Read Cantar del Mio Cid Online
Authors: Anónimo
«¿Dónde estás, sobrino mío, dónde estás, Félez Muñoz?,
que eres primo de mis hijas de alma y de corazón.
Yo te mando acompañarlas hasta dentro de Carrión,
para ver las heredades que a mis hijas dadas son,
y con todas estas nuevas vendrás al Campeador.»
Félez Muñoz le responde: «Me place de corazón.»
Luego, Minaya Álvar Fáñez a mío Cid así habló:
«Volvámonos mío Cid, a Valencia la mayor;
que si a Dios bien le pluguiese, nuestro Padre Creador,
ya habremos de ir a verlas a las tierras de Carrión.»
«A Dios os encomendamos, doña Elvira y doña Sol,
y tales cosas haced que nos den satisfacción.»
Y respondieron los yernos: «Así nos lo mande Dios.»
Muy grandes fueron los duelos por esta separación.
El padre con las dos hijas lloraba de corazón,
los caballeros igual hacían, con emoción.
«Oye, sobrino querido, tú, mi buen Félez Muñoz,
por Molina habéis de ir a descansar, mándoos yo,
y saludad a mi amigo el buen moro Abengalbón;
que reciba a mis dos yernos como él pudiere mejor;
dile que envío mis hijas a las tierras de Carrión
y de lo que necesiten que les sirva a su sabor:
y luego las acompañe a Medina, por favor.
Por cuanto hiciera con ellas le daré buen galardón.»
Como la uña de la carne así separados son.
Ya se volvió hacia Valencia el que en buen hora nació
y parten hacia Castilla los infantes de Carrión;
en llegando a Albarracín el cortejo descansó,
y aguijando a sus caballos los infantes de Carrión,
hélos en Molina ya con el moro Abengalbón.
El moro, cuando lo supo, se alegró de corazón;
y con alborozo grande a recibirlos salió,
y al gusto de todos ellos ¡Dios, y qué bien les sirvió!
A la mañana siguiente el buen moro cabalgó
con doscientos caballeros que a despedirles mandó;
van a atravesar los montes, los que llaman de Luzón,
torciendo por Arbujuelo para llegar al jalón,
donde dicen Ansarera, y allí acamparon mejor.
A las hijas del mío Cid sus dones el moro dio
y sendos caballos buenos a los condes de Carrión;
todo esto lo hizo el moro por el Cid Campeador.
Cuando vieron las riquezas que aquel moro les mostró,
empiezan los dos hermanos a maquinar su traición:
«Ya que vamos a dejar las hijas del Campeador,
si pudiéramos matar a este moro Abengalbón,
cuantas riquezas él tiene serían para los dos.
Tan a salvo las tendríamos como aquello de Carrión;
y no tendría derecho sobre ello el Campeador.»
Cuando la traición preparan los infantes de Carrión,
un moro que conocía la lengua los escuchó;
y sin guardar el secreto fue a decir a Abengalbón:
«Alcaide, guárdate de éstos, porque eres tú mi señor:
que tu muerte oí tramar a los condes de Carrión.»
Abengalbón se despide amenazando a los infantes
Aquel moro Abengalbón era un moro leal;
con los doscientos que tiene iba cabalgando ya;
mientras jugaban las armas, hacia los infantes va,
y esto que el moro les dice mucho les ha de pesar:
«Si estas cosas yo no hiciera por mío Cid de Vivar,
tal cosa habría de haceros que al mundo diese que hablar:
devolvería las hijas al Campeador leal,
y vosotros en Carrión ya no entraríais jamás.»
El moro se torna a Molina, presintiendo la desgracia de las hijas del Cid. – Los viajeros entran en el reino de Castilla. – Duermen en el Robledo de Corpes. – A la mañana quédanse solos los infantes con sus mujeres y se preparan a maltratarlas. – Ruegos inútiles de doña Sol. – Crueldad de los infantes
«Decidme, pues, ¿qué os he hecho, caballeros de Carrión?
Yo, sirviéndoos, y vosotros, tramando mi perdición.
Aquí me voy de vosotros, que sois gente de traición.
Me iré con vuestro permiso, doña Elvira y doña Sol;
poco me importa el renombre que tienen los de Carrión,
Dios lo quiera y él lo mande, que del mundo es el Señor,
que este casamiento sea grato al Cid Campeador.»
Esto les ha dicho, y luego el buen moro se volvió;
jugando las armas iba al cruzar por el jalón,
y lleno de buen sentido, a Molina se tornó.
Ya salían de Ansarera los infantes de Carrión,
caminan de día y de noche, sin reposar nunca, no;
a la izquierda queda Atienza que es fortísimo peñón;
la sierra de Miedes pasan, detrás de ellos se quedó,
y ya por los Montes Claros aguijan el espolón;
dejando a la izquierda Griza la que Alamos pobló,
allí donde están las cuevas en las que a Elfa encerró;
San Esteban de Gormaz a la diestra se quedó.
