Si existe algún error, estos cálculos parecen equivocados al exagerar el número de muertes por causas «naturales». Dado el excelente estado de salud de que parecía gozar el pueblo estudiado por Angel antes de convertirse en esqueletos, cabe sospechar que muchos morían por causas «no naturales».
Durante el período paleolítico, el infanticidio puede haber sido tan elevado que alcanzara el cincuenta por ciento… cifra que corresponde a los cálculos hechos por Joseph Birdsell, de la Universidad de California (Los Ángeles), sobre la base de datos reunidos entre las poblaciones aborígenes de Australia. Un factor importante en la corta vida de las mujeres paleolíticas puede haber sido el designio de provocar abortos con el fin de prolongar el intervalo entre un parto y otro.
Los cazadores-recolectores contemporáneos en general carecen de medios eficaces, químicos y mecánicos, de impedir el embarazo… mal que le pese al folklore romántico sobre los contraceptivos herbáceos. Poseen, sin embargo, un amplio repertorio de métodos químicos y mecánicos para provocar el aborto. En todo el mundo se utilizan numerosos venenos vegetales y animales que provocan traumas físicos generalizados o que actúan directamente sobre el útero para poner fin a embarazos no deseados. También se utilizan muchas técnicas mecánicas para provocar el aborto, como atarse fajas ceñidas alrededor del vientre, aplicar masajes vigorosos, someterse a extremos de frío y calor, golpes en el abdomen y saltos sobre un tablón colocado encima del vientre de la mujer «hasta que mane la sangre por la vagina».
Tanto el sistema mecánico como el químico concluyen eficazmente con los embarazos, pero también es probable que concluyan con la vida de la embarazada. Sospecho que sólo un grupo que se encuentra bajo graves tensiones económicas y demográficas recurriría al aborto como principal método de regulación de la población.
Es mucho más probable que los cazadores-recolectores en condiciones de tensión se vuelquen al infanticidio y al geronticidio (la matanza de ancianos). El geronticidio sólo es eficaz para reducciones de emergencia a corto plazo. No puede reducir las tendencias de crecimiento de la población a largo plazo. Tanto en el caso del geronticidio como del infanticidio, la matanza consciente y directa es, probablemente, una excepción. Entre los esquimales, los ancianos demasiado débiles para contribuir a su propia subsistencia pueden «suicidarse» retrasándose cuando el grupo avanza, aunque los hijos contribuyen activamente al fallecimiento de sus padres mediante la aceptación de la expectativa cultural de que los ancianos no deben convertirse en una carga cuando escasean los alimentos. En Australia, entre los murngins de Arnhem Land, se ayuda a los viejos a ir al encuentro de su destino tratándolos como si estuvieran muertos cuando enferman; el grupo empieza a representar los últimos ritos y el anciano responde empeorando. El infanticidio recorre una amplia gama que va desde el asesinato directo hasta la mera negligencia. El niño puede ser estrangulado, ahogado, golpeado contra una roca o abandonado a la intemperie. Más comúnmente, el niño «muere» por negligencia: la madre lo cuida menos de lo necesario cuando enferma, lo amamanta con menos frecuencia, no trata de buscar alimentos suplementarios o lo deja caer, «accidentalmente», de sus brazos. Las mujeres cazadoras-recolectoras se sienten fuertemente inducidas a espaciar la diferencia de edad entre sus hijos, puesto que deben dedicar un considerable esfuerzo para llevarlos a cuestas durante el día. Richard Lee ha calculado que en un período de cuatro años de dependencia, una bosquimana arrastrará a su hijo un total de ocho mil kilómetros en expediciones de recolección y traslados del campamento. Ninguna bosquimana desea cargar con dos o tres críos por vez cuando recorre tales distancias.
El mejor método de control de la población de que disponían los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra consistía en prolongar la cantidad de años que la madre amamantaba al bebé. Los estudios recientes sobre los ciclos menstruales, llevados a cabo por Rose Frisch y Janet McArthur han iluminado el mecanismo fisiológico responsable de la disminución de la fertilidad de la mujer lactante. Después de dar a luz, la mujer fértil no retoma la ovulación hasta que el porcentaje del peso de su cuerpo consistente en grasa ha pasado un umbral crítico. Este umbral (alrededor del 20 al 25 por ciento) representa el punto en que el cuerpo de una mujer ha almacenado suficiente energía de reserva en forma de grasa para adaptarse a las demandas de un feto. El costo promedio de energía de un embarazo normal es de 27.000 calorías, o sea aproximadamente la cantidad de energía que una mujer debe almacenar para poder concebir. Un lactante absorbe alrededor de 1.000 calorías extras diarias de su madre, lo que dificulta que ella acumule la reserva grasa necesaria. Mientras el niño dependa de la leche de su madre, existen pocas probabilidades de que se reanude la ovulación. Al prolongar la lactancia, las madres bosquimanas parecen lograr retardar la posibilidad del embarazo durante más de cuatro años. El mismo mecanismo parece ser el responsable del retraso de la menarquia (el principio de la menstruación). Cuanto más elevada es la relación de la grasa corporal con el peso corporal, más pronto llega la edad de la menarquia. En las poblaciones modernas bien alimentadas, la menarquia se ha adelantado aproximadamente a los doce años de edad, mientras en las poblaciones que se encuentran crónicamente en el límite del déficit calórico, a una niña puede llevarle dieciocho años o más acumular las necesarias reservas grasas.
