Callejón sin salida (18 page)

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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

BOOK: Callejón sin salida
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Los dos chivos más grandes de
Maître
Voigt le daban topetazos, como si hubieran oído la mención irrespetuosa de su amo. Obenreizer se puso en pie y salió del patio. Pero caminó largo rato a orillas del lago, con la cabeza gacha, sumergido en sus pensamientos.

Entre las siete y las ocho de la mañana siguiente, se presentó otra vez en el despacho. Encontró al notario preparado para atenderlo, mientras trabajaba en ciertos papeles que habían llegado la noche anterior. En pocas y claras palabras,
Maître
Voigt explicó a Obenreizer la rutina del despacho y los deberes que tendría allí. Faltaban aún cinco minutos para las ocho, cuando las instrucciones previas ya estaban expuestas.

—Le enseñaré el resto de la casa y los otros despachos —dijo
Maître
Voigt—, pero antes debo guardar estos papeles. Los mandan de la alcaldía, y he de mantenerlos a buen recaudo.

Obenreizer vio en ese momento la ocasión de saber dónde guardaba su empleador los papeles reservados.

—¿Puedo ahorrarle la molestia, señor? —preguntó— ¿Puedo guardar esos documentos bajo su supervisión?

Maître
Voigt sonrió para sí. Cerró el cartapacio en que le habían enviado los papeles. Se lo tendió a Obenreizer.

—Haga la prueba —dijo—. Todos mis papeles reservados están allí.

Señaló una pesada puerta de roble, cubierta de tachones, que se veía en un extremo del cuarto. Al acercarse a la puerta, cartapacio en mano, con gran asombro Obenreizer descubrió que no había modo de abrirla desde fuera: no tenía tirador, ni cerrojo ni llave y, para colmo de la obstrucción pasiva, ni siquiera cerradura.

—¿Hay otra puerta para entrar en esa habitación? —preguntó Obenreizer al notario.

—No —dijo
Maître
Voigt—. Adivine.

—¿Hay una ventana?

—Nada de eso. La ventana está tapiada. La única entrada es esa puerta. ¿Se rinde? —preguntó triunfante
Maître
Voigt—. Escuche, mi buen muchacho, y dígame si oye algo dentro.

Obenreizer escuchó con atención durante unos instantes y se apartó de la puerta.

—¡Ya lo sé! —exclamó—. Oí hablar de esto cuando estuve de aprendiz de relojero. La firma Perrin había terminado su cerradura de relojería… ¿Usted tiene una?

—¡Bravo! —dijo
Maître
Voigt—. Aquí está la cerradura de relojería, aquí, hijo mío. Aquí tiene una de esas cosas que la buena gente de esta ciudad llama «las locuras del viejo Voigt». ¡Qué bueno! Que se ría el que pueda. No hay ladrón que esté en condiciones de robarme mis llaves. No hay caco que pueda llevarse mi reloj. No hay poder en la tierra, como no sea un ariete o un barril de pólvora, que consiga mover esa puerta, hasta que mi pequeño centinela allí encerrado, mi buen amigo «Tictac», como yo lo llamo, diga: «¡Ábrete!». Esta gran puerta obedece al pequeño Tictac y el pequeño Tictac, a mí. ¡Me importan esto todos los ladrones del mundo cristiano! —exclamó
Maître
Voigt mientras chasqueaba los dedos.

—¿Puedo ver cómo funciona? —preguntó Obenreizer—. ¡Excuse usted mi curiosidad, querido señor! Ya sabe que en otros tiempos fui un aceptable oficial de relojería.

—Por supuesto que la verá en funcionamiento —dijo
Maître
Voigt—. ¿Qué hora es? Falta un minuto para las ocho. Observe: dentro de un minuto verá cómo se abre la puerta por sí sola.

