»—Caballero —dijo mi primer médico—, mi docto colega parece opinar que necesita usted un exorcista, y no un médico.
»—Discúlpeme —dijo el anciano médico de Gratz, con aire disgustado—; expondré mi punto de vista del caso a mi modo en otro momento. Lamento, señor general, no poder serle útil con mi destreza y mi ciencia. Antes de irme tendré el honor de sugerirle algo.
»Parecía pensativo; se sentó frente a una mesa y se puso a escribir. Profundamente decepcionado saludé con una inclinación de cabeza, y, cuando me volvía para irme, el otro médico me señaló, por encima de su hombro, a su compañero que estaba escribiendo, y, luego, con un encogimiento de hombros, se llevó significativamente un dedo a la sien.
»Aquella consulta me dejó, pues, exactamente tal como estaba antes. Salí a pasear por el campo, casi enloquecido. A los diez o quince minutos me alcanzó el médico de Gratz. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía irse sin decir algunas palabras. Me dijo que no podía estar equivocado; que ninguna enfermedad natural presentaba los mismos síntomas; y que la muerte estaba ya muy próxima. Quedaban, sin embargo, un día o dos de vida. Si el ataque fatal se detenía de inmediato, quizá, con mucho cuidado y destreza, sus energías podrían restaurarse. Pero todo pendía ya sobre los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última chispa de vitalidad que, en todo momento, está presta a morir.
»—¿Y cuál es la naturaleza del ataque del que usted habla? —imploré.
»—Lo expongo todo en esta nota que pongo en sus manos, con la precisa condición de que mande a por el sacerdote más próximo y abra mi carta en presencia suya, y de que no la lea hasta que esté a su lado; de otro modo quizá hiciera caso a su contenido, y es una cuestión de vida o muerte. Si no encuentra a un sacerdote, entonces léala.
»Me preguntó, antes de despedirse, si yo querría hablar con un hombre sobresalientemente docto en aquel mismo tema, y que, después de leer su carta, probablemente me interesaría por encima de todos los demás; y me urgió vehementemente a invitarle a una visita; y con esto se despidió.
»El sacerdote estaba ausente, y leí la carta yo solo. En otro momento, o en otra situación, aquello hubiera podido excitar mi sentido del ridículo. Pero ¿cuál es la charlatanería a la que la gente no se arroja en busca de una última oportunidad, cuando todos los medios habituales han fracasado y la vida de un ser querido está en peligro?
»Nada, me dirán, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era lo bastante extravagante para que se le encerrara en un manicomio. ¡Decía que la paciente sufría las visitas de un vampiro! Los pinchazos que, según ella había descrito, había sentido cerca de la garganta eran, según insistía el médico, la inserción de esas dos largas, delgadas y afiladas piezas dentales que, como se sabe, son peculiares a los vampiros; y no cabía duda, añadía, en cuanto a que la presencia bien definida de la pequeña mancha lívida que todos coincidían en describir como provocada por los labios del demonio, y todos y cada uno de los síntomas descritos por la sufriente, estaban en exacta concordancia con los que se habían registrado en todos los casos de visitaciones similares.
»Como yo era absolutamente escéptico en cuanto a la existencia de un portento como el vampiro, la teoría sobrenatural del buen doctor no hacía, en mi opinión, otra cosa que aportar un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia curiosamente asociadas con una alucinación. Me sentía tan desgraciado, sin embargo, que, antes que no intentar nada, actué en base a las instrucciones de la carta.
»Me oculté en el oscuro saloncito que daba a la habitación de la pobre sufriente, en la que ardía una vela, y esperé hasta que se quedó profundamente dormida. Me quedé a la puerta, atisbando por la estrecha rendija, con la espada sobre la mesa a mi lado, tal como prescribían las indicaciones, hasta que, un poco después de la una, vi un gran objeto negro, muy indistinto, reptar, según me pareció, al pie de la cama, y extenderse rápidamente hasta la garganta de la pobre muchacha, donde, a los pocos instantes, se hinchó en una gran masa palpitante.
»Durante unos momentos me quedé petrificado. Luego salté hacia adelante, espada en mano. La criatura negra se contrajo súbitamente hacia el pie de la cama, se deslizó al suelo, y allí, erguida como una yarda del pie de la cama, con una mirada alerta de ferocidad y horror fija en mí, vi a Millarca. Especulando en no sé qué, la golpeé instantáneamente con mi espada; pero la vi junto a la puerta, ilesa. Horrorizado, avancé, y volví a golpear. ¡Se había ido! Y mi espada se rompió en pedazos contra la puerta.
»No puedo describirles todo lo que ocurrió esa horrible noche. Toda la casa estaba despierta y estremecida. El espectro de Millarca se había ido. Pero su víctima empeoraba, y, antes de que asomara el alba, murió».
