Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
Atento e inmóvil, con un codo apoyado en la mesa y la cabeza sobre la mano, al fin habló su compañero.
—¡Vendale! Nos están llamando. ¡Pasa de las cuatro!
Cuando abrió los ojos, vio vuelta de perfil hacia él la cara de Obenreizer oculta en su niebla.
—Ha dormido profundamente —dijo—. ¡La fatiga del largo viaje y el frío!
—Ahora estoy bien despierto —exclamó Vendale, y se levantó de un salto, aunque con pie inseguro.
—¿Usted no ha dormido?
—Quizá haya dormitado algo, pero me parece que estuve mirando el fuego largamente. Sea como sea, debemos asearnos, tomar el desayuno y partir. ¡Pasa de las cuatro, Vendale, pasa de las cuatro!
Lo dijo con un tono perentorio, porque el muchacho ya estaba medio dormido otra vez. Mientras se preparaba para la jornada y durante el desayuno, volvió a hundirse en un sueño virtual, aunque siguiera moviéndose mecánicamente. Antes que el día frío y oscuro se acercara a su fin, no tuvo del viaje una impresión más precisa que el sonido de los cascabeles, el mal tiempo, los caballos que resbalaban, las laderas torvas, los bosques sombríos y una parada en algún albergue de la carretera, donde pasaron por un establo para poder subir al salón destinado a los viajeros. De muy poco más tuvo conciencia, exceptuado Obenreizer, que se mantuvo sentado y pensativo a su lado todo el día, sin dejar de mirarlo.
Pero cuando se liberó de su letargo, Obenreizer no estaba a su lado. El coche se había detenido para un descanso en otro albergue del camino, y una fila de carretones largos y estrechos, cargados con barriles de vino y tirados por caballos que llevaban grandes colleras azules y fuertes cabezadas, también estaba detenida en un descanso. Los carretones iban en dirección contraria a la del coche, y Obenreizer (nada pensativo en ese momento, sino animado y vivaz) estaba hablando con el primer carretero. Cuando Vendale estiraba las piernas, para que circulara la sangre, y se liberaba de las telarañas de su modorra, yendo y viniendo con energía en medio de ese aire tonificante, la fila de carretones avanzó: todos los carreteros saludaban a Obenreizer al pasar a su lado.
—¿Quiénes son? —preguntó Vendale.
—Son nuestros conductores… de Defresnier y Cía. —respondió Obenreizer—, y ésos, nuestros cascos de vino —canturreaba para sí mismo y encendió un cigarro.
—Hoy he sido un acompañante pesado y soso —dijo Vendale—. No sé qué me ocurría.
—No ha dormido anoche, y a menudo se produce una especie de congestión del cerebro, cuando se pasa este frío por primera vez —dijo Obenreizer—. Lo he visto muchas veces. Al fin y al cabo, parece que hemos hecho el viaje para nada.
—¿Cómo para nada?
—La Casa está en Milán. Ya sabe, aquí en Neuchátel está la bodega, y en Milán hay una sedería. Pues bien, ocurre que la seda de pronto es más importante que el vino, y Defresnier tuvo que ir a Milán. Rolland, el otro socio, cayó enfermo tras la partida de su socio y los médicos no le permiten que vea a nadie. En Neuchátel encontrará una carta que así se lo dice. Lo he sabido de boca de nuestro jefe de carreteros, ése con el que estaba hablando. Se sorprendió al verme, y dijo que tenía que darle esta noticia, si se encontraba con usted. ¿Qué piensa hacer? ¿Regresar?
—Seguir —dijo Vendale.
—¿Seguir?
—Sí, seguir. Cruzar los Alpes y bajar a Milán. Obenreizer se quitó el cigarro de la boca para mirar a Vendale, y después dio una calada larga, miró carretera arriba y carretera abajo, miró las piedras del camino que tenía a sus pies.
