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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (12 page)

BOOK: Callejón sin salida
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Vendale crea la discordia

Cuando Vendale entró en su oficina a la mañana siguiente, la desabrida rutina comercial del
Recodo del Baldado
lo vio con una cara nueva. ¡Ahora Marguerite tenía un interés allí! Todo el mecanismo que había puesto en movimiento la muerte de Wilding, destinado a determinar el valor de la empresa —el balance de registros, la estimación de las deudas, la renovación de los géneros, y todo lo demás— era desde ese momento el mecanismo que indicaba los cambios favorables y desfavorables para una boda cercana. Después de mirar los resultados, tal como los presentaba su contable, y de controlar sumas y restas, tal como las aportaban los empleados, Vendale volvió su atención a la siguiente compra de género y envió recado a las bodegas para que le dejaran ver el informe.

La aparición del encargado, desde el instante en que asomó su cabeza por la puerta del despacho privado de su amo, sugirió que algo muy extraordinario tenía que haber ocurrido esa mañana. ¡Había una huella de agilidad en los movimientos de Joey Ladle! ¡Había algo que de verdad se asemejaba a la alegría en la cara de Joey Ladle!

—¿Qué ocurre? —preguntó Vendale—. ¿Algo va mal?

—Querría mencioná una cosa —respondió Joey—. Joven patrón Vendale, nunca me he tenío por profeta.

—¿Quién ha dicho alguna vez que usted lo hiciera?

—Ningún profeta, por lo que sé de esa profesión —continuó Joey—, ha vivió jamá bajo tierra. Ningún profeta, tomara lo que tomara por los poros, ha tomao jamá vino de la mañana a la noche, durante un número considerable de años consecutivo. Cuando respezto al cambio de nombre de la firma dije al joven patrón Wilding que uno de esos días descubriría que había cambiao la suerte de la casa, ¿me puse como ejemplo de profeta? No, no lo hice. ¿Se ha convertío en realidad lo que le dije? Sí, se ha convertío. En tiempos de Pebbleson y Sobrino, joven patrón Vendale, jamá se supo de ná que se pareciera a un error en una entrega que llega a estas puertas. Ahora se ha cometió un error. Por favor, note usté que sucedió antes que Miss Margaret llegase aquí, u sea que no me contradigo de lo que afirmé cuando dije que Miss Margaret nos cantaba de nuevo la suerte. Lea esto, señó —concluyó Joey, señalando a la atención de Vendale un pasaje específico del informe, con un índice que no parecía estar en el proceso de tomar a través de sus poros alguna otra cosa más notable que la suciedad—. Va en contra de mi naturaleza jaztarme en la casa a la que sirvo, pero siento que es una especie de debé solemne pedirle que lea esto.

Vendale leyó lo siguiente: «Nota referida al champagne suizo. Se ha descubierto un error en la última entrega de la firma de Defresnier y Cía.». Vendale se detuvo y consultó un libro de asiento que tenía a su lado.

—Fue en tiempos de Mr. Wilding —dijo—. La cosecha había sido particularmente buena y él compró la totalidad. El champagne suizo se ha vendido bien, ¿verdad?

—No diría yo que haya ido mal —respondió el encargado—. Puede que se haya agriao en los arcones de nuestros clientes, o que se haya evaporao en las manos de ellos. Pero yo no diría que haya ido mal para nosotros.

Vendale reanudó la lectura de la nota: «Comprobamos que el número de cajas es correcto, según los libros. Pero seis de ellas, que en la marca muestran una leve diferencia respecto al resto, se abrieron y se descubrió que contienen vino tinto en lugar de champagne. La similitud de las etiquetas, suponemos, ocasionó el error de que las enviaran desde Neuchátel en esa entrega. No se descubrieron más cajas que esas seis».

—¡Eso es todo! —exclamó Vendale, apartando la nota de sí.

Los ojos de Joey Ladle siguieron el trozo de papel flotante con mirada triste.

—Me alegro de vé que se lo toma con calma, señó —dijo—. Pase lo que pase, siempre será un alivio para usté recordar que en el primer momento se lo tomó con calma. A veces, un error lleva a otro. Un hombre deja caé un peazo de cascara de naranja en la calle por error, otro hombre la pisa por error, y ya tiene trabajo el hospitá y hay una persona baldá de por vida. Me alegro de que usté se lo tome con calma, señó. En tiempos de Pebbleson y Sobrino, no nos lo habríamos tomao con calma hasta vé el fin del asunto. Sin ánimo de jaztarme en esta casa, joven Mr. Vendale, le deseo que salga con bien de ésta. Con el debió respeto, señó —dijo el encargado, mientras abría la puerta para salir; antes de cerrarla echó una mirada ominosa al interior del despacho—. Estoy confundió y melancónico, se lo prometo. Pero soy un antiguo servidó de Pebbleson y Sobrino y le deseo que salga con bien de estas sei caja de vino tinto.

