Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
—Sí. El mayor Despard le dijo que debía contratar uno. Ha sido amabilísimo de veras.
—Yo también fui amable —comentó la escritora—, pero no parece que le hiciera mucho efecto, ¿verdad? Realmente, creo que su amiga se enfadó algo por mi visita.
—No se enfadó... se lo aseguro —Rhoda se movió en la silla, en el colmo de la turbación—. Ésa es precisamente la razón de que yo haya venido hoy... para darle una explicación. Me di cuenta de que no comprendía usted lo que pasó. Anne pareció poco amable, pero no fue por aquello... por su llegada, quiero decir. Fue por algo que usted dijo.
—¿Algo que yo dije?
—Sí. Usted no se fijó, fue una lástima.
—¿Y qué dije?
—Supongo que no se acordará. Fue la forma en que lo dijo. Se refirió usted a la cuestión de un accidente a un veneno.
—¿De veras?
—Estaba segura de que no se acordaría. Sí, Anne tuvo un incidente muy desagradable en cierta ocasión. Estaba sirviendo en una casa cuando su señora tomó un veneno... creo que fue tinte para los sombreros... lo tomó por equivocación. Murió y aquello fue un rudo golpe para mi amiga. No puede soportar su recuerdo ni quiere que le hablen de ello. Al decir usted aquello, se lo recordó y, como es natural, se volvió áspera, rígida y extraña. Yo vi que usted se daba cuenta de ello, pero no podía decir nada delante de Anne, aunque deseaba que usted supiera que no era aquello lo que suponía. No fue ingrata.
La señora Oliver miró la cara sonrojada y anhelante de Rhoda.
—Comprendo —dijo.
—Anne es terriblemente sensitiva —prosiguió la muchacha—. Y no sirve para... bueno, para hacer frente a las cosas. Si algo le trastorna, puede estar segura de que no querrá hablar de ello, aunque esto no conduce a nada bueno en realidad... por lo menos, así lo creo yo. Las cosas siguen siendo las mismas... tanto si se habla de ellas como si no. Y relegarlas, pretendiendo creer que no existen, es una tontería. Yo prefiero tenerlas siempre presentes, por doloroso que ello pueda ser.
—¡Ah! —replicó la señora Oliver sosegadamente—. Es que usted tiene un espíritu luchador y Anne no.
—Anne es una buena chica.
La escritora sonrió.
—No he dicho que no lo fuera. Me refería a que ella no tiene el mismo coraje que usted.
Dio un suspiro y luego, inesperadamente, preguntó:
—¿Cree usted en el valor de la verdad, o no cree en él?
—¡Claro que creo en la verdad! —contestó Rhoda, mirándole fijamente.
—Sí; dice usted eso... pero tal vez no lo ha pensado bien. La verdad ofende muchas veces... y destruye las ilusiones.
—Lo he pensado, pero no me importa —replicó Rhoda.
—Igual me pasa a mí. Pero no creo que estemos acertadas con ello.
La joven rogó encarecidamente:
—No le diga a Anne lo que acabo de contar. ¿Lo hará? A ella no le gustaría.
—No pensé ni por un momento hacer una cosa así. ¿Y hace mucho tiempo que ocurrió ese incidente?
—Cerca de cuatro años. Es raro, ¿verdad?, la forma con que las mismas cosas le pasan a una persona repetidamente. Yo tenía una tía que se halló en varios naufragios. Y la pobre Anne se ha visto ya mezclada en dos muertes repentinas... aunque, desde luego, la segunda ha sido mucho peor. El asesinato es algo horrible, ¿no le parece?
—Sí; lo es.
El café y las tostadas calientes recubiertas de mantequilla, llegaron en aquel momento.
Rhoda comió y bebió con infantil satisfacción. Le resultaba muy emocionante el estar compartiendo una comida íntima con una celebridad.
Cuando terminaron, la joven se levantó y dijo:
—Espero que no la habré molestado mucho. ¿Tendrá inconveniente... quiero decir, si no le molestará mucho... el que le enviara uno de sus libros para que me lo dedicara?
La señora Oliver rió.
—Puedo hacer una cosa mucho mejor —abrió un armario que había al extremo de la habitación—. ¿Cuál le gusta más? Yo prefiero
El caso de la segunda carpa dorada
. No es tan malo como el resto de ellos.
Un tanto sorprendida al oír cómo hablaba una autora de los hijos de su ingenio, Rhoda aceptó ávidamente. La señora Oliver cogió el libro, escribió su nombre con grandes y floridos abarescos y lo entregó a la joven.
—Aquí lo tiene.
—Muchísimas gracias. Lo he pasado muy bien. ¿De veras no le ha molestado mi visita?
—Estaba deseando que viniera.
Y añadió después de una pausa:
—Es usted una buena chica. Adiós. Cuídese mucho.
«¡Vaya! ¿Por qué le habré dicho eso?», se preguntó cuando cerró la puerta una vez que salió la joven de la habitación.
Sacudió la cabeza, se revolvió el pelo todavía más y volvió a las magistrales especulaciones de Sven Hjerson ante el relleno de salvia y cebolla.