—Lo que llevo entre manos es un asunto muy serio —dijo Vendale—, hay más formularios extraviados que pueden convertirse en cuentas falsas o en algo peor; me pidieron que no perdiera el tiempo y que ayudara a la firma a descubrir al ladrón, y nada me hará volver atrás.
—¿No? —exclamó Obenreizer, que se quitó el cigarro de la boca para sonreír, a la vez que estrechaba la mano de su compañero de viaje—. Pues tampoco a mi me harán volver atrás. ¡Eh, conductor! De prisa. ¡Rápido! ¡Sigamos adelante!
Viajaron toda la noche. Había nevado y parte de la nieve se estaba fundiendo, por lo que el camino se hizo casi al paso, con muchas paradas para dar un respiro a los caballos, cubiertos de barro y torpes ya en su andar. Cuando había transcurrido una hora desde que se hiciera la plena luz del día, se detuvieron a la puerta de la posada de Neuchátel: les había llevado unas veintiocho horas avanzar unas ochenta millas inglesas.
Después de reponer energías y cambiar de ropa, a toda prisa, fueron juntos a las oficinas de Defresnier y Compañía. Allí encontraron la carta de la que había hablado el carretero, dentro de la cual estaban las pruebas y comparaciones de escritura esenciales para descubrir al estafador. Tomada ya la decisión de seguir adelante sin descansar, lo único que podía demorarlos era la cuestión del puerto por el que podrían cruzar los Alpes. Con respecto al estado de los pasos de San Gotardo y Simplón los guías y los acemileros no se ponían de acuerdo; además, ambos puertos estaban lo bastante lejos como para evitar que los viajeros obtuvieran noticias de alguien que los hubiese atravesado recientemente. Por otra parte, sabían muy bien que un chubasco de nieve podía cambiar por entero las condiciones descritas en el breve lapso de una hora, aunque les hubieran transmitido datos correctos. No obstante, en general parecía que el Simplón era el camino más adecuado, y Vendale decidió emprender esa ruta. Obenreizer no participó casi en la discusión, y apenas si dijo alguna palabra.
A Ginebra, a Lausana, por la margen llana del lago hasta Vevey, luego a través del valle barrido por el viento entre las estribaciones de la montaña y, por fin, al valle del Ródano. El ruido de las ruedas del coche, mientras avanzaba traqueteando a lo largo del día y de la noche, se convirtió en algo así como las ruedas de un gran reloj que registrara las horas. No hubo en el tiempo cambios que alterasen la jornada, transcurrida en medio de un duro frío de hielo. Contra un cielo sombrío y amarillento, vieron las cimas de los Alpes; también vieron en montañas y laderas más cercanas la cantidad suficiente de nieve como para manchar por contraste la pureza de lagos, torrentes y saltos de agua y hacer que las aldeas pareciesen descoloridas y sucias. Pero no nevó ni hubo ventiscas sobre la carretera. El discurrir lento, a través del valle, de una masa de bruma más o menos cerrada y blanca, que en sus cabellos y ropas se convertía en carámbanos, era el único cambio que se producía entre ellos y el cielo sombrío. Incansables en el día, incansables en la noche, las ruedas. También ellos, incansables, seguían adelante, mientras en el oído de uno, como una carga, sonaba la carga rítmica del Rin, un tanto cambiada: «Pasado el momento de robarle en vida, debo asesinarlo».
Al fin, llegaron a la pequeña ciudad de Brig, al pie del Simplón. Arribaron cuando ya había oscurecido, pero aun así advirtieron cuánto se empequeñecían las obras de los hombres y los hombres mismos junto a esa montaña inmensa que se cernía sobre ellos. Tuvieron que descansar allí esa noche; disfrutaron del calor del fuego, de una luz, de la comida y el vino, y de una conversación de sobremesa con guías y conductores. Ningún ser humano podría atravesar el puerto hasta dentro de cuatro días. La nieve por encima de la línea de nieves eternas era demasiado blanda para soportar un coche, y no estaba lo bastante dura para los trineos. En el cielo había nieve. Había habido nieve en el cielo durante varios días, era una rareza que no hubiera caído, y era seguro que tenía que caer. Ningún vehículo podía cruzar. Se podía intentar con mulas o a pie, pero en ambos casos los mejores guías pedían una paga de alto riesgo, ya fuese que consiguieran pasar a los dos viajeros o bien decidieran regresar por razones de seguridad y lograran traerlos de vuelta.
