Los exploradores enviados por los europeos durante la gran época de los descubrimientos fueron lentos en comprender el modelo global de costumbres e instituciones. En algunas regiones —Australia, el Ártico, los extremos meridionales de Sudamérica y África— encontraron grupos que todavía vivían de manera semejante a la de sus antepasados europeos de la Edad de Piedra, tiempo atrás olvidados: grupos de veinte o treinta personas, diseminados en vastos territorios, en constante movimiento, que vivían exclusivamente de la caza de animales y de la recolección de plantas salvajes. Esos cazadores-recolectores parecían ser miembros de una especie rara y arriesgada. En otras regiones —los bosques del este de América del Norte, las junglas de Sudamérica y el este asiático— encontraron poblaciones más densas que habitaban aldeas más o menos estables, basadas en la agricultura y compuestas, quizá, por una o dos grandes estructuras comunales, pero también allí las armas y las herramientas eran reliquias prehistóricas.
A lo largo de las riberas del Amazonas y del Mississippi y en las islas del Pacífico, las aldeas eran de mayor tamaño y, a veces, albergaban a un millar o más de habitantes. Algunos estaban organizados en confederaciones rayanas en la categoría de estados. Aunque los europeos exageraron su «salvajismo», la mayoría de esas comunidades aldeanas coleccionaban las cabezas de sus enemigos como trofeos, asaban vivos a sus prisioneros de guerra y consumían carne humana en ceremonias rituales. Debe recordarse el hecho de que los europeos «civilizados» también torturaban a seres humanos —en procesos por brujería por ejemplo— y que no se oponían a exterminar la población de ciudades enteras (aunque sintieran escrúpulos en comerse entre sí).
En otras partes, naturalmente, los exploradores encontraron estados e imperios plenamente desarrollados, gobernados por déspotas y clases dominantes, y defendidos por ejércitos permanentes. Fueron esos grandes imperios con sus ciudades, monumentos, palacios, templos y tesoros, los que atrajeron a todos los Marco Polo y a todos los Colón a través de los océanos y los desiertos. Existía China, el imperio más grande del mundo, un reino vasto y sofisticado cuyos líderes despreciaban a los «bárbaros de cara roja» que suplicaban desde insignificantes reinos más allá de los límites del mundo civilizado. Y existía la India, una tierra donde las vacas eran veneradas y las desiguales cargas de la vida se distribuían de acuerdo con lo que cada alma hubiera merecido en su encarnación anterior. Y estaban también los estados e imperios nativos americanos, mundos en sí mismos, cada uno de ellos con sus artes y religiones peculiares: los incas, con sus grandes fortalezas de piedra, sus puentes colgantes, sus graneros siempre llenos y su economía controlada por el estado; los aztecas, con sus dioses sedientos de sangre alimentados con corazones humanos y su incesante búsqueda de nuevos sacrificios. También existían los europeos, con sus propias cualidades exóticas —la empresa de la guerra en nombre de un príncipe de la paz, la forzada compraventa para obtener beneficios—, poderosos más allá de su fuerza en virtud de un astuto dominio de la destreza mecánica y de la ingeniería.
¿Qué significó este modelo? ¿Por qué algunos pueblos abandonaron la caza y la recolección como forma de vida, en tanto que otros las conservaron? Y entre los que adoptaron la agricultura, ¿por qué algunos se conformaron con la vida aldeana mientras otros fueron acercándose uniformemente a una categoría de estado? Y entre quienes se organizaron en estados, ¿por qué algunos crearon imperios y otros no? ¿Por qué algunos adoraban las vacas mientras otros alimentaban con corazones humanos a dioses caníbales? La historia humana ¿está expresada no por uno, sino por diez mil millones de idiotas… el juego de la oportunidad y la pasión, y nada más? Creo que no. Creo que hay un proceso inteligible que preside el mantenimiento de formas culturales comunes, que inicia cambios y que determina sus transformaciones a lo largo de sendas paralelas o divergentes.
El núcleo de este proceso es la tendencia a intensificar la producción. La intensificación —la inversión de más tierra, agua, minerales o energía por unidad de tiempo o área— es, a su vez, una periódica respuesta a las amenazas contra los niveles de vida. En tiempos primitivos, tales amenazas surgían, principalmente, de las modificaciones climáticas y de las migraciones de personas y animales. En los últimos tiempos, el principal estímulo ha sido la competencia entre estados. Al margen de su causa inmediata, la intensificación siempre es antiproductiva. En ausencia de cambio tecnológico, conduce inevitablemente al agotamiento del medio ambiente y a la disminución de la eficiencia productiva, dado que el esfuerzo creciente debe aplicarse, tarde o temprano, a animales, plantas, tierras, minerales y fuentes de energía más remotas, menos fiables y menos munificentes. La disminución de la eficiencia conduce, a su turno, a bajos niveles de vida… o sea, precisamente, a unos efectos contrarios a lo deseado. Pero este proceso no concluye cuando todos, sencillamente, obtienen menos comida, menos protección y menos satisfacción de otras necesidades a cambio de más trabajo. A medida que disminuye el nivel, las culturas prósperas inventan medios de producción nuevos y más eficientes, que tarde o temprano volverán a conducir al agotamiento del entorno natural.