Lo que considero interesante de este descubrimiento es que relaciona la baja fertilidad con dietas ricas en proteínas y pobres en hidratos de carbono. Por un lado, si una mujer ha de amamantar satisfactoriamente a un niño durante tres o cuatro años, debe ingerir una dieta rica en proteínas para mantener su salud, el vigor de su cuerpo y el flujo de leche. Por otro lado, si consume demasiados hidratos de carbono empezará a aumentar de peso, lo que desencadenará la reanudación de la ovulación. Un estudio demográfico realizado por J. K. van Ginneken, indica que la mujer lactante de países subdesarrollados —donde la dieta se compone principalmente de granos feculentos y de recolección de raíces— no puede esperar extender el intervalo entre un nacimiento y otro más allá de los dieciocho meses. Pero las bosquimanas lactantes, cuya dieta es rica en proteínas animales y vegetales, y carentes de elementos feculentos, como ya he dicho, logran impedir el embarazo cuatro o más años después de cada parto. Esta relación sugiere que durante las épocas buenas, los cazadores-recolectores pueden confiar en una lactancia prolongada como principal defensa contra la superpoblación. Inversamente, una disminución en la calidad de la provisión alimenticia tendería a producir un aumento de la población. A su vez, esto significaría que tendría que acelerarse la tasa de abortos e infanticidios o que serían necesarios cortes aún más drásticos en la ración proteica.
No estoy sugiriendo que entre nuestros antepasados de la Edad de Piedra toda la defensa contra la superpoblación reposara en el método de la lactancia prolongada. Entre los bosquimanos de Botswana, la actual tasa de crecimiento demográfico es del 0,5 por ciento anual. Esto significa una duplicación cada ciento treinta y nueve años. Si este ritmo se hubiera mantenido sólo durante los últimos diez mil años de la primitiva Edad de Piedra, hacia el año 10000 antes de nuestra era, la población de la tierra habría alcanzado los 604.463.000.000.000.000.000.000 de habitantes.
Supongamos que el plazo de vida fértil fuera desde los 16 hasta los 42 años de edad. Sin una lactancia prolongada, una mujer podría tener doce embarazos. Con el método de la lactancia, el número de embarazos se reduce a seis. La menor frecuencia del coito en las mujeres de más edad podría reducir el número a cinco. Los abortos espontáneos y la mortalidad infantil provocada por enfermedades y accidentes podría disminuir el potencial de reproducción a cuatro… aproximadamente dos más que el número permisible bajo un sistema de crecimiento demográfico cero. Los dos nacimientos «extra» pueden entonces controlarse mediante alguna forma de infanticidio basada en la negligencia. El método óptimo consistiría en descuidar únicamente a las niñas, dado que la tasa de crecimiento de la población que no practica la monogamia está determinada casi enteramente por el número de hembras que llegan a la edad de la reproducción.
Nuestros antepasados de la Edad de Piedra eran, pues, perfectamente capaces de mantener una población estacionaria, aunque al precio de la pérdida de vidas infantiles. Este costo acecha en el fondo de la prehistoria como una espantosa mancha en lo que, de otro modo, podría confundirse con el Jardín del Paraíso.
El período transcurrido entre hace 30.000 y 12.000 años marcó el punto culminante de millones de años de lenta evolución tecnológica durante los cuales nuestros antepasados de la Edad de Piedra perfeccionaron, gradualmente, los útiles y las técnicas para vivir de la caza de grandes animales terrestres. En el Viejo Mundo existen sitios habitacionales de cientos de miles de años atrás, en donde los arqueólogos descubrieron restos de algunos paquidermos, jirafas y búfalos, pero probablemente estos animales murieron de muerte natural o fueron atrapados o heridos por depredadores no humanos. Durante esa época nuestros antepasados pueden haber buscado así su alimento, sin haber cazado grandes animales para obtener carne. Pero hace aproximadamente 30.000 años la situación había cambiado y diversos grupos de cazadores-recolectores —tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo— poseían los medios para cazar y dar muerte en forma regular, incluso a los animales de mayor tamaño.
En Europa y Asia, vastas manadas de renos, mamuts, caballos, bisontes y ganado salvaje, pastaban en lozanas hierbas regadas por las aguas derretidas de los glaciares. La persecución de estos animales llegó a dominar la búsqueda de alimentos. Los cazadores rodeaban a sus presas prendiendo fuego, las atraían hacia los acantilados y les lanzaban un arsenal de puntas proyectiles de piedra y hueso, lanzas, dardos, largas cuchillas, arcos y flechas. Durante millares de años, los depredadores humanos y las presas animales permanecieron en equilibrio ecológico.