En esa discusión Obenreizer no participó para nada. Permaneció sentado, fumando en silencio, junto al fuego, hasta que el salón quedó solitario y Vendale consultó con él.
—¡Bah! Estoy harto de esos pobres diablos y de sus negocios —dijo a modo de respuesta—. Siempre la misma historia. Es la historia de su negocio de hoy y del que hacían cuando yo era un niño andrajoso. ¿Qué necesitamos usted y yo? Necesitamos una buena mochila cada uno y un bastón de montaña cada uno. No necesitamos guía; nosotros podemos guiarlos a ellos y no ellos a nosotros. Aquí dejamos nuestras maletas y cruzamos juntos. Hemos estado juntos en la montaña antes de ahora, yo he nacido en la montaña y conozco este puerto (¡puerto! ¡Avenida, más bien!) de memoria. Dejemos, por lástima, que estos pobres diablos hagan sus tratos con otros, pero que a nosotros no nos demoren con la pretensión de ganar dinero. Que es lo único que buscan.
Vendale, contento de verse liberado de la discusión, de cortar por lo sano, activo, osado, propenso a seguir adelante y, por tanto, muy abierto a esa última exhortación, aceptó de inmediato. Al cabo de dos horas habían conseguido todo lo que necesitaban para la expedición, tenían ya preparadas sus mochilas y se echaron a dormir.
Cuando rompió el día, la mitad del pueblo estaba reunida en la estrecha calle para verlos partir. La gente, en grupos, hacía comentarios; los guías y conductores murmuraban apartados, y echaban miradas al cielo; nadie les deseó buen viaje.
En el momento en que iniciaron el ascenso, un rayo de sol brilló en el firmamento, que por lo demás seguía igual, y por un instante convirtió en plata las torrecillas metálicas de la ciudad.
—¡Un buen augurio! —dijo Vendale (aunque se disipó mientras él hablaba)—. Quizá nuestro ejemplo abra el paso desde este lado.
—No, nadie nos seguirá —respondió Obenreizer, echando una mirada hacia el cielo y después hacia el valle—. Estaremos solos hasta la cima.
La senda estaba bastante buena para caminantes vigorosos, y el aire se volvía más ligero y respirable a medida que ascendían. Sin embargo, el cielo continuaba sombrío como en días pasados. La naturaleza, al parecer, había llegado a una pausa. El oído, no menos que la vista, se alteraba al tener que esperar durante tanto tiempo por el cambio, fuera cual fuese, que se presentía. El silencio era palpable y tan pesado como las nubes bajas, o más bien la nube única, porque todo el cielo no se veía sino como una sola nube que lo cubría por completo.
Aunque la luz resultaba tan velada y melancólica, la vista no quedaba oculta. Allá abajo, a espaldas de ellos, en el valle del Ródano, se podía seguir el cauce del río en todos sus meandros, en toda su oscuridad solemne, gris plomiza, en su amplitud yerma y descolorida. Allá arriba, sobre sus cabezas, los heleros y los aludes potenciales se proyectaban sobre los puntos por los que tendrían que pasar en un momento u otro; a la derecha, hondo y sombrío, se abría un precipicio temible y rugía un torrente; en todas las direcciones no se alzaban más que montañas inmensas. El paisaje titánico, sin el alivio de un toque de luz cambiante ni de un solitario rayo de sol, a pesar de todo tenía una claridad tremenda en su fiereza. Los corazones de dos hombres solitarios se encogerían algo, si tuvieran que avanzar con esfuerzo a lo largo de millas y horas entre una legión de hombres callados e inmóviles —hombres como ellos mismos— que los estuvieran mirando con fijeza y con el ceño fruncido. ¡Pero cuánto peor era que esa legión fuera la más potente obra de la Naturaleza y que el ceño fruncido pudiera convertirse, en un instante, en furia!