Cuando estuvo a solas, Vendale se echó a reír y empuñó la pluma. «Debo mandar unas líneas a Defresnier y Compañía antes de olvidarlo», pensó. A continuación escribió:

Apreciados señores: Estamos haciendo acopio de género y se ha descubierto un error minúsculo en la última entrega de champagne enviada por su firma a la nuestra. Seis de las cajas contienen vino tinto, por lo cual las devuelvo a ustedes. El asunto puede quedar zanjado de inmediato, ya sea que ustedes nos envíen seis cajas de champagne, si pueden servírnoslas, o, en caso contrario, que nos hagan una nota de crédito por el valor de dichas cajas, ya pagadas (quinientas libras) por nuestra firma a la de ustedes. Sus seguros servidores.

Wilding y Cía.

Una vez despachada esta carta, el asunto desapareció de la mente de Vendale: tenía otras cosas mucho más interesantes en las que pensar. Ese mismo día, más tarde, hizo a Obenreizer la visita que habían concertado. Quedaron establecidas algunas tardes de la semana para que tuviera en ellas el privilegio de ver a Marguerite, aunque siempre en presencia de una tercera persona. En esta condición insistió Obenreizer con cortesía pero con firmeza. La única concesión que hizo fue permitir que Vendale eligiera quién sería esa tercera persona. Confiado en su pasada experiencia, eligió sin dudarlo a la excelente señora que zurcía los calcetines de Obenreizer. Al oír que se le encomendaba esa responsabilidad, la naturaleza intelectual de
Madame
Dor estalló de pronto en un nuevo estadio de desarrollo. Esperó hasta que los ojos de Obenreizer se apartaron de ella y entonces miró a Vendale e hizo un débil guiño.

Pasó el tiempo, las tardes felices con Marguerite llegaron y se fueron. Era el décimo día desde aquel en que Vendale escribiera a la firma suiza cuando apareció la respuesta en su escritorio, junto a la correspondencia del día.

Apreciados señores: Les presentamos nuestras excusas por el pequeño error cometido. Al mismo tiempo, lamentamos añadir que el conocimiento de nuestro error, logrado gracias a ustedes, nos llevó a un descubrimiento inesperado. Se trata de un asunto muy serio tanto para ustedes como para nosotros. Los detalles son los siguientes:

En vista de que ya no teníamos champagne de la cosecha que les habíamos enviado, hicimos los arreglos pertinentes para mandar a su firma la nota de crédito por el valor de las seis cajas, tal como ustedes mismos sugirieron. Al iniciar el trámite, ciertos formularios que se cumplimentan en nuestra gestión comercial exigían una referencia de nuestros libros bancarios y de nuestro registro. El resultado es la certeza moral de que la letra de cambio que ustedes mencionan nunca ha llegado a nuestra casa y una certeza literal de que el importe de ningún envío se ha ingresado en nuestra cuenta bancaria.

En esta etapa de los hechos, es inútil molestar a ustedes con detalles. El dinero, sin duda, fue robado en su trayecto desde ustedes hasta nosotros. Ciertas peculiaridades que observamos, relacionadas con la forma en que se perpetró la estafa, nos llevan a deducir que el ladrón debe haber pensado que estaría en condiciones de pagar la suma sustraída a nuestros banqueros antes de su inevitable descubrimiento, tras nuestro balance anual. Esto no habría ocurrido hasta dentro de tres meses, de haber seguido las cosas el curso de siempre. Durante este período, de no mediar la carta de ustedes, podríamos haber seguido perfectamente inconscientes del robo que se ha cometido.

Mencionamos esta última circunstancia porque contribuirá a demostrarles que, en este caso, nos enfrentamos con un ladrón poco corriente. De momento, no tenemos ni siquiera una sospecha acerca de quién pueda ser el estafador. Pero creemos que ustedes pueden ayudarnos en la búsqueda del ladrón, si examinan el recibo (falso, por supuesto) que sin duda les habrá llegado desde nuestra casa. Les rogamos tengan a bien buscarlo y ver si se trata de un recibo totalmente manuscrito o si es un formulario impreso y numerado que sólo requiere que se rellene el espacio destinado al monto de la operación. Conocer este detalle en apariencia trivial es, lo aseguramos, una cuestión de vital importancia. Quedamos, ansiosos, a la espera de la respuesta de ustedes y les hacemos llegar nuestra alta estima y consideración.

Defresnier y Cía.

Vendale dejó la carta sobre su escritorio y aguardó un momento para tranquilizar su cerebro tras el golpe que acababa de recibir. En el momento en que, más que nunca, era de extrema importancia para él aumentar el valor de su empresa, la empresa se veía amenazada por una pérdida de quinientas libras. Pensó en Marguerite mientras sacaba la llave de su bolsillo y abría la cámara de caudales en la que se guardaban los libros y papeles de la firma.

Estaba aún en la cámara, buscando el recibo falso, cuando lo sobresaltó una voz que hablaba a sus espaldas, muy cerca de él.

—Mil perdones —decía la voz—, me temo que estoy molestando.

Se volvió y se encontró frente a frente con el tutor de Marguerite.

—He venido —seguía diciendo Obenreizer— para preguntarle si puedo serle de alguna utilidad. Mis negocios me llevarán por unos días a Manchester y Liverpool. ¿Puedo ocuparme de algo que usted necesite allí? Estoy a su entera disposición como agente viajero de Wilding y Cía.