Al cabo de un minuto, suave, lenta y silenciosa, como si unas manos invisibles la accionaran, la pesada puerta se abrió hacia dentro y dejó a la vista una estancia oscura. Sobre tres paredes, las baldas iban del suelo hasta el cielo raso. En ellas, fila sobre fila, se veían cajas de esa bonita madera taraceada suiza, en cuyas tapas (en general con letras muy coloridas) estaban escritos los nombres de los clientes del notario.

Maître
Voigt encendió una bujía y entró el primero en la estancia.

—Ya verá usted el reloj —dijo orgulloso—. Tengo aquí la mayor curiosidad de Europa. Sólo unos pocos privilegiados pudieron poner sus ojos en él. Y otorgo ese privilegio al hijo de su excelente padre: usted es uno de los muy pocos favorecidos que han entrado aquí conmigo. ¡Vea! Allí está, en la pared derecha, junto a la puerta.

—¡Un reloj común! —exclamó Obenreizer—. ¡No! No es un reloj común. Tiene una sola manecilla.

—¡Aja! —dijo
Maître
Voigt—. No es un reloj común, amigo mío. No, no. Esa única manecilla gira sobre el cuadrante. La puerta se abre según dónde la ponga. Mire: la manecilla señala las ocho. A las ocho se abre la puerta; usted mismo lo ha visto.

—¿Sólo se abre una vez cada veinticuatro horas? —preguntó Obenreizer.

—¿Sólo una vez? —repitió el notario con tono de burla—. ¡Usted no conoce a mi amigo Tictac! Abrirá la puerta tantas veces como yo se lo pida. Todo lo que necesita está en las instrucciones que tiene aquí. Mire debajo del cuadrante. Allí verá un semicírculo de acero en la pared y aquí está la aguja, que se llama regulador, que se mueve en él tal como quiera. Vea usted, esos números romanos sirven de guía. El I significa: apertura cada veinticuatro horas. El II, apertura cada doce horas, y así en adelante. Ajusto el regulador todas las mañanas, una vez que he leído mis cartas y cuando ya sé lo que debo hacer en mi jornada de trabajo. ¿Le gustaría ver cómo lo hago? ¿Qué día es hoy? Miércoles ¡Bien! Es el día de nuestro club de tiro, hay poco que hacer: me voy a tomar medio día feriado. Nadie trabajará hoy aquí después de las tres. Primero vamos a guardar este cartapacio con los papeles del Ayuntamiento. ¡Así! No es necesario que Tictac se moleste en abrir la puerta hasta las ocho de mañana. ¡Bien! Dejo la manecilla en el ocho y ajusto el regulador en el I. Cierro la puerta y cerrada se queda, que nadie puede abrirla, hasta mañana por la mañana, a las ocho.

La astucia de Obenreizer vio de inmediato la forma en que podría hacer que la cerradura de reloj traicionara la confianza de su patrón y pusiera en sus manos los papeles del notario.

—¡Un momento, señor! —exclamó en el instante en que el notario estaba a punto de cerrar la puerta—. Me ha parecido ver algo que se movía entre las cajas… allí, en el suelo.

Maître
Voigt volvió la espalda un segundo para mirar. Entonces la mano ya preparada de Obenreizer cambió el regulador del I al II. Si el notario no volvía a controlar el semicírculo de acero, la puerta se abriría a las ocho de la tarde, y también a las ocho de la mañana siguiente y nadie más que Obenreizer se enteraría.

—No hay nada —dijo
Maître
Voígt—. Tantos disgustos le han alterado los nervios, hijo mío. Alguna sombra que proyectó la bujía; o uno de esos pobrecillos escarabajos que viven entre los secretos de un viejo abogado, y ahora huía de la luz. ¡Escuche! Ya está en el despacho el pasante. ¡A trabajar! ¡A trabajar! Hoy tiene que fabricar ese primer escalón que lo lleve a su nuevo destino.

Con un gesto complacido empujó a Obenreizer hacia fuera; apagó la bujía, tras echar a su reloj una última mirada ufana, que pasó sin peligro por encima del regulador, y cerró la puerta de roble.