La señora Lorrimer salió de una de las casas de Harley Street. Se detuvo un momento en lo alto de los peldaños que conducían a la acera y luego bajó por ellos lentamente. Había una expresión rara en su cara... una mezcla de resolución e indecisión. Frunció un poco las cejas, como si se concentrara en un profundo problema.
Fue justamente entonces cuando vio a Anne Meredith en la acera opuesta.
La muchacha estaba contemplando un gran edificio que hacía esquina.
La señora Lorrimer titubeó un instante y luego cruzó la calzada.
—¿Cómo está usted, señorita Meredith?
Anne hizo un movimiento de sorpresa.
—Oh. ¿Cómo está usted?
—¿Todavía en Londres? —preguntó la mujer.
—No. Sólo he venido para pasar el día. Tenía que despachar un asunto con mi abogado.
Sus ojos se desviaban todavía hacia el edificio que había estado mirando antes.
—¿Le ocurre algo? —preguntó de nuevo la señora Lorrimer.
Anne se estremeció.
—¿Algo? No. ¿Qué podía pasarme?
—Estaba mirando como si pensara en algo.
—Pues no pensaba en nada. Bueno, en realidad, sí estaba pensando, pero en algo sin importancia; algo completamente tonto.
La muchacha rió.
—Era tan sólo, que pensé haber visto a mi amiga... la que vive conmigo... entrar en esa casa, y me preguntaba si habría venido a visitar a la señora Oliver.
—¿Aquí vive la señora Oliver? No lo sabía.
—Sí. Vino a vernos el otro día; nos dio su dirección y nos dijo que viniéramos a visitarla. Quisiera saber si era Rhoda la que vi entrar.
—¿Quiere subir y comprobarlo?
—No. No hace falta.
—Venga a tomar el té conmigo —invitó la señora Lorrimer—. Conozco un buen establecimiento aquí cerca.
—Es usted muy amable —dijo Anne titubeando.
Caminaron juntas por la calle y entraron en una adyacente. Les sirvieron té con pastas en una pequeña pastelería.
No hablaron mucho. Cada una de ellas parecía encontrar un alivio en el silencio de la otra.
Anne preguntó de pronto:
—¿Ha ido a verla la señora Oliver?
—Nadie me ha visitado excepto monsieur Poirot.
—No quería referirme a... —empezó Anne.
—¿De veras? Creí que quería saber eso.
La muchacha le dirigió una rápida y asustada mirada. Vio algo en la cara de la señora Lorrimer que pareció tranquilizarla.
Hubo un momento de silencio.
—Pues a mí no ha venido a verme ese señor —dijo lentamente.
—¿Y no la ha visitado el superintendente Battle? —preguntó a la joven.
—Sí. Desde luego.
Anne indagó con acento titubeante:
—¿Qué cosas le preguntó?
La señora Lorrimer suspiró con cansancio.
—Supongo que me hizo las preguntas corrientes en estos casos. Pura rutina. Estuvo muy agradable.
—Eso creo yo también.
Se produjo otra pausa.
—Señora Lorrimer —dijo Anne—, ¿cree usted... que llegarán a encontrar al culpable?
Tenía los ojos fijos en su platillo. No pudo ver la expresión extraña que apareció en los ojos de la mujer al mirar su cabeza inclinada.
—No lo sé... —murmuró la señora Lorrimer.
—No es... muy agradable, ¿verdad? —dijo lamentándose la joven.
La cara de la señora Lorrimer volvió a reflejar la misma expresión curiosa y a la vez comprensiva, cuando preguntó:
—¿Cuántos años tiene usted, Anne Meredith?
—Yo... yo... —la muchacha tartamudeó—. Tengo veinticinco.
—Yo tengo sesenta y tres.
Prosiguió jadeante:
—Tiene usted ante sí la mayor parte de su vida...
Anne se estremeció.
—Puede atropellarme un autobús al volver a casa —dijo.
—Sí, es verdad. Y a mí... puede que no.
Dijo aquello con un tono extraño. Anne la miró estupefacta.
—La vida es un negocio muy difícil —agregó la señora Lorrimer—. Lo sabrá cuando llegue a mi edad. Requiere una gran cantidad de coraje y otra tanta de resistencia. Y al final, una se pregunta: «¿Valía la pena?»
—¡Oh, no! —exclamó Anne.
La señora Lorrimer rió con su acostumbrada suficiencia y aplomo.
—Resulta vulgar el decir cosas tristes de la vida —comentó.
Llamó a la camarera y pagó la cuenta.
Cuando salían de la pastelería cruzaba un taxi libre ante la puerta y la señora Lorrimer lo detuvo.
—¿Puedo llevarla a algún sitio? —preguntó—. Voy a la parte sur del parque.
La cara de Anne se iluminó.
—No, muchas gracias. Mi amiga acaba de doblar la esquina. Muchísimas gracias, señora Lorrimer, Adiós.
—Adiós y buena suerte.
Arrancó el coche y Anne marchó precipitadamente hacia el otro lado.
Rhoda pareció alegrarse cuando vio a su amiga, pero luego adoptó una ligera expresión de culpabilidad.