En el Robledo de Corpes entraban los de Carrión:
las ramas tocan las nubes, los montes muy altos son
y muchas fieras feroces rondaban alrededor.
En aquel vergel se oía de la fuente el surtidor,
y allí ordenaron clavar las tiendas los de Carrión;
todos cuantos juntos van allí acamparon mejor.
Con sus mujeres en brazos les demostraron amor.
¡Pero qué mal lo cumplieron en cuanto apuntara el sol!
Mandan cargar las acémilas con su riqueza mayor,
como recoger la tienda que en la noche les cubrió,
y enviaron los criados delante, pues ellos dos
quieren quedarse detrás. Los infantes de Carrión
ordenan que nadie quede atrás, mujer ni varón,
sino sólo sus esposas doña Elvira y doña Sol:
porque solazarse quieren con ellas a su sabor.
Todos se han ido, tan sólo ellos cuatro solos son,
pues tanto mal meditaron los infantes de Carrión:
«Bien podéis creerlo, dicen, doña Elvira y doña Sol,
aquí seréis ultrajadas en estos montes las dos.
Hoy nos iremos nosotros y os dejaremos a vos;
y no tendréis parte alguna en las tierras de Carrión.
Estas noticias irán hasta el Cid Campeador,
y quedaremos vengados por aquello del león.»
Allí, a las dos van quitando el manto y el pellizón
hasta dejarlas a cuerpo, en camisa y ciclatón.
Espuelas tienen calzadas los traidores de Carrión,
y las cinchas en la mano, que duras y fuertes son.
Cuando esto vieron las damas, así exclamó doña Sol:
« ¡Don Diego y don Fernando, os lo rogamos por Dios;
sendas espadas tenéis, fuertes y cortantes son,
de nombre las dos espadas tienen Colada y Tizón;
con ellas nuestras cabezas cortad a nosotras dos.
Los moros y los cristianos censurarán esta acción;
que esto que ahora nos hacéis, no lo merecemos, no.
Estas ruines acciones no hagáis en nosotras dos;
si fuésemos azotadas os envileciera a vos;
y en las vistas y en la corte os exigirán razón.»
Mucho rogaban las damas, mas de nada les sirvió.
Entonces las comenzaron a azotar los de Carrión,
con las cinchas corredizas, golpeando a su sabor,
con las espuelas agudas donde les da más dolor,
rompiéndoles las camisas y las carnes a las dos:
limpia salía la sangre sobre el roto ciclatón.
Y ellas la sienten hervir dentro de su corazón,
¡Qué gran ventura sería, si pluguiese al Creador,
que asomarse ahora pudiera mío Cid Campeador!
Tanto así las azotaron que desfallecidas son,
con las camisas manchadas por la sangre que manó.
Cansados estaban ya de azotarlas ellos dos,
esforzándose por ver quién golpeaba mejor.
Ya no podían hablar doña Elvira y doña Sol,
y en el Robledo de Corpes quedan por muertas las dos.
Los infantes abandonan a sus mujeres.
Lleváronseles los mantos, también las pieles armiñas,
dejándolas desmayadas, en briales y en camisas,
a las aves de los montes y a las bestias más malignas.
Por muertas se las dejaron sabed, pero no por vivas .
¡Oh, qué gran ventura fuera si ahora asomase Ruy Díaz!
Los infantes se alaban de su cobardía
Los infantes de Carrión por muertas se las dejaron,
tal que la una a la otra no podían darse amparo.
Por los montes donde iban, íbanse ellos alabando:
«Ya de nuestros casamientos ahora quedamos vengados.
Ni aun por barraganas las hubimos de haber tomado,
cuando para esposas nuestras no eran de linaje dato.
La deshonra del león, con ésta habemos vengado.»
Félez Muñoz sospecha de los infantes. – Vuelve atrás en busca de las hijas del Cid. – Las reanima y las lleva en su caballo a San Esteban de Gormaz. – Llega al Cid la noticia de su deshonra. – Minaya va a San Esteban a recoger las dueñas. – Entrevista de Minaya con sus primas
Alabándose se iban los infantes de Carrión.
Mientras, yo quiero contaros de aquel buen Félez Muñoz
que era sobrino querido de mío Cid Campeador:
le mandaron ir delante, pero no fue a su sabor.
Mientras el camino hacían le dio un vuelco el corazón,
y de cuantos con él iban de todos se separó,
y en la espesura de un monte Félez Muñoz se metió
para de allí ver llegar sus primas ambas a dos,
o averiguar lo que hicieran con ellas los de Carrión.