—Dispénseme un momento —dijo Vendale—, enseguida hablaré con usted —se volvió otra vez y siguió buscando entre los papeles—. Llega en un momento en que los ofrecimientos de un amigo son más preciosos que nunca para mí —continuó—. He recibido muy malas noticias de Neuchátel esta mañana.

—¡Malas noticias! —exclamó Obenreizer—. ¿De Defresnier y Compañía?

—Sí. Una letra de cambio que les enviamos fue robada. Estoy a punto de perder quinientas libras. ¿Qué ha sido eso?

Vendale se volvió con rapidez y, al echar una segunda mirada en su despacho, vio su caja de correspondencia caída en el suelo; Obenreizer, de rodillas, recogía el contenido.

—¡Una torpeza por mi parte! —dijo Obenreizer—. Estas terribles noticias me han impresionado, retrocedí… —estaba demasiado interesado en recoger los sobres esparcidos como para terminar la frase.

—No se moleste —dijo Vendale—, un empleado terminará de ponerlo todo en su sitio.

—¡Qué terribles noticias! —repitió Obenreizer, a la vez que continuaba recogiendo los sobres—. ¡Qué terribles noticias!

—Si lee usted la carta —dijo Vendale—, comprobará que no he exagerado en nada. Allí está, abierta, sobre el escritorio.

Volvió a su búsqueda y al cabo de un momento descubrió el recibo falso. Era un formulario numerado e impreso, tal como lo habían descrito desde la casa suiza. Vendale tomó nota del número y de la fecha. Después de volver a guardar el recibo en la cámara de caudales, tuvo ocasión de advertir que Obenreizer leía la carta sentado en el hueco de una ventana, en el extremo más apartado de la habitación.

—Acerqúese al fuego —dijo Vendale—. Parece usted aterido de frío allí. Llamaré para que traigan más carbón.

Obenreizer se puso de pie y se acercó con lentitud al escritorio.

—Marguerite, en cuanto lo sepa, sentirá esto tanto como yo —dijo con suavidad—. ¿Qué piensa hacer?

—Estoy en manos de Defresnier y Cía. —respondió Vendale—. En mi total desconocimiento de las circunstancias, sólo puedo hacer lo que ellos recomiendan. El recibo que acabo de encontrar es un formulario impreso y numerado. Al parecer le dan una importancia especial a este hecho. Usted, cuando estaba en la sede suiza, tuvo conocimiento del modo en que ellos trabajan. ¿Se le ocurre qué tienen en mente?

Obenreizer hizo una sugerencia.

—¿Y si examino ese recibo? —dijo.

—¿Se encuentra mal? —preguntó Vendale, sorprendido por el cambio del rostro de su interlocutor, que veía claramente en ese momento—. Por favor, acerqúese al fuego. Veo que está temblando, espero que no esté a punto de caer enfermo.

—No hay cuidado —dijo Obenreizer—. Quizá haya pillado frío. Su clima inglés puede haber prescindido de un admirador de las instituciones inglesas. Déjeme ver el recibo.

Vendale abrió la cámara de caudales. Obenreizer cogió una silla y la acercó a la chimenea. Estiró ambas manos hacia las llamas.

—Déjeme ver el recibo —repitió con vehemencia, cuando Vendale reapareció con el papel en la mano.

En ese mismo momento un mozo entró en el cuarto con una carga de carbón. Vendale le dijo que atizara el fuego. El hombre obedeció la orden con una diligencia calamitosa. Cuando se acercó a la chimenea y alzó el cubo del carbón, su pie tropezó en un pliegue de la alfombra y así fue como toda la carga de carbón cayó sobre las brasas. El resultado fue que la llama desapareció de inmediato y surgió una columna de humo amarillo, sin que ni un mínimo rastro de fuego la justificara.

—¡Imbécil! —murmuró Obenreizer para sí mismo, al tiempo que echaba una mirada que el hombre recordaría a lo largo de muchos días después de ése.

—¿Quiere que vayamos a la oficina de los empleados? —preguntó Vendale—. Allí hay una estufa.

—No, no. Es igual.

Vendale le tendió el recibo. El interés de Obenreizer por examinar el papel parecía haberse apagado con tanta rapidez y tan totalmente como el fuego mismo. Miró por encima el documento.

—¡No, no lo entiendo! Lamento no poder ayudarle —dijo.

—Escribiré a Neuchátel una carta que saldrá en el correo de esta noche —dijo Vendale, mientras dejaba en su sitio, una vez más, el recibo—. Tendremos que esperar y ver qué ocurre.

—En el correo de esta noche —repitió Obenreizer—. Veamos. Tendrá respuesta dentro de ocho o nueve días. Estaré de regreso antes. Si no puedo ser útil como agente viajero, quizá usted me haga saber lo que suceda. ¿Me enviará instrucciones escritas? Se lo agradezco mucho. Estaré ansioso por conocer la respuesta de Neuchátel. ¿Quién sabe? Mi querido amigo, puede que sea un error después de todo. ¡Ánimo! ¡Ánimo! ¡Ánimo!

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