Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
—La admito, mayor Despard. No me cabe la menor duda de que las cosas sucedieron en Sudamérica tal como usted las ha descrito.
La cara de Despard se iluminó.
—Gracias —dijo lacónicamente.
Y estrechó con efusión la mano del detective.
El superintendente Battle se encontraba en el puesto de policía de Combreace. Con el rostro algo colorado, el inspector Harper hablaba lentamente, con el acento agradable del Devonshire.
—Eso es todo lo que pasó, señor. Pareció tan claro como la luz del día. Tanto el forense como los demás quedamos enteramente satisfechos del veredicto. ¿Por qué no?
—Cuénteme otra vez lo de las dos botellas. Quiero dejar eso bien sentado.
—La botella contenía jarabe de higos. Al parecer, la mujer lo tomaba con regularidad. Después estaba la del tinte que había utilizado o, mejor dicho, que empleó su señorita de compañía. Estuvo tiñendo un sombrero de paja. Sobró bastante tinte y, como la botella se rompiera, la señora Bensan dijo: «Póngalo en esa botella vacía... la del jarabe de higos.» No hay ninguna duda de ello. La servidumbre oyó cómo lo decía. Tanto la señorita Meredith, como la doncella y la criada, convinieron en lo mismo. Se puso el tinte en la botella del jarabe de higos y ésta se guardó, entre todos los cachivaches, en el estante más alto del armario del cuarto de baño.
—¿No le pusieron una nueva etiqueta?
—No; fue un descuido. El forense lo comentó luego.
—Prosiga.
—Aquella noche, la señora Benson entró en el cuarto de baño, cogió una botella de jarabe de higos, se sirvió una buena dosis y la bebió. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, mandó en seguida a que buscaran al médico; pero éste había salido para atender a un enfermo y tardó bastante tiempo en acudir. Hizo luego todo lo que pudo, pero la señora Benson murió.
—¿Ella creía que aquello fue un accidente?
—Sí... y todos creímos lo mismo. Por lo visto se mezclaron las botellas. Se sugirió entonces que lo había hecho la criada al quitar el polvo; pero ella juró que no fue así.
El superintendente Battle guardó silencio... pensando. ¡Qué sistema tan sencillo! Tomar una botella del estante superior y dejarla en el de abajo. Resulta difícil seguir hasta su origen la pista de una equivocación como ésta. Posiblemente quien lo hizo el cambio llevaba puestos unos guantes y las huellas digitales más recientes, impresas en la botella, serían las de la propia señora Benson. Sí; tan fácil... tan simple... ¡Pero de todas formas, era un asesinato! El crimen perfecto.
Pero, ¿por qué? Esta pregunta le llenaba de confusión... ¿por qué?
—Esa señorita de compañía, la señorita Meredith, ¿heredó algún dinero de la señora Benson? —preguntó.
El inspector Harper sacudió la cabeza.
—No. Sólo hacía seis semanas que estaba con ella.
Battle seguía perplejo. Evidentemente, era Una mujer difícil de tratar. Pero si Anne Meredith no se hubiera encontrado a gusto, hubiera dejado el empleo como hicieron las demás. No tenía necesidad de matar... a no ser que existiera un claro y desorbitado deseo de venganza. Sacudió la cabeza. Esta sugerencia no parecía del todo inverosímil.
—¿Quién heredó a la señora Benson?
—No se lo puedo decir, señor. Creo que sus sobrinos. Pero no debió de ser mucho... al menos cuando se hizo la división, pues oí que la mayor parte de sus ingresos provenían de una renta vitalicia.
No había nada, pues. Pero la señora Benson había muerto. Y Anne Meredith no confesó que había estado en Combreace.
Todo aquello era muy poco satisfactorio.
Hizo algunas indagaciones concienzudamente. El médico le habló con claridad y energía. No existía ninguna razón para creer que aquello fue otra cosa más que un accidente. La señorita... no recordaba su nombre... era una muchacha muy agradable, pero no ayudó mucho... estuvo muy trastornada. Luego habló con el vicario. Se acordaba de la última acompañante que tuvo la señora Benson... una muchacha de aspecto modesto. Siempre venía con su señora a la Iglesia. La señora Benson había sido, no de mal carácter, sino un tanto severa con la gente joven. Interpretaba el cristianismo en su aspecto más inflexible.
Battle habló con una o dos personas más, pero no se enteró de nada que valiera la pena. Casi no se acordaban de Anne Meredith. Había vivido entre ellos durante muy poco tiempo y su personalidad no era lo suficientemente vivida como para haberles dejado una impresión duradera. La descripción generalmente aceptada era la de una muchachita agradable.
La señora Benson descollaba más claramente. Una mujer con el carácter de un granadero; que hacía trabajar de firme a sus acompañantes y cambiaba muy a menudo de servidumbre. Una mujer desagradable... pero eso era todo.
No obstante, el superintendente Battle abandonó el Devonshire con la firme convicción de que, por alguna razón desconocida, Anne Meredith había asesinado deliberadamente a su señora.