¿Por qué la gente intenta resolver sus problemas económicos intensificando la producción? Teóricamente, el camino más fácil para alcanzar una nutrición de alta calidad y una vida prolongada y vigorosa, libre de fatigas y trabajos penosos, no consiste en aumentar la producción sino en reducir la población. Si por alguna razón que escapa al control humano —un cambio de clima desfavorable, digamos— la provisión de recursos naturales percápita se reduce a la mitad, la gente no necesita tratar de compensarlo trabajando el doble. Podrían, en cambio, reducir a la mitad su población. O, diría yo, podrían hacerlo si no fuera a causa de un grave problema.
Dado que la actividad heterosexual es una relación genéticamente estipulada de la que depende la supervivencia de nuestra especie, no es tarea fácil mermar la «cosecha» humana. En los tiempos preindustriales, la regulación eficaz de la población suponía disminuir el nivel de vida. Por ejemplo, si ha de reducirse la población evitando las relaciones heterosexuales, apenas puede decirse que el nivel de vida de un grupo se haya mantenido o mejorado. De manera similar, si ha de disminuirse la fecundidad del grupo haciendo que las comadronas salten sobre el vientre de la mujer hasta matar al feto —y a menudo también a la madre—, los supervivientes pueden comer mejor pero su expectativa de vida no habrá mejorado. De hecho, el método de control de la población más ampliamente utilizado durante la mayor parte de la historia humana fue, probablemente, alguna forma de infanticidio femenino. Aunque los costos psicológicos de matar o dejar morir de inanición a las propias hijas pueden atenuarse culturalmente definiéndolas como no-personas (al igual que los partidarios modernos del aborto, entre quienes me cuento, definen a los fetos como no-niños), los costos materiales de nueve meses de embarazo no se borran tan fácilmente. Es sensato suponer que la mayoría de los pueblos que practican el infanticidio preferirían no ver morir a sus hijas. Pero las alternativas —disminuir drásticamente los niveles de nutrición, los de salud y los sexuales de la totalidad del grupo— han sido consideradas, por lo general, aún más indeseables, al menos en las sociedades pre-estatales.
Estoy tratando de indicar que la regulación de la población a menudo fue un proceso costoso, cuando no traumático, y una fuente de tensión individual, como Thomas Malthus sugirió que sería para todos los tiempos futuros (hasta que su error quedó demostrado mediante la invención del preservativo). Es esa tensión —o presión reproductora, como podría ser designada más acertadamente— la que explica la periódica tendencia de las sociedades pre-estatales a intensificar la producción como medida de protección o de incremento de los niveles de vida en general. Si no fuera por los graves costos que entraña el control de la reproducción, nuestra especie podría haber permanecido por siempre organizada en grupos pequeños, relativamente pacíficos e igualitarios, de cazadores recolectores. Pero la carencia de métodos eficaces y benignos de control de la población hicieron inestable este modo de vida. Las presiones reproductoras predispusieron a nuestros antepasados de la Edad de Piedra a recurrir a la intensificación como respuesta al número decreciente de animales de caza mayor, disminución provocada por los cambios climáticos del último período glacial. La intensificación del modo de producción de la caza y de la recolección abrió, a su vez, la etapa de la adopción de la agricultura que a su turno condujo a una competencia muy alta entre los grupos, a una intensificación de la guerra y a la evolución del estado. Pero me estoy anticipando.
La explicación más difundida sobre la transición de la vida grupal a las aldeas agrícolas solía ser la siguiente: los cazadores-recolectores ocupaban todo su tiempo en la búsqueda de lo suficiente para comer. No podían producir un «excedente más allá de la subsistencia», de modo que vivían en el límite de la extinción, padeciendo enfermedades crónicas y hambre. En consecuencia, era natural que desearan establecerse y vivir en aldeas permanentes, pero no se les ocurrió la idea de plantar semillas. Un día, un genio anónimo decidió dejar caer algunas simientes en un hoyo y muy pronto se iniciaron los cultivos en forma regular. La gente ya no tenía que trasladarse constantemente en busca de la caza y el nuevo tiempo libre favoreció el pensamiento. Este hecho condujo a nuevos y más rápidos progresos en la tecnología y, por ende, a más alimentos —un «excedente más allá de la subsistencia»—, lo que finalmente hizo posible que algunas personas se apartaran de la agricultura y se convirtieran en artesanos, sacerdotes y gobernantes.