A las tres se cerró el despacho. El notario y todos sus empleados, con una excepción, fueron a ver la exhibición de tiro. Obenreizer adujo que no tenía el ánimo como para asistir a una fiesta pública. Nadie supo qué había ocurrido con él. Todos creyeron que se había marchado para dar un paseo solitario.

La casa y la oficina se habían cerrado hacía unos pocos minutos cuando la puerta de un reluciente armario, en el reluciente despacho del notario, se abrió y Obenreizer salió del interior. Fue hasta una ventana, abrió los postigos, se aseguró de que podría escabullirse por el jardín sin que lo vieran, volvió al cuarto y se sentó en la butaca del notario. Estaba encerrado en la casa y tenía que esperar cinco horas hasta que dieran las ocho.

Supo en qué entretenerse a lo largo de las cinco horas: leyó los libros y periódicos que había sobre la mesa; pensó a ratos; a ratos caminó de un lado a otro. Llegó el crepúsculo. Cerró los postigos antes de encender una luz. Encendida ya la bujía, cuando ya estaba muy próximo el momento, se sentó con el reloj en la mano y los ojos en la puerta de roble.

A las ocho, serena, suave y silenciosa, se abrió la puerta.

Uno tras otro, leyó los nombres en las filas exteriores de cajas. ¡No estaba el de Vendale! Apartó la fila externa y miró la que estaba detrás. Eran cajas más viejas y estropeadas. Las cuatro primeras que miró tenían nombres franceses y alemanes. La quinta llevaba un nombre casi ilegible. La llevó al despacho y la examinó con cuidado. Allí, cubierto por las manchas del tiempo y por el polvo estaba el nombre de Vendale.

Atada con una cuerda estaba la llave. Abrió la caja y sacó cuatro folios sueltos que había en ella, los puso sobre la mesa y empezó a leerlos. No había pasado un minuto en esa tarea, cuando su cara pasó de la expresión anhelante y ávida a otra, de asombro desencantado y desánimo. Pero después de pensárselo un instante copió los papeles. De inmediato los puso en su lugar, puso en su lugar la caja, cerró la puerta, apagó la bujía y se marchó con cautela.

Cuando su pie asesino y ladrón salía del jardín, los pasos del notario y los de alguien que lo acompañaba se detuvieron ante la puerta de entrada de la casa. En la calleja lucían las farolas y el notario blandía en la mano su llave.

—Le ruego que no se marche, Mr. Bintrey —dijo—, sin hacerme el honor de entrar en mi casa. Hoy tenemos medio día feriado en nuestra ciudad, es la fiesta de Tiro, pero mi gente llegará ahora mismo. ¡Qué casualidad que me haya preguntado a mí la forma de llegar al hotel! Vamos a comer y beber algo antes.

—Gracias; esta noche, no —dijo Bintrey—. ¿Puedo venir a verlo mañana a las diez?

—Estaré encantado, señor, de tener tan pronta ocasión de remediar los males de mi ofendido cliente —replicó el buen notario.

—Sí —respondió Bintrey—, está bien lo de su cliente… pero… le diré una palabra en secreto.

Susurró algo al notario y se marchó. Cuando el ama de llaves del notario regresó a la casa, lo encontró de pie en la puerta, inmóvil, con la llave en la mano y la puerta aún cerrada.

La Victoria de Obenreizer

Cambia la escenografía una vez más: al pie del Simplón, del lado suizo.

En uno de los tristes cuartos de la triste y pequeña posada de Brig, Mr. Bintrey y
Maître
Voigt estaban reunidos a solas en amable consejo. Mr. Bintrey buscaba algo en su vademécum.
Maître
Voigt miraba una puerta cerrada, cuya pintura marrón quería imitar la caoba, que comunicaba con un cuarto interno.

—¿No tendría que estar ya aquí? —preguntó el notario, al tiempo que cambiaba de posición y echaba una mirada a una segunda puerta, al otro lado del cuarto, cuya pintura amarilla quería imitar el abeto.