Vio, al fin, cómo se acercaban y oyó su conversación;
ellos no le descubrieron ni de él tuvieron noción;
si a descubrirle llegaran no escapara vivo, no.
Pasaban ya los infantes, aguijando su espolón.
Por el rastro que dejaron se volvió Félez Muñoz,
hasta encontrar a sus primas, desfallecidas las dos.
Llamándolas: « ¡Primas, primas! » En seguida se apeó,
ató el caballo en un tronco y hacia ellas se dirigió:
« ¡Ah, mis primas, primas mías, doña Elvira y doña Sol,
mala proeza os hicieron los infantes de Carrión!
¡Dios quiera que de esto tengan ellos su mal galardón! »
Las va volviendo con mucha solicitud a las dos;
tan traspuestas se encontraban que no tenían ni voz.
Partiéndosele las telas de dentro del corazón,
llamábalas: « ¡Primas, primas, doña Elvira y doña Sol!
¡Despertad, primas queridas, por amor del Creador,
mientras que de día sea, porque, si declina el sol,
pueden comeros las fieras que hay por este alrededor!
Poco a poco se recobran doña Elvira y doña Sol,
y así que abrieron los ojos vieron a Félez Muñoz.
« ¡Esforzaos, primas mías, por amor del Creador,
porque si me echan de menos, los infantes de Carrión,
me buscarán con gran prisa, sospechando donde estoy.
Si el Señor no nos socorre aquí morirémonos.»
Con tristeza y desaliento así hablaba doña Sol:
«Así os lo agradezca, primo, nuestro padre el Campeador;
dadnos agua deseguida y así os valga el Creador.»
Con un sombrero que tiene aquel buen Félez Muñoz,
y que era nuevo y reciente, que de Valencia sacó,
cogió cuanta agua pudiera y a sus primas la llevó;
como están muy laceradas, a ambas el agua sació.
Tanto les dice el buen Félez, que calmarlas consiguió.
Las va consolando y las infunde nuevo valor
hasta que con sus palabras recobrar pudo a las dos,
y, de prisa, en el caballo que llevaba las montó,
y con el manto que usaba a las dos primas cubrió;
tomó el caballo por las riendas y de allí partió.
Los tres solos caminaban del bosque en el espesor,
y al amanecer lograron salir al tiempo que el sol;
hasta las aguas del Duero ellos arribados son,
la torre de doña Urraca de posada les sirvió.
Y a San Esteban se fue aquel buen Félez Muñoz,
donde encontró a Diego Téllez, el que a Minaya sirvió;
cuando se lo oyó contar, de corazón le pesó;
tomó bestias y vestidos, dignos de damas de honor
y se fue a recibir a doña Elvira y doña Sol,
a sus dos primas queridas que en San Esteban dejó,
y allí todo cuanto pudo las sirvió de lo mejor.
Los de San Esteban que siempre mesurados son,
tan pronto aquesto supieron, les pesó de corazón;
y a las hijas de mío Cid dan tributo de enfurción .
Allí se quedaron ellas hasta que curadas son.
Mientras, siguen alabándose los infantes de Carrión.
Por todas aquellas tierras las nuevas sabidas son;
y al buen rey Alfonso VI de corazón le pesó.
Van estas malas noticias a Valencia la mayor;
cuando todo se lo cuenta a mío Cid Campeador,
un gran rato quedó mudo, pensó mucho y meditó,
y alzando su mano diestra su larga barba cogió:
« ¡Gracias a Cristo Jesús, que del mundo es el Señor,
cuanto tal honra me hicieron los infantes de Carrión,
por esta barba bellida que nadie jamás mesó,
no han de lograr deshonrarme los infantes de Carrión;
que a mis hijas, algún día bien las he de casar yo! »
Mucho pesó a mío Cid y a su corte le pesó,
y hubo de sentirlo Álvar Fáñez con el corazón.
Cabalgó Minaya y Pero Bermúdez cabalgó
también Martín Antolínez, aquel burgalés de pro,
con doscientos caballeros que mandó el Campeador,
diciéndoles que marcharan de día y noche y que no
retornaran sin sus hijas a Valencia la mayor.
No demoraron cumplir el mandato del señor,
y de prisa cabalgaron de día y noche, en veloz
carrera hasta que en Gormaz, que es un castillo mayor,
por aquella noche hallaron hospedaje acogedor.
Al cercano San Esteban pronto el aviso llegó
de que venía Minaya a recoger a las dos.
Los hombres de San Esteban, a modo de hombres de pro,
recibieron a Minaya y a cuantos con él ya son
y ofrecieron a Minaya el tributo de enfurción;
él no lo quiso tomar, mas mucho lo agradeció:
«Gracias, varones de San Esteban, prudentes sois,
por la honra que nos disteis en lo que nos sucedió,