El primer fallo de esta teoría reposa en la suposición de que la vida era excepcionalmente difícil para nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Los testimonios arqueológicos del paleolítico superior —alrededor del año 30.000 al 10.000 antes de nuestra era— demuestran claramente que los cazadores que vivieron en aquellos tiempos disfrutaron de niveles de comodidad y seguridad relativamente elevados. No eran chapuceros aficionados. Habían logrado el control absoluto del proceso de quebrar, picar y dar forma a rocas cristalinas, proceso que formaba la base de su tecnología y que los consagró, merecidamente, como «los mejores artífices de la piedra de todos los tiempos». Las técnicas industriales modernas no logran reproducir sus cuchillas extraordinariamente delgadas de «hoja de laurel», finamente laminadas, de 27 centímetros de largo y de sólo un centímetro de espesor. Con delicados punzones de piedra y utensilios cortantes llamados buriles, crearon puntas de arpones de hueso y asta intrincadamente dentadas, empuñaduras de asta para lanzar los venablos, perfectamente modeladas, y finas agujas de hueso, presumiblemente utilizadas para confeccionar vestimentas con pieles de animales. Los artículos de madera, fibras y pieles han desaparecido, pero también éstos debieron distinguirse por su excelente artesanía.
En oposición a las ideas populares, los «hombres de las cavernas» sabían construir albergues artificiales y su utilización de cuevas y salientes rocosos dependía de las posibilidades regionales y de las necesidades de la estación. En el sur de Rusia, los arqueólogos han descubierto huellas de la vivienda de un cazador, hecha con pieles de animales, en un hoyo poco profundo, de doce metros de largo por tres y medio de ancho. En Checoslovaquia, hace más de veinte mil años se utilizaban albergues invernales con suelos redondos de seis metros de diámetro. Con ricas pieles a modo de alfombras y camas, y una gran cantidad de excremento animal seco o huesos engrasados para el fogón, dichas viviendas pueden ofrecer una cualidad de refugio superior, en muchos sentidos, a los apartamentos urbanos contemporáneos.
Es difícil conciliar la idea de que vivían al borde de la inanición con las enormes cantidades de huesos animales acumulados en diversos mataderos paleolíticos. Grandes manadas de mamuts, caballos, ciervos, renos y bisontes erraban por Europa y Asia. Los huesos de más de un millar de mamuts —excavados en un paraje de Checoslovaquia— y los restos de diez mil caballos salvajes a los que se hostigaba, a intervalos diversos, hasta precipitarse desde un elevado acantilado cercano a Solutré (Francia), dan testimonio de la habilidad de los pueblos paleolíticos para explotar sistemática y eficientemente esas manadas. Más aún, los restos de los esqueletos de los propios cazadores dan pruebas del hecho de que se encontraban extraordinariamente bien alimentados.
La noción de que las poblaciones paleolíticas trabajaban de sol a sol para alimentarse también hoy resulta ridícula. Como recolectores de plantas alimenticias no eran, sin duda alguna, menos eficaces que los chimpancés. Diversos estudios experimentales han demostrado que en su hábitat natural los grandes simios pasan tanto tiempo acicalándose, jugando y dormitando como proveyéndose de alimentos y comiendo. Como cazadores, nuestros antepasados del paleolítico superior debieron ser tan hábiles como los leones, animales que alternan rachas de intensa actividad con prolongados períodos de descanso y relajamiento. Los estudios relativos a la forma en que distribuyen su tiempo los cazadores y recolectores contemporáneos han arrojado más luz sobre esta cuestión. Richard Lee, de la Universidad de Toronto, llevó un registro del tiempo que emplea el cazador-recolector bosquimán moderno en la búsqueda de alimentos. A pesar de su hábitat —el extremo del Kalahari, una región desértica cuya exuberancia difícilmente puede compararse a la de Francia durante el período paleolítico superior—, menos de tres horas diarias por adulto es todo lo que necesitan los bosquimanos para obtener una dieta rica en proteínas y otros alimentos esenciales.
Los manchiguengas, sencillos horticultores del Amazonas peruano, estudiados por Alien y Orna Johnson, dedican poco más de tres horas diarias por adulto a la producción de alimentos y obtienen, mediante este esfuerzo, menos proteínas animales que el bosquimán. En las regiones arroceras del este de Java, los modernos campesinos dedican alrededor de cuarenta y cuatro horas semanales al trabajo agrícola productivo —algo que ningún bosquimán que se respete soñaría hacer— y los campesinos javaneses rara vez ingieren proteínas animales.