—Aquí está —respondió Bintrey, después de escuchar con atención.

Un criado abrió la puerta amarilla y Obenreizer entró en el cuarto.

Tras saludar a
Maître
Voigt con una cordialidad que, al parecer, causaba no poco embarazo al notario, Obenreizer inclinó la cabeza con soltura y distante urbanidad ante Bintrey.

—¿Por qué motivo me han traído desde Neuchátel hasta el pie de la montaña? —preguntó mientras ocupaba el asiento que el abogado inglés le señalara.

—Se satisfará esta curiosidad suya antes del fin de nuestra entrevista —replicó Bintrey—. De momento, permítame que sugiera que vayamos directamente al tema. Ha habido cierta correspondencia entre usted, Mr. Obenreizer, y su sobrina. Estoy aquí para representar a su sobrina.

—En otras palabras, usted, un abogado, está aquí para representar una infracción de la ley.

—¡Bien dicho! —respondió Bintrey—. ¡Si toda la gente con la que tengo que tratar fuera tal como usted, qué fácil sería mi profesión! Estoy aquí para representar una infracción de la ley: éste es su punto de vista. Yo estoy aquí para establecer un compromiso entre usted y su sobrina: éste es mi punto de vista.

—Tiene que haber dos partes para establecer un compromiso —replicó Obenreizer—. En este caso, me niego a ser una de ellas. La ley me da autoridad para controlar las acciones de mi sobrina hasta que llegue a la mayoría de edad. Ella no es mayor de edad aún y reivindico mi autoridad.

En ese momento
Maître
Voigt quiso hablar. Bintrey no se lo permitió con un tono y un gesto de indulgencia compasiva, como si hiciera callar a su hijo dilecto.

—No, mi digno amigo, ni una palabra. No se acalore innecesariamente, déjeme esto a mí —se volvió para dirigirse otra vez a Obenreizer—. No puedo pensar en nada parecido a usted, Mr. Obenreizer, como no sea el granito, aunque incluso el granito cede al paso del tiempo. En bien de la armonía y de la concordia, por su propia dignidad, sosiégúese un poco. Si usted delegara su autoridad en otra persona de mi conocimiento, se podría confiar en que esta persona jamás abandonaría a su sobrina, ni de noche ni de día.

—Malgasta usted su tiempo y el mío —respondió Obenreizer—. Si mi sobrina no vuelve a mi lado en el plazo de una semana a contar desde hoy, recurriré a la ley. Si usted se resiste a la ley, me la llevaré por la fuerza.

Se puso en pie tras pronunciar la última palabra.
Maître
Voigt volvió a mirar hacia la puerta marrón que comunicaba con un cuarto interior.

—Tenga piedad de la pobrecita niña —rogó Bintrey—. ¡Recuerde que hace poco su prometido tuvo una muerte horrible! ¿Nada hay que lo conmueva a usted?

—Nada.

A su vez, Bintrey se puso en pie y miró a
Maître
Voigt. Una mano de
Maître
Voigt, que descansaba sobre la mesa, empezó a temblar. Los ojos de
Maître
Voigt estaban fijos, como posesos por una fascinación irresistible, en la puerta marrón. Obenreizer, que lo observaba con suspicacia, también miró hacia la puerta.

—¡Hay alguien escuchando allí dentro! —exclamó a la vez que echaba una miraba penetrante a Bintrey.

—Hay dos personas escuchando —respondió Bintrey.

—¿Quiénes?

—Ahora las verá.

De inmediato alzó la voz y dijo una palabra, una palabra que está en boca de todos a todas las horas del día.

—¡Adelante!

Se abrió la puerta marrón. Apoyado en el brazo de Marguerite, sin aquel color bronceado de antes, con el brazo derecho vendado y en cabestrillo… Vendale estaba ante el asesino, como un hombre que vuelve de la tumba.

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