Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
—¿Está usted segura de que no había más que tres cartas?
—Sí, señor. Completamente segura.
Poirot hizo un gesto afirmativo. Pareció como si fuera a subir de nuevo el primer peldaño de la escalera, pero se detuvo y dijo:
—Tengo entendido que su señora tomaba drogas para dormir.
—Sí, señor. Así se lo ordenó el médico. El doctor Lang.
—¿Dónde guardaban esa medicina?
—En un armario que hay en la habitación de la señora.
Poirot no hizo más preguntas. Subió la escalera. Su cara tenía una expresión sumamente grave.
Cuando llegó arriba, Battle le saludó. El superintendente parecía preocupado y cansado.
—Me alegro de que haya venido, monsieur Poirot. Permítame que le presente al doctor Davidson.
El médico forense estrechó la mano del detective. Era un hombre alto y de aspecto melancólico.
—Tuvimos la suerte de espaldas —dijo—. Si llegamos dos horas antes la hubiéramos salvado.
—¡Hum! —refunfuñó Battle—. No debo decirlo oficialmente... pero no lo siento mucho. Era una... buena; era una señora. No conozco las razones que tuvo para matar a Shaitana, pero tal vez tenía alguna justificación plausible.
—De todos modos —observó Poirot—, no creo que hubiera vivido bastante para asistir a su juicio. Estaba muy enferma.
El médico asintió.
—Estoy de acuerdo con usted. Bueno; quizá de esta forma fue mejor.
—Se dirigió hacia la escalera y Battle lo siguió. —Un momento, doctor.
Con una mano puesta sobre la puerta del dormitorio, Poirot preguntó:
—¿Puedo entrar?
Battle hizo un gesto afirmativo.
—Desde luego. Nosotros ya hemos terminado.
El detective entró en la habitación y cerró la puerta.
Se dirigió hacia la cama y se quedó mirando aquella cara de expresión sosegada y pálida.
Poirot estaba sumamente turbado.
¿Había bajado aquella mujer al sepulcro con un último y determinado esfuerzo para salvar a una muchacha de la desgracia y de la muerte... o existía una explicación diferente y mucho más siniestra?
Teniendo en cuenta ciertos hechos...
De pronto, se inclinó y examinó una contusión oscura y algo descolorida que se veía en el brazo derecho de la mujer.
Se incorporó de nuevo. En sus ojos relució un destello felino, que hubieran reconocido inmediatamente ciertas personas relacionadas íntimamente con el famoso detective.
Salió con el paso apresurado de la habitación y bajó la escalera. Battle y uno de sus subordinados estaban junto al teléfono. El agente colgó el receptor y dijo al superintendente:
—Todavía no ha regresado, señor.
—Despard —explicó Battle—. Estoy tratando de localizarlo. Hay una carta para él, con un matasellos de Chelsea.
Poirot hizo una pregunta absurda, al parecer:
—¿Se había desayunado el doctor Roberts cuando vino aquí?
Battle lo miró con fijeza.
—No —dijo—. Recuerdo que lo estuvo comentando.
—Entonces debe estar ahora en casa. Lo podremos coger, sin duda.
—Pero, ¿por qué?
Poirot estaba afanado ya marcando un número en el disco del teléfono. Luego habló:
—¿El doctor Roberts? ¿Hablo con el doctor Roberts?
Mais oui,
soy Poirot. Sólo una pregunta. ¿Está usted familiarizado con la escritura de la señora Lorrimer?
—¿Con la escritura de la señora Lorrimer? Yo... no; no recuerdo haberla visto antes de que recibiera su carta, esta mañana.
—
Je vous remercie.
Poirot colgó el receptor con presteza.
—¿Qué idea genial se le ha ocurrido ahora, monsieur Poirot? —preguntó Battle.
El detective lo cogió por el brazo.
—Oiga, amigo mío. Pocos minutos después de salir yo de esta casa, ayer, por la noche, llegó Anne Meredith. La vi cómo subía los peldaños de la puerta de la calle, aunque entonces no estuve seguro de que era ella. Inmediatamente después de salir la joven, la señora Lorrimer se acostó. Según dice la doncella, no escribió ninguna carta entonces. Y por razones que comprenderá cuando le cuente lo que hablamos durante mi entrevista con la señora Lorrimer, no creo que ella hubiera escrito esas cartas antes de mi visita. ¿Cuándo las escribió entonces?
—¿Después que se acostaron las criadas? —sugirió Battle—. Se levantó y fue ella misma a echarlas al correo.
—Es posible. Pero existe otra posibilidad... la de que ella no las escribiera.
Battle lanzó un silbido.
—¡Dios mío! ¿Quiere usted decir...?
Sonó el timbre del teléfono. El sargento cogió el receptor, escuchó durante un momento y luego se dirigió a Battle.
—Llama el sargento O'Connor desde el piso de Despard, señor. Parece ser que Despard ha ido a Wallingford-on-Thames.
Poirot volvió a coger por el brazo a Battle.
—De prisa, amigo mío. Debemos ir también a Wallingford. Le aseguro que no tengo la conciencia tranquila. Puede ocurrir que esto no sea el final. Le repito que esa joven es peligrosa.