A medida que ascendían, el camino se tornaba más y más áspero y difícil. Pero el ánimo de Vendale se fortalecía mientras iban subiendo y dejando atrás, ya conquistada, una parte de la ruta. Obenreizer hablaba poco y seguía firme en su propósito. Por su agilidad y resistencia, ambos estaban bien preparados para la expedición. Todos los signos del tiempo que el montañés descubría a su alrededor, y que no eran visibles para el otro, los callaba.
—¿Pasaremos hoy el puerto? —preguntó Vendale.
—No —respondió el otro—. Ya ve usted cuánto más alto es el espesor de la nieve aquí que media legua más abajo. A medida que subamos, será mayor aún. Ahora caminamos casi como si estuviésemos vadeando. ¡Y los días son muy cortos! Si conseguimos llegar hasta el quinto refugio y pasar la noche en la Hostería, podremos darnos por satisfechos.
—¿No hay peligro de que el tiempo se descomponga durante la noche y de que la nieve nos bloquee? —preguntó Vendale con ansiedad.
—Son tantos los peligros que nos rodean —dijo Obenreizer, mientras echaba una mirada precavida hacia adelante y arriba— que el silencio es nuestra mejor estrategia. ¿Ha oído hablar del puente del Ganther?
—Una vez lo crucé.
—¿En el verano?
—Sí, en la época de excursiones.
—Sí, pero las cosas son distintas en este tiempo —la respuesta era desdeñosa, como si Obenreizer estuviese muy alterado—. Ni de esta época del año ni de esta situación en un puerto alpino saben mucho ustedes, los caballeros que hacen viajes de vacaciones.
—Usted es mi guía —respondió Vendale con buen humor— y de usted me fío.
—Soy su guía —dijo Obenreizer— y lo guiaré hasta el fin de su viaje. El puente está delante de nosotros.
Después de una revuelta del camino habían desembocado en un barranco solitario y lúgubre, donde había un gran espesor de nieve por delante, alrededor y a los lados de ellos. Tras sus palabras, Obenreizer se detuvo para señalar el puente, a la vez que observaba el rostro de Vendale con una expresión extraña en el suyo.
—Si por ser su guía lo hubiera hecho avanzar por delante y le hubiera dicho que gritara un par de veces, podrían haberle caído encima toneladas y toneladas de nieve, que en un instante lo habrían sepultado y, además, cubierto por completo.
—Sin duda —dijo Vendale.
—Sin duda. Pero no es eso lo que debo hacer como guía. Le advierto que pase sin hacer ruido o, tal como marchamos, yo también podría quedar muerto y enterrado, por un descuido como ése. ¡Adelante!
Había tal acumulación de nieve sobre el puente y tan grande era la cantidad pendiente de las rocas que estaban por encima de sus cabezas que se podría haber pensado que avanzaban bajo y entre las nubes blancas de un cielo de tormenta. Hábil con su bastón para tantear antes de dar un paso, mirando hacia arriba, con los hombros encogidos, como si quisiera prevenir aun la idea misma de un desprendimiento de nieve, Obenreizer abría la marcha. Vendale lo seguía de cerca. Todavía estaban en medio de esa peligrosa trayectoria cuando se produjo un alud tremendo, seguido por un estrépito semejante a un trueno. Obenreizer puso una de sus manos sobre la boca de Vendale y le señaló el camino que quedaba a sus espaldas. Una avalancha lo había barrido antes de precipitarse en el torrente que sonaba debajo.