Luego, hace alrededor de 13.000 años, una corriente cálida en todo el globo señaló el comienzo de la etapa terminal del último período glacial. Los glaciares que habían cubierto la mayor parte del hemisferio norte con láminas de hielo de un kilómetro y medio de altura, comenzaron a retroceder en dirección a Groenlandia. A medida que el clima se volvió menos severo, los bosques de árboles de hojas perennes y de abedules invadieron las llanuras cubiertas de hierba que servían de alimento a las grandes manadas. La pérdida de estas tierras de pastura, en combinación con el número de víctimas cobrado por los depredadores humanos, produjo una catástrofe ecológica. El lanudo mamut, los lanudos rinocerontes, el bisonte estepario, el alce gigante, el asno salvaje europeo y todo un género de cabras se extinguieron repentinamente. Aunque sobrevivieron los caballos y el ganado vacuno, su número decreció agudamente en Europa. Otras especies, como el antílope saiga y el buey almizclero, sobrevivieron únicamente en cavidades dispersas del lejano norte. Los científicos no coinciden acerca del impacto relativo de los cambios climatológicos y la depredación humana en cuanto a la extinción de estos animales. Decididamente, la depredación humana jugó un papel, puesto que los elefantes y los rinocerontes habían logrado sobrevivir a diversas corrientes cálidas anteriores, provocadas por previos retrocesos glaciales.
El colapso de las culturas de caza mayor en el norte de Europa fue seguido por el período mesolítico (o media Edad de Piedra), durante el cual la gente obtenía sus proteínas de los pescados, los mariscos y los ciervos que vivían en los bosques. En Oriente Medio (lo que hoy comprende el sur de Turquía, Irak, Irán, Siria, Jordania e Israel), donde la era de los cazadores de caza mayor había concluido mucho antes que en el norte, las condiciones de subsistencia se volvieron aún más diversificadas. Allí la gente pasó de la caza del ciervo común y de grandes reses salvajes a la de especies más pequeñas como ovejas, cabras y antílopes. Empezaron a prestar creciente atención a los pescados, los cangrejos, mariscos, aves, caracoles, bellotas, pistachos y otros frutos secos, legumbres y granos silvestres. Kent Flannery, de la Universidad de Michigan, ha designado este sistema como caza y recolección «de amplio espectro». La retirada de los glaciares y la intensificación de la caza mayor no tuvo precisamente las mismas consecuencias en Europa que en Oriente Medio, pero probablemente ambas regiones sufrieron similares agotamientos del medio ambiente que elevaron los costos de la obtención de proteínas animales. Según Karl Butzer, casi toda Turquía, el noreste de Irak e Irán estaban desprovistas de árboles durante el último período glacial, lo que habría facilitado la caza de animales en manada. Evidentemente, la reforestación que se produjo a finales del período glacial no fue tan extensa como en Europa, pero en realidad pudo haber convertido en más grave la crisis ecológica de Oriente Medio en virtud de un déficit de campo abierto y de especies forestales.
Si nos referimos a América del Norte y a América del Sur, podemos observar el mismo proceso. La fase terminal del último período glacial representó el punto culminante de la caza mayor especializada en el Nuevo Mundo. En algunos parajes de Venezuela, el Perú, México, Idaho y Nevada, los arqueólogos hallaron puntas de proyectiles bellamente trabajadas en forma de hoja, buriles y hojas filosas que se pueden fechar entre los años 13000 y 9000 antes de nuestra era. Algunos de los utensilios nombrados se relacionan con especies extinguidas de antílopes, caballos, camellos, mamuts, mastodontes, perezosos gigantes y enormes roedores. Entre los años 11000 y 8000 antes de nuestra era, los cazadores de caza mayor equipados con puntas estriadas y acanaladas, desarrollaron su actividad en una amplia extensión de tierra de América del Norte, pero hacia el año 7000 antes de nuestra era, la depredación y los cambios climatológicos producidos por los glaciares en retirada dieron por resultado la total extinción de treinta y dos géneros de grandes animales del Nuevo Mundo, incluyendo caballos, bisontes gigantes, bovinos, elefantes, camellos, antílopes, cerdos, perezosos y roedores gigantes.
Paul C. Martin, de la Universidad de Arizona, sostiene que los antepasados de los indios americanos mataron a esos enormes animales —que reciben el nombre colectivo de «megafauna del pleistoceno»— en un breve período de intensa depredación. Martin atribuye esta rápida extinción al hecho de que los animales nunca habían sido cazados por seres humanos con anterioridad a la llegada de los grupos de nómadas siberianos que cruzaron el puente de tierra del Estrecho de Bering hace 11.000 años. No obstante, hoy sabemos que el descubrimiento de América por nómadas de Asia tuvo lugar mucho antes, como mínimo 15.000 y posiblemente 70.000 años atrás. Aunque así queda refutada la totalidad de la teoría de Martin, su idea de la rápida extinción merece una atenta consideración. Utilizando computadoras para simular diversos ritmos de matanza practicados por una pequeña población humana inicial, Martin ha demostrado que todos los grandes animales desde Canadá hasta la Costa del Golfo podrían haber sido barridos en tres siglos si los cazadores hubieran permitido que su propia población se duplicara en cada generación, tasa de crecimiento que encaja perfectamente con la capacidad reproductora de los cazadores paleolíticos.