Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo promedio de una unidad animal por semana…
La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes [hasta el Golfo de México], alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de cien mil personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales.
La descripción de Martin sigue siendo útil como demostración de la vulnerabilidad de las grandes especies de crianza lenta para los cazadores-recolectores que deciden intensificar sus ritmos de matanza como resultado de las presiones reproductoras y las amenazas a su nivel de vida. Sospecho que la extinción no fue provocada por un profundo crecimiento de la población humana sino, sencillamente, por un intento de mantener las pautas dietéticas y bajas tasas de aborto e infanticidio frente al número menor de animales de presa.
Después del declive de los cazadores de caza mayor del Nuevo Mundo, en las Américas aparecieron culturas cuyos sistemas de subsistencia recuerdan a las de los cazadores y recolectores «de amplio espectro» de Oriente Medio. Los detalles del proceso de intensificación y agotamiento aparecen con más claridad en el notable estudio llevado a cabo en el Valle de Tehuacán bajo la dirección de Richard MacNeish, del Museo de Arqueología de Peabody. El Valle de Tehuacán —una larga y estrecha depresión localizada en el sudeste del estado mexicano de Puebla, a una altitud de 1.300 metros— está rodeado por altas montañas que le proporcionan un clima cálido y seco. Allí, durante el período Ajuereado (7000-5000 antes de nuestra era), se cazaron caballos y antílopes hasta su extinción. Luego los cazadores intensificaron la depredación de grandes liebres y tortugas gigantes, las que a su vez se extinguieron muy pronto. MacNeish calcula que en aquella época la carne comprendía entre el 76 y el 89 por ciento de la ingestión calórica total de los cazadores en las estaciones mínima y máxima del año. Durante los siguientes períodos de El Riego (5000-3400 antes de nuestra era), Coxcatlán (3400-2300 antes de nuestra era) y Abejas (2300-1850 antes de nuestra era), el porcentaje máximo-mínimo de calorías estacionales de carne descendió a 69-31, 62-23 y 47-15 por ciento respectivamente. Aproximadamente en el año 800 antes de nuestra era, cuando aldeas plenamente sedentarias, basadas en la agricultura, se establecieron finalmente en el valle, la proporción de calorías proporcionadas por proteínas animales había descendido aún más y prácticamente había desaparecido la diferencia de hábitos alimentarios entre las estaciones de caza y las de veda natural. Por último, como veremos más adelante, la carne se convertiría en un lujo en el antiguo México y su producción y consumo fue la ocasión para que se implantaran algunas de las más brutales instituciones de la historia humana.
La implacable disminución en la proporción de proteína animal de la dieta de Tehuacán fue el resultado de una continua serie de intensificaciones y agotamientos, acompañada por perfeccionamientos en la tecnología de la caza. A medida que se agotaba cada especie, los cazadores intentaban compensar el menor rendimiento de los esfuerzos que realizaban, utilizando armas y técnicas de caza más eficientes. Pusieron en operación lanzas, lanzadores de arpones, dardos y, finalmente, el arco y la flecha; todo en vano.
Según los cálculos de MacNeish, el rendimiento del trabajo (calorías obtenidas por caloría empleada) de las batidas de conejos del período Ajuereado fue de 2,5:1. La emboscada con lanza comenzó con un rendimiento de 3,2:1 en el temprano período Ajuereado pero cayó a 1:1 en Abejas y luego no hubo más rendimiento. La caza del ciervo con dardos se inició con un rendimiento de 7:1 pero descendió aproximadamente a 4:1 a medida que disminuyó el número de animales. Más adelante el arco y la flecha ofrecieron un nuevo rendimiento de alrededor de 8:1 o 9:1, pero entonces la caza era tan escasa que la carne sólo podía contribuir de manera poco significativa a la dieta.
En la prolongada y fútil acción dilatadora contra las consecuencias del agotamiento de las especies animales, los esfuerzos primarios de subsistencia de los pobladores de Tehuacán se desviaron gradualmente de los animales y se volcaron en las plantas. La intensificación de la producción de plantas dio por resultado una proporción lentamente creciente de plantas domésticas en el «amplio espectro» que inicialmente se obtuvo en su totalidad a través de las actividades recolectoras. En los últimos tiempos de El Riego, los grupos de cazadores habían logrado domesticar cidracayotes, amarantos, chiles y aguacates. Durante el período Coxcatlán sumaron maíz y judías, cosechas que fueron cobrando importancia uniformemente a medida que aumentaba el número de las comunidades y se hacían más sedentarias.
MacNeish calcula que el porcentaje de contribución calórica de plantas domesticadas o cultivadas fue sólo del 1 por ciento durante el período de El Riego, del 8 por ciento durante Coxcatlán y del 21 por ciento durante Abejas. Incluso en el momento que aparecieron las primeras comunidades permanentes, las plantas domesticadas o cultivadas sólo proporcionaban el 42 por ciento de la ingestión calórica total.