Anne —dijo Rhoda. —¿Hum? —No, Anne. No me contestes con el pensamiento puesto en ese crucigrama. Necesito que me escuches con mucha atención.
—Ya lo hago.
Anne se enderezó y dejó el periódico sobre las rodillas.
—Así está mejor. Oye, Anne —Rhoda titubeó—. Es acerca de ese hombre que ha de venir.
—¿El superintendente Battle?
—Sí, Anne. Quisiera que le dijeras... que estuviste con la señora Benson.
La voz de Anne se volvió fría.
—¡Tonterías! ¿Por qué debo hacerlo?
—Porque... bueno; puede parecer... como si te hubieras callado algo. Estoy segura de que será mejor que lo digas.
—Ahora ya no puedo hacerlo —replicó Anne con sequedad.
—Pues quisiera que lo hicieras antes que nada.
—Es demasiado tarde para preocuparse ahora de ello.
—Sí —dijo Rhoda, aunque no pareció quedar convencida.
Anne observó con acento algo irritado:
—De todas formas, no veo la razón de que deba hacerlo. No tiene nada que ver con lo de ahora.
—No, desde luego que no.
—Estuve allí solamente unas semanas. El superintendente necesita estas cosas como... bueno... corno antecedentes. Y unas pocas semanas no cuentan para ello.
—No. Ya lo sé. Supongo que será una tontería, pero esto me ha estado preocupando algo. Opino que debes decirlo. Date cuenta de que si se enteran por otros conductos, parecerá sospechoso... el que lo hayas callado.
—No sé cómo podrán enterarse. Nadie lo sabe, excepto tú.
—¿No... no?
Anne se dio cuenta de la ligera indecisión con que sonó la voz de Rhoda.
—¿Quién lo sabe, pues?
—Todos... los que viven en Combreace —respondió Rhoda, después de una pausa momentánea.
—¡Bah! —Anne pareció rechazar aquella sugerencia encogiéndose de hombros—. No creo que el superintendente hable con nadie de allí. Si lo hiciera, sería una coincidencia extraordinaria.
—Las coincidencias se dan a veces.
—Rhoda, te preocupas mucho de esto. Son ganas de hablar.
—Lo siento. Pero ya sabes lo que pensará la policía si creen que estás... que estás ocultando algo.
—No lo sabrán. ¿Quién iba a decírselo? Nadie lo sabe, excepto tú.
Era la segunda vez que decía estas palabras. Pero en esta repetición, su voz cambió un poco... algo raro y especulativo pareció sonar en ella.
—¡Oh, querida! Quisiera que lo hicieras —dijo Rhoda.
Dirigió una mirada culpable a su amiga, pero Anne no la miraba entonces. Tenía el ceño fruncido, como si estuviera haciendo algún cálculo.
—Resulta agradable el que vuelva a visitarnos el mayor Despard —dijo Rhoda.
—¿Qué...? ¡Ah, sí!
—Anne, ese chico es muy interesante. Si no lo quieres, ¡cédemelo, por favor!
—No seas absurda, Rhoda. No le intereso lo más mínimo.
—Entonces, ¿por qué vuelve? Está claro que le gustas. Eres precisamente la heroína en peligro que deseara salvar. Pereces desamparada, Anne.
—Es igualmente agradable con las dos.
—Eso lo hace sólo por cortesía. Pero si no lo quieres, actuaré como una buena amiga... trataré de consolar su corazón destrozado, etcétera. Y al final conseguiré que se fije en mí. ¿Quién sabe? —concluyó Rhoda.
—Estoy segura de que serás bien recibida por él —dijo Anne riendo.
—Tiene una espalda tan cuadrada... —suspiró Rhoda—. Está tostada por el sol y es vigoroso.
—¿Es preciso que digas esas cosas?
—¿Te gusta, Anne?
—Sí, mucho.
—¿No somos elegantes y formales? Creo que le gusto un poco... no tanto como tú; pero un poquito.
—Tú le gustas más.
Se notó otra vez un tono desusado en su voz, aunque Rhoda no se percató.
—¿A qué hora vendrá nuestro sabueso? —preguntó.
—A las doce —respondió Anne.
Calló durante unos instantes.
—Son solamente las diez y media —dijo por fin—. Vámonos hacia el río.
—Pero... ¿no... no dijo el mayor Despard que vendría a las once?
—¿Y por qué tenemos que esperarlo? Le dejaremos un recado a la señora Astwell, diciéndole hacia dónde vamos y que él venga a buscarnos al camino de sirga.
—Eso es; ¡hazte valer!, como siempre decía mamá —rió Rhoda—. Vamos, pues.
Salió de la habitación y atravesó la puerta del jardín. Anne la siguió.
El mayor Despard llegó diez minutos después a Wendon Cottage. Sabía que se había adelantado a la hora fijada, por lo que quedó sorprendido al ver que las dos muchachas se habían ido ya.
Atravesó el jardín y los prados que había más allá, y torció hacia la derecha por el camino de sirga.
La señora Astwell se quedó en la puerta mirando cómo se alejaba el joven, en lugar de volver a sus tareas domésticas.
—Está enamorado de una de las dos —observó para sí misma—. Creo que de la señorita Anne, pero no estoy segura. El chico no lo deja entrever por la expresión de su cara. Las trata a las dos igual