—Rhoda, ¿has ido a ver a la señora Oliver? —preguntó Anne.
—Sí. He estado en su casa.
—Y yo te he cogido.
—No sé a qué te refieres con eso de que me has cogido. Vamos a tomar un autobús. Por lo visto, has acabado mal con tu amigo. Creí que, por lo menos, te hubiera invitado a té.
Anne guardó silencio durante un rato... una voz sonaba en sus oídos:
«¿Podríamos recoger a su amiga para tomar el té juntos?»
Y su propia contestación... rápida, sin tiempo para pensarla:
«Muchas gracias, pero tenemos que ir a tomarlo con unos amigos.»
Una mentira... una mentira tonta. La estúpida manera en que una decía la primera cosa que le venía a la cabeza, sin pararse ni un instante a reflexionar. Hubiera sido muy fácil decir: «Gracias, pero mi amiga debe haberlo tomado ya.» Eso, en el caso de que no quisiera, como así era, que Rhoda fuera con ellos.
A ella misma le extrañaba la forma en que detestaba la presencia de Rhoda. Había deseado, en definitiva, tener a Despard para ella sola. Había sentido celos. Celos de Rhoda. De Rhoda; tan ingeniosa, tan dispuesta la conversación, tan llena de entusiasmo y de vida... La otra noche parecía que el mayor Despard se había fijado mucho en Rhoda. Y sin embargo era a ella, Anne Meredith, a quien el muchacho había ido a visitar. Rhoda era así. Sin proponérselo la dejaba a una en segundo término. No; definitivamente, no había querido que Rhoda les acompañara.
Pero había obrado como una estúpida, embarullándose de aquella forma. Si se hubiera conducido mejor, a estas horas estaría tomando el té con Despard, en su club o en cualquier otro sitio.
Se sentía molesta con Rhoda. Era un estorbo. ¿Y por qué había ido a visitar a la señora Oliver?
En voz alta preguntó:
—¿Por qué has ido a ver a la señora Oliver?
—Nos dijo que viniéramos.
—Sí; pero no creí que dijera en serio. Supongo que siempre lo dice.
—Pues hablaba en serio. Ha sido muy amable... no podía haberlo sido más. Me regaló una de sus novelas. Mira.
Rhoda sacó a la luz su trofeo.
Anne preguntó suspicazmente:
—¿De qué habéis hablado? ¿No sería de mí?
—¡Miren qué presunción tiene la chica!
—Nada de eso. ¿Hablasteis de mí? ¿Hablasteis del... asesinato?
—Hablamos acerca de los asesinatos. Está escribiendo sobre uno, en que el veneno está disimulado en un relleno de salvia y cebolla. Es asombrosamente humana... dice que el escribir es un trabajo pesadísimo y me contó de qué forma se encuentra muchas veces en unos embrollos terribles al planear la trama de sus novelas. Tomamos café y tostadas calientes con mantequilla —terminó Rhoda con acento triunfal.
Y luego añadió:
—Anne. Querrás tomar el té, ¿verdad?
—No. Ya lo he tomado. Me invitó la señora Lorrimer.
—¿La señora Lorrimer? ¿No es la que... la que estaba allí?
Anne asintió.
—¿Dónde la has encontrado? ¿Fuiste a verla?
—No. La encontré en Harley Street.
—¿Qué aspecto tenía?
Anne contestó con lentitud:
—No sé cómo decirte. Estuvo... algo rara. No parecía la de la otra noche.
—¿Sigues creyendo que lo hizo ella? —preguntó Rhoda.
Su amiga permaneció silenciosa y al cabo dijo:
—No lo sé. ¡No hablemos más de esto, Rhoda! Ya sabes de qué forma aborrezco el hablar de estas cosas.
—Está bien. ¿Qué tal es el abogado? ¿Muy seco y legalista?
—Es de aspecto altivo y algo judío.
—Eso parece ser lo indicado —esperó un momento y después preguntó—: ¿Cómo se portó el mayor Despard?
—Estuvo muy amable.
—Se ha enamorado de ti, Anne; estoy segura.
—No digas tonterías, Rhoda.
—Bueno; ya lo verás.
Rhoda empezó a canturrear por lo bajo mientras pensaba:
«Está enamorado de ella, desde luego. Anne es muy bonita. Pero un poco sosa... Nunca lo acompañará en sus viajes. ¿Y cómo tenía que hacerlo si estoy segura de que chillará a la vista de una serpiente?... Los hombres siempre se vuelven locos por mujeres que no sirven para nada.»
Luego dijo en voz alta:
—Ese autobús nos llevará a Paddington. Tenemos el tiempo justo para tomar el tren de las cuatro cuarenta y ocho.
Sonó el timbre del teléfono en la habitación de Poirot y una voz respetuosa sonó en el auricular. —Habla el sargento O'Connor. El superintendente Battle le saluda y desea saber si el señor Hércules Poirot tendría inconveniente en pasar por Scotland Yard a las once y media.
Poirot contestó afirmativamente y el sargento colgó.
Faltaba un minuto para las once y media cuando el detective descendió de un taxi frente a la puerta de New Scotland Yard... y se dio de bruces con la señora Oliver.