Mientras el tren en que viajaba el superintendente Battle atravesaba Inglaterra hacia el Este, Anne Meredith y Rhoda Dawes se encontraban en el salón de Poirot.
Anne no había querido aceptar la invitación que recibió en el correo de la mañana, pero los consejos de Rhoda habían prevalecido.
—Anne... eres una cobarde... sí; una cobarde. No sacarás nada hundiendo la cabeza en la arena como hacen las avestruces. Ha ocurrido un asesinato y tú eres uno de la lista de sospechosos... tal vez el menos sospechoso... —Eso es lo peor —replicó Anne con acento humorístico—. Siempre resulta culpable el que menos lo parece.
—Pero como te decía, tú eres uno de ellos —continuó Rhoda sin hacer caso de la interrupción— Y no te servirá el taparte las narices, como si el asesinato fuera un mal olor y no tuviera nada que ver contigo.
—No tiene nada que ver conmigo —insistió Anne—. Quiero decir que estoy dispuesta a contestar cualquier pregunta que me haga la policía; pero ese hombre, Hércules Poirot, es un extraño.
—¿Y qué va a pensar de ti si le rehuyes y tratas de evitarlo? Pensará que eres culpable.
—Pero no lo soy —contestó Anne con tono helado.
—Ya lo sé. No podrías matar a nadie aunque lo intentaras. Pero esos horribles extranjeros no lo saben. Yo creo que debemos ir tranquilamente a su casa. De otra forma, vendrá él aquí y tratará de hacer hablar a los criados.
—No tenemos ninguno.
—Sí; tenemos a la tía Astwell. Puede irse de la lengua. Vamos, Anne. A lo mejor resulta divertido.
—No comprendo para qué quiere verme —se obstinó Arme.
—Para dejar en mal lugar a la policía oficial, desde luego —dijo Rhoda con impaciencia—. Los aficionados siempre lo hacen. Creen que en Scotland Yard sólo hay fantoches y cabezas huecas.
—¿Tú crees que ese Poirot es inteligente.
—No tiene el aspecto de un Sherlock Holmes —contestó Rhoda—. Supongo que sería un buen detective en sus días. Pero ahora ya chochea. Debe tener sesenta años, por lo menos. Vamos, Anne; veamos qué nos dice ese viejo. Tal vez nos cuente cosas terribles de los demás.
—Está bien —dijo Anne, y añadió—: Parece que todo esto te divierte, Rhoda.
—Creo que es debido a que el asunto no tiene nada que ver conmigo —replicó Rhoda—. Perdiste una buena oportunidad al no levantar la vista en el instante preciso. Si lo hubieras hecho, podrías haber vivido como una marquesa durante el resto de tu vida, mediante el chantaje.
Sucedió, pues, que a las tres de la misma tarde, Rhoda Dawes y Anne Meredith estaban sentadas con mucha circunspección en la pulcra habitación donde Poirot recibía las visitas. Bebían jarabe con zarza (que no les gustaba en absoluto, pero que, por cortesía, no rechazaron), en unos vasos de forma anticuada.
—Ha sido usted muy amable al acceder a mi petición, mademoiselle —decía Poirot.
—Me alegraré mucho en ayudarle en la mejor forma que pueda —murmuró Anne vagamente.
—Es cuestión de que haga un poco de memoria.
—¿Memoria?
—Sí. Ya hice las mismas preguntas a la señora Lorrimer, al doctor Roberts y al mayor Despard. Pero por desgracia, ninguno de ellos me dio la respuesta que esperaba. Necesito, mademoiselle, que haga retroceder sus pensamientos hacia la otra noche, en el salón del señor Shaitana.
Una sombra de cansancio pasó por la cara de la joven. ¿No se vería nunca libre de aquella pesadilla?
Poirot se dio cuenta de su expresión.
—Ya lo sé. mademoiselle, ya lo sé —dijo con amabilidad—.
C'est pénible, n'est ce pas?
Es muy natural. Es usted joven y se ha encontrado por primera vez con una cosa horrible como ésta. Posiblemente nunca vio una muerte violenta.
Los pies de Rhoda cambiaron de posición en el suelo.
—¿Bien? —dijo Anne.
—Haga retroceder su pensamiento. Quiero que me diga todo lo que recuerde de aquella habitación.
Anne lo miró con fijeza y cierto aspecto de suspicacia.
—No lo comprendo.
—Sí; las sillas; las mesas, los adornos, el papel de las paredes, los cortinajes, los hierros de la chimenea. Usted los vio. ¿Puede describírmelos?
—Ya le entiendo —Anne titubeó y frunció el ceño—. Es difícil. No creo que pueda recordarlo. Me figuré que estaban pintadas... con un color muy discreto. Había unas cuantas alfombras en el suelo. Y un piano —sacudió la cabeza—. No le puedo decir nada más, de veras.
—No lo ha intentado usted, mademoiselle. Debe recordar algún objeto, algún adorno, alguna obra antigua.
—Recuerdo que vi una caja de joyas egipcias —dijo Anne lentamente—. Cerca de la ventana.