El anciano general estaba muy afectado. No le hablamos. Mi padre se alejó un poco, y se puso a leer las inscripciones de las tumbas; y, ocupado en eso, cruzó la puerta de una capilla lateral para continuar sus investigaciones. El general estaba apoyado contra el muro, con los ojos secos, y suspiraba pesadamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y Madame, que en aquel momento se aproximaban. Las voces se apagaron.
En aquella soledad, habiendo acabado de escuchar una historia relacionada con los poderosos y nobles difuntos cuyos monumentos funerarios, en torno nuestro, se consumían entre el polvo y el liquen, y cada uno de cuyos incidentes se emparentaba tan horriblemente con mi propio caso misterioso, en aquel lugar infectado, oscurecido por las torres de follaje que se elevaban por todos lados, densas y altas, por encima de los silenciosos muros, el horror empezó a deslizarse en mí, y mi ánimo flaqueó al pensar que, después de todo, mis amigas no estaban a punto de entrar y turbar aquella escena triste y ominosa.
El anciano general tenía la mirada fija en el suelo, y la mano apoyada en el basamento de un deteriorado monumento funerario.
Debajo del arco de una estrecha puerta rematada por una de esas figuras demoníacas y grotescas en las que se complacía la cínica y siniestra imaginación de la talla gótica, vi, muy contenta, el hermoso rostro y figura de Carmilla, que entraba en la capilla umbrosa.
Yo estaba a punto de ponerme en pie y hablar, y, sonriendo, hacía un signo de cabeza en respuesta a la sonrisa peculiarmente atractiva de Carmilla, cuando, con un grito, el anciano, a mi lado, asió el hacha del leñador y se abalanzó hacia adelante. Al verle, un cambio brutal se produjo en las facciones de Carmilla. Sufrió una transformación instantánea y horrible mientras retrocedía acuclillándose. Antes de que yo hubiera podido proferir un grito, la golpeó con toda su fuerza; pero ella esquivó el golpe, e, ilesa, le asió la muñeca con su pequeño puño. Él luchó unos momentos para liberarse el brazo, pero se le abrió la mano, el hacha cayó al suelo, y la muchacha había desaparecido.
Se tambaleó hasta apoyarse contra el muro. Su cabello gris estaba alborotado en su cabeza, y su cara brillaba, húmeda, como si estuviera a punto de morir.
La espantosa escena había transcurrido en unos pocos, momentos. La primera cosa que recuerdo después de ella es a Madame a mi lado, repitiéndome, impacientemente, una y otra vez, esta pregunta:
—¿Dónde está la señorita Carmilla?
Finalmente, respondí.
—No lo sé… No sabría decir…; se fue allá… —y señalé la puerta por la que Madame acababa de entrar—… hace tan sólo uno o dos minutos.
—Pero si yo he estado allí, en el corredor, desde que entró Mademoiselle Carmilla, y no ha vuelto a pasar…
Entonces se puso a gritar «Carmilla» por todas las puertas y pasillos, y a través de las ventanas; pero no hubo respuesta.
—¿Se hacía llamar Carmilla? —preguntó el general, todavía agitado.
—Carmilla, sí —respondí.
—Sí —dijo él—, es Millarca. Es la misma persona que hace mucho tiempo se llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Váyase de este suelo maldito, mi pobre niña, lo más aprisa que pueda. Vaya a la casa del sacerdote, y quédese allí hasta que nosotros lleguemos. ¡Váyase! ¡Ojalá pueda no volver a ver a Carmilla! No la encontrará aquí.
Mientras él hablaba, entró en la capilla, por la misma puerta por la que Carmilla había entrado y salido, uno de los hombres de aspecto más extraño que haya yo visto jamás. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, de hombros cargados, y vestido de negro. Su rostro era moreno y seco, con profundas arrugas. Llevaba un sombrero de forma extraña, de ala ancha. El cabello, largo y grisáceo, le colgaba sobre los hombros. Llevaba gafas de oro, y caminaba lentamente, con un curioso contoneo bamboleante, y en su cara, a veces vuelta hacia el cielo, a veces inclinada hacia el suelo, parecía haber una sonrisa perpetua. Sus largos y delgados brazos le bailaban, colgantes, y sus manos descarnadas, con viejos guantes negros demasiado anchos para ellas, ondulaban y gesticulaban en profundo ensimismamiento.
—¡El hombre en persona! —exclamó el general, avanzando con manifiesto placer—. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de verle! No esperaba encontrarle tan pronto.
Le hizo una seña a mi padre, que por entonces ya había vuelto, y condujo hacia él al increíble viejo caballero, al que llamaba «barón», hacia donde estaba. Le presentó formalmente y, de inmediato, se sumieron en vehemente conversación. El recién llegado se sacó del bolsillo un papel enrollado, y lo desplegó sobre la gastada superficie de la tumba que tenía al lado. Sus dedos constituían una caja de lápices, y con ellos trazaba líneas imaginarias de un extremo a otro del papel, del que a menudo apartaban la mirada, todos a un tiempo, para mirar ciertos puntos del edificio. Deduje que era un plano de la capilla. Acompañaba lo que llamaré su conferencia con esporádicas lecturas de un librito muy sucio cuyas hojas amarillas estaban cubiertas de una escritura apretada.