Como en el caso de la caza, la intensificación de la labranza dio lugar a una serie de progresos tecnológicos. La horticultura, o la jardinería rudimentaria, fueron seguidas por la agricultura, que dependió cada vez más de la irrigación. El rendimiento del trabajo de estos diferentes sistemas de producción alimentaria ascendió de 10:1 a 30:1 y a 50:1. MacNeish no rechaza la posibilidad de que las sucesivas disminuciones del rendimiento del trabajo inspiraran el vuelco hacia la agricultura y la irrigación. Yo no insistiría en que tales declinaciones sean siempre necesarias para explicar el cambio hacia modos más eficaces de labranza. A fin de cuentas, la disminución de la producción de proteínas animales sólo podía compensarse mediante el aumento de la producción de proteínas vegetales. Lo importante es que —a pesar del hecho de que la agricultura irrigada fue cinco veces más productiva por hombre-hora que la horticultura— la secuencia de nueve mil años de intensificaciones, agotamientos e innovaciones tecnológicas dieron por resultado un deterioro general de las condiciones de nutrición.
Parece claro que la extinción de la megafauna del pleistoceno provocó el cambio a un modo de producción agrícola tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Pero las dos secuencias suponen diferencias cruciales, vitales para la comprensión de toda la historia humana posterior. Las aldeas del Valle de Tehuacán no fueron erigidas hasta varios miles de años después de haber sido domesticadas las primeras plantas. Esta misma secuencia tuvo expresión en las Américas. (En el Perú, los cazadores de mamíferos marinos pueden haber erigido aldeas en épocas más remotas, pero este hecho no juega ningún papel en la secuencia principal de la evolución cultural). En el Viejo Mundo la secuencia se cumplió en sentido inverso. Primero la gente se reunió en aldeas y dos mil años después domesticó las plantas silvestres cuyas simientes había recolectado. Con el propósito de comprender esta diferencia, echemos una mirada más profunda a las dos regiones más conocidas: primero Oriente Medio y luego Mesoamérica (América Central y México).
Hoy se sabe que las primeras aldeas de Oriente Medio se erigieron en conjunción con una forma de subsistencia que implicaba la recolección de semillas de cebada silvestre, trigo y otros cereales. Esas semillas maduraban durante un período de tres semanas, a finales de la primavera. En Anatolla todavía existen parajes de trigo silvestre lo bastante espesos para que un individuo que emplea una hoz de hoja de pedernal coseche más de ochocientos gramos de grano por hora, o que una familia de recolectores experimentados reúna, en un período de tres semanas, todo el grano que necesita anualmente. Los cazadores-recolectores «de amplio espectro» levantaron las primeras aldeas permanentes para contar con un lugar donde almacenar el grano, molerlo en forma de harina y convertirlo en tortas o gachas. Sus casas, paredes, hoyos de almacenamiento, hornos (para romper los cascabillos) y pesadas amoladoras (para preparar la harina) eran inversiones que, a diferencia de los campamentos provisionales, no podían abandonarse fácilmente.
En el Monte Carmelo (Israel), por ejemplo, en el milenio decimoprimero anterior a nuestra era, los cazadores-recolectores prehistóricos conocidos con el nombre de natufians abrieron depresiones en forma de cuenca en el frente de sus viviendas de roca, tendieron caminos pavimentados y construyeron círculos de piedras alrededor de fogones permanentes. En el valle del río Jordán, en el asiento de doce mil años de antigüedad de Mallaha, los pueblos que comían semillas pusieron cimientos de piedra en sus casas redondas y construyeron hoyos de almacenamiento con argamasa. En esos parajes también se encontraron «hoces» de pedernal que adquirieron un lustre revelador de tanto cortar tallos de cereales silvestres. Existen testimonios similares que se remontan a los años 10000-8000 antes de nuestra era, de vida aldeana preagrícola de recolección de granos y de horneo o almacenamiento de éstos en Zawi Chemi Shanidar de Irak, a lo largo del desagüe superior del río Tigris, y en Karim Shahir, en los flancos de las montañas Zagros. En Tell Mureybat, en las cabeceras del Eufrates (Siria), los arqueólogos han descubierto casas con paredes de arcilla de diez mil años de antigüedad, piedras de moler, hoyos para asar y dieciocho tipos distintos de simientes silvestres, incluyendo a los antepasados del trigo y la cebada.
La secuencia del Nuevo Mundo fue muy diferente. Las primeras plantas domesticadas del Nuevo Mundo —las encontradas por MacNeish en el Valle de Tehuacán— tienen aproximadamente nueve mil años de edad. Algunas formas primitivas del maíz, con una pequeña mazorca que sólo contenía dos o tres hileras de granos, se cultivaban hace alrededor de siete mil años. Pero sólo hace cinco mil cuatrocientos años que los habitantes de Tehuacán construyeron viviendas permanentes. Y aún entonces, las viviendas sólo eran habitadas una parte del año, dado que la recolección semimigratoria continuaba proveyendo el 50 por ciento de las plantas utilizadas como alimentos.
Incidentalmente, la prolongada pero peculiarmente distinta secuencia de pasos, y el conjunto de plantas completamente diferente correspondiente a las fases incipientes de la agricultura en el Viejo y el Nuevo Mundo, debe desechar definitivamente la vieja noción de que un desarrollo derivaba del otro. Si de alguna manera poblaciones de Oriente Medio lograron llegar a Tehuacán hace nueve mil años, llegaron con las manos vacías y, obviamente, no fueron muy útiles. Los indios americanos aún tendrían que pasar varios miles de años mejorando y expandiendo su propio inventario de cultivos. Algunos eruditos —propagandistas acérrimos que consideran que no es probable que algo tan complejo como la agricultura se haya desarrollado independientemente más de una vez— intentan explicar la ausencia de trigo, cebada, centeno o cualquier otra planta alimenticia o de animales domesticados del Viejo Mundo en Mesoamérica, proponiendo que se transmitió la idea de los cultivos y no los cultivos propiamente dichos. Pero ya he apuntado que lo que hace que los cazadores-recolectores se vuelquen a la agricultura no son ideas sino costos/beneficios. La idea de la agricultura es inútil cuando se puede obtener toda la carne y los vegetales que se desean con unas pocas horas de caza y de recolección semanales.
Creo que la razón por la cual las dos secuencias fueron diferentes consiste en que en el Viejo y en el Nuevo Mundo existían distintas especies de plantas y comunidades animales después de la destrucción de la caza mayor. En Oriente Medio, la combinación de animales y plantas se dio de manera tal que, instalándose en aldeas, los cazadores-recolectores «de amplio espectro» podían incrementar su consumo de carne y de plantas alimenticias al mismo tiempo. Pero en Mesoamérica, instalarse en aldeas permanentes recolectores de semillas significaba prescindir de la carne.
Ocurre que las zonas de Oriente Medio en las que surgió la agricultura, no sólo contenían trigo, cebada, guisantes y lentejas en estado silvestre, sino también los precursores del ganado lanar y vacuno, así como de los cerdos y cabras en domesticidad. Cuando se establecieron colonias permanentes pre-agrícolas en medio de densos campos de granos, las manadas de ovejas y cabras salvajes —cuya fuente alimenticia más importante eran las hierbas silvestres, incluyendo a los antepasados del trigo y la cebada— se vieron obligadas a tener un contacto más estrecho con los aldeanos. Ayudados por perros, éstos podían controlar los movimientos de esas manadas. A las cabras y las ovejas se las mantenía en los límites de los campos cerealeros y se les permitía comer el rastrojo pero no el grano en maduración. En otras palabras, los cazadores ya no tenían que salir a buscar a los animales; éstos, atraídos por los campos de alimentos concentrados, se acercaban a los cazadores.
Los granos en maduración pueden haber sido tan irresistibles, de hecho, que los animales se convirtieron en una amenaza para las cosechas. Esto dio a los cazadores un doble incentivo y también una doble oportunidad de intensificar su producción de carne, amenazando en consecuencia a las ovejas y a las cabras con la matanza excesiva y la extinción. Y esto es, probablemente, lo que les habría ocurrido a estas especies, como a tantas otras antes que a ellas, si no hubiese sido por el advenimiento de la domesticación, el más importante proceso conservador de todos los tiempos.
Los pasos reales mediante los cuales los animales se salvaron de la extinción pueden haber sido sencillos. Muchos cazadores-recolectores y horticultores aldeanos de nuestros días tienen animales domésticos. Del mismo modo que no fue la falta de conocimientos acerca de las plantas lo que retrasó el desarrollo de los cultivos, no fue la falta de conocimientos acerca de los animales lo que impidió que las culturas primitivas criaran gran número de ovejas y cabras como animales domésticos y las utilizaran para alimentarse y otros usos económicos. La principal limitación fue, más bien, el hecho de que las poblaciones humanas pronto se quedarían sin aumentos vegetales silvestres para sí mismas si tenían que alimentar poblaciones animales en cautividad. Pero el cultivo de cereales abrió nuevas posibilidades. Las cabras y las ovejas se alimentaban del rastrojo y de otras porciones no comestibles de plantas domesticadas. Podían ser acorraladas, alimentadas con rastrojos, ordeñadas y matadas o demasiado delicados, o que crecían con excesiva lentitud, selectivamente. Los anímales que eran demasiado agresivos serían comidos antes de que alcanzaran la edad reproductora.