—¡Ah, sí! Al otro extremo de la habitación, frente a la mesa donde estaba el puñal.
Anne le dirigió una mirada.
—No sé sobre qué mesa estaba.
«
Pas si bête
—comentó Poirot para su capote—. ¡Pero no sería yo Hércules Poirot! Si me conociera mejor se hubiera dado cuenta de que nunca le habría tendido una trampa tan burda como ésa.»
Y en alta voz comentó:
—¿Dijo usted que era una caja de joyas?
Anne contestó con cierto entusiasmo:
—Sí... había algunas muy bonitas. Azules y rojas. Esmaltes. Un par de anillos preciosos. Y escarabajos... aunque éstos no me gustaron tanto.
—El señor Shaitana era un gran coleccionista —murmuró Poirot.
—Sí, debió serlo —convino Anne—. La habitación estaba llena de objetos. No había medio de fijarse en todos.
—Por lo tanto, ¿no puede usted mencionar cualquier otra cosa que le llamara la atención?
Anne sonrió ligeramente al decir:
—Sólo un jarro de crisantemos a los que hacía mucha falta que les cambiaran el agua.
—Sí; los criados no se cuidan de tales cosas.
Poirot calló durante un momento.
Anne preguntó con timidez:
—Temo que no me fijé... en lo que quería usted que me fijara.
El detective sonrió amablemente.
—No importa,
mon enfant
. De todas formas, era una posibilidad muy remota. Dígame, ¿ha visto últimamente al mayor Despard?
Un delicado color sonrosado subió a las mejillas de la joven.
—Nos dijo que vendría a vernos muy pronto.
Rhoda observó respetuosamente:
—¡Despard no lo hizo! Anne y yo estamos completamente seguras de ello.
Poirot las miró con ojos chispeantes.
—Qué suerte ha tenido... convenciendo de su inocencia a dos jóvenes tan encantadoras.
«Vaya —pensó Rhoda—. Ya se está volviendo francés, y no hay cosa que me turbe más.»
Se levantó y empezó a examinar unos aguafuertes colgados de las paredes.
—Son muy buenos —comentó.
—No están mal —convino Poirot.
Miró a Anne y titubeó.
—Mademoiselle —dijo por fin—. Me he estado preguntando si podría rogarle que me hiciera un favor... ¡Oh! No tiene nada que ver con el asesinato. Es un asunto enteramente privado y personal.
Anne pareció sorprenderse un poco y Poirot continuó hablando con ligero embarazo.
—Ya sabe usted que se acerca Navidad. Tengo que comprar algunos regalos para mis sobrinas y es un poco difícil escoger lo que les gusta a las chicas modernas. Mis gustos, por desgracia, son algo anticuados.
—¿Sí? —dijo Anne amablemente.
—Medias de seda... ¿cree usted que las medias de seda serán un buen regalo?
—Sí, desde luego. Siempre es agradable recibir unas medias como regalo.
—Me quita usted un peso de encima. Le diré cuál es el favor que quiero que me haga. He comprado unos pares de diferentes colores. Creo que deben ser unos quince o dieciséis. ¿Sería usted tan amable de darles una ojeada y seleccionar media docena de las que le parezcan más bonitas?
—Claro que sí —dijo Anne levantándose y riendo.
Poirot la condujo hasta una alcoba donde, sobre una mesa, se veía un revoltijo de cosas. La joven se hubiera extrañado de tal mezcolanza, de haber conocido el orden y la limpieza con que lo hacía todo Hércules Poirot. Había un montón de medias; varios guantes ribeteados de piel, almanaques y cajas de bombones.
—Envío los paquetes con mucha anticipación —explicó Poirot—. Vea, mademoiselle; aquí están las medias. Le ruego que escoja seis pares.
Dio la vuelta, interceptando el paso de Rhoda, que le seguía.
—Y para esta joven tengo una pequeña sorpresa... una sorpresa que, según creo, no lo sería para usted, señorita Meredith.
—¿Qué es? —exclamó Rhoda.
El detective bajó la voz.
—Un cuchillo, mademoiselle, con el que, cierta vez, doce personas apuñalaron a un hombre. Me lo dio, como recuerdo, la Compañía Internacional de Coches Camas.
—¡Horrible! —gritó Anne.
—¡Oh! Déjeme verlo —dijo Rhoda.
Poirot la hizo salir a la otra habitación, sin dejar de hablar ni un momento.
—Me lo regaló la Compañía Internacional de Coches Camas, porque...
Pasaron al salón.
Tres minutos después volvieron y Anne se dirigió hacia ellos.
—Creo que estos seis son los más bonitos, monsieur Poirot. Estas dos más oscuras para llevarlas de noche y éstas, de color más claro, para cuando llegue el verano y dure más la luz del día.
—
Mille remerciments
, mademoiselle.
Cuando se marcharon, Poirot volvió a la alcoba y se dirigió rectamente a la atestada mesa. El montón de medias seguía tan revuelto como antes. El detective contó los seis pares seleccionados y luego hizo lo mismo con los restantes.