Vagaron por la nave lateral, en el lado opuesto a donde yo estaba, conversando mientras andaban; luego se pusieron a medir las distancias a pasos y, finalmente, se reunieron frente a cierta parte del muro lateral y empezaron a examinarlo con gran minuciosidad, quitándole el liquen que lo cubría y raspando el yeso con las conteras de sus bastones, aquí rascando y allí golpeando. Finalmente, descubrieron la resistencia de una placa ancha de mármol, con letras talladas en relieve en su superficie.
Con la ayuda del leñador, que no tardó en volver, se puso al descubierto una inscripción monumental y un escudo tallado. Resultó tratarse del perdido monumento funerario de Mircalla, condesa de Karnstein.
El anciano general, aunque no muy dado, me temo, al humor de los rezos, elevó las manos y los ojos al cielo, en muda acción de gracias, durante unos momentos.
—Mañana —le oí decir— estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de acuerdo con la ley.
Luego, volviéndose hacia el viejo de las gafas de oro que antes he descrito, le tomó calurosamente ambas manos, y dijo:
—Barón, ¿cómo puedo agradecérselo? ¿Cómo podemos todos nosotros agradecérselo? Habrá usted liberado a esta región que ha azotado a sus habitantes durante más de un siglo. El horrendo enemigo, gracias a Dios, está por fin acosado.
Mi padre se llevó a un lado al forastero, y el general les siguió. Supe que les había llevado donde no les oyeran para poder contar mi caso, y les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas mientras tenía lugar la conversación.
Mi padre vino a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la capilla, me dijo:
—Es hora de volver, pero, antes de ir a casa, debemos añadir a nuestro grupo al buen sacerdote, que vive a poca distancia de aquí, y convencerle para que nos acompañe al
schloss
.
Tuvimos éxito en esta gestión; y me sentí encantada de llegar a casa, porque estaba indeciblemente cansada. Pero mi satisfacción se cambió en desaliento al descubrir que no había ni rastro de Carmilla. No se me dio ninguna explicación de la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas, y estaba claro que aquello constituía un secreto que, por el momento, mi padre tenía la intención de no revelarme.
La siniestra ausencia de Carmilla me hizo aún más horrible el recuerdo de la escena. Las disposiciones para aquella noche fueron singulares. Dos criadas y Madame iban a permanecer aquella noche en mi habitación, y el hombre de iglesia montaría guardia, junto a mi padre, en la antecámara anexa.
El sacerdote había celebrado ciertos ritos solemnes aquella noche, ritos cuya razón no comprendí mejor que la razón de aquella extraordinaria precaución tomada para mi seguridad durante el sueño.
Lo vi todo claro al cabo de unos pocos días.
La desaparición de Carmilla se vio seguida por la interrupción de mis sufrimientos nocturnos.
Conocerás, sin duda, la aterradora superstición vigente en Estiria Superior e Inferior, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, incluso en Rusia; la superstición, así debemos llamarla, del vampiro.
Si el testimonio humano, tomado con todo cuidado y solemnidad, judicialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por muchos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, que han emitido informes quizá más voluminosos de los que existen para cualquier otra clase de casos, vale para algo, entonces es difícil negar, o siquiera dudar de la existencia de ese fenómeno del vampiro.
En cuanto a mí, no he oído ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona la vieja y bien establecida creencia de la región.
El día siguiente tuvieron lugar en la capilla de Karnstein los procedimientos formales. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla; y el general y mi padre reconocieron a la pérfida y hermosa huésped en el rostro ahora expuesto a sus miradas. Sus facciones, aunque habían pasado ciento cincuenta años desde su funeral, estaban teñidas con el calor de la vida. Tenía los ojos abiertos. Ningún hedor a cadáver surgía del féretro. Los dos médicos, uno presente oficialmente, y el otro por parte del promotor de la investigación, atestiguaron el maravilloso hecho de que había una respiración tenue, pero perceptible, y una actividad correspondiente del corazón. Los miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica; y el féretro de plomo estaba bañado en sangre, y en ella, en una profundidad de siete pulgadas, estaba inmerso el cuerpo. Ahí estaban, pues, todas las pruebas admitidas de vampirismo. En consecuencia, el cuerpo, de acuerdo con la vieja práctica, fue levantado, y una afilada estaca clavada en el corazón del vampiro, que, en aquel momento, profirió un agudo chillido, en todos los sentidos semejante al de una persona viva que sufre la más extrema angustia. Luego se le cortó la cabeza, y del cuello cortado surgió un torrente de sangre. Luego, el cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas que fueron esparcidas sobre el río, que se las llevó; y este territorio no ha vuelto a ser atormentado por las visitas del vampiro.