amo. Caos con una pizca de retorcimiento.

—Contaba con que Ceese fuera todavía un gigante cuando llegáramos al bosquecillo.

—Tal vez lo sea, cuando subamos al otro lado —dijo Mack.

—Si existe la posibilidad de que la ropa me estalle cuando me haga más grande, voy a quitármela aquí abajo —dijo Ceese.

Como nadie le ofrecía ninguna garantía, se lo quitó todo menos la ropa interior. Luego saltó al agua, con Puck de la mano. Mack ayudó a Yolanda a pasar también.

A diez palmos del acantilado del otro lado, la ropa interior de Ceese se rasgó. Estaba creciendo otra vez. Y las dos hadas se encogían. Sólo que ahora ya no les quedaba ningún bolsillo.

—Estás sudado y apestas —dijo Puck.

—Si quieres un baño, ahí abajo tienes agua —respondió Ceese.

—Sólo te estaba diciendo que usaras colonia.

—Ya lo hago.

—¿Cuál, «eau de pocilga»?

—Sólo dice «agua de
toilette».

Puck se echó a reír... bueno, más bien trinó, pues su voz era ya muy aguda.

Cuando llegaron a la cima, la pantera estaba esperando. Se plantó delante de Mack y, aunque no parecía dispuesta a abalanzarse, tampoco tenía un aspecto particularmente amistoso. Ceese se preguntó si era posible que un gato de aquel tamaño no pareciera peligroso.

Naturalmente, para un tipo desnudo, aunque fuera un gigante, cualquier gato era peligroso. Esas garras. Esos dientes. El escroto de Ceese se encogió.

—¿Y si va por mi polla? —preguntó Ceese.

—¡Entonces diez mil mujeres llorarán! —gritó Puck—. ¡Venga, continuemos!

—No es justo que Mack tenga ropa y yo no.

—¿Qué eres, tímido? —preguntó Puck.

Ceese no se molestó en contestar. Los pájaros se lanzaban contra él y, sin chaqueta de cuero como protección, las ramas eran casi igual de malas.

Llegaron al borde del claro.

Las dos linternas seguían allí.

—¡Allí estoy! —gritó Puck.

—¡Espera! —exclamó Yolanda—. Déjame ver si hay trampas.

En respuesta, Ceese le tendió Puck a Mack y se arrastró hasta el claro.

La pantera saltó.

Ceese la espantó de un manotazo. El animal golpeó el tronco de un árbol y se desplomó en su base.

Ceese tendió la mano hacia la linterna que flotaba más cerca. Se apartó de su mano. Cuando intentó hacerse con la otra, pasó lo mismo.

—Muy bien, señora reina de las hadas, ¿qué hago ahora? ¿Sigo jugando a esto hasta que me muera de viejo?

—Sé paciente —dijo Yolanda—. Cuando yo diga la contraseña, dejarán de esquivarte. Pero en el momento en que la diga, tienes que atrapar ambas a la vez. No se puede abrir una sin la otra. Así es como piensa Oberón. Tiene que asegurarse de que no descubramos cuál es mi alma y dejemos a Puck prisionero. Así que, si yo me libero, Puck se libera también, y entonces mi querido esposo obligará a Puck a hacer algo.

Puck se quedó allí mirando y sonrió.

—No puedes decirnos lo que va a suceder, ¿no? —le preguntó Ceese.

—Claro que no puede —contestó Yolanda—. No es dueño de sus actos. No te preocupes. Ahora prepárate, porque en cuanto diga la contraseña, tenemos que actuar muy rápido.

—Estoy listo —dijo Ceese.

Yolanda abrió la boca y soltó un grito tan agudo que no podía proceder de una garganta humana. Y todavía más agudo, de modo que no pudo ser oído. Sólo entonces, mientras gritaba en completo silencio, sus labios formaron palabras.

Luego se desplomó de rodillas y su voz se volvió audible cuando el grito bajó de tono y se convirtió en un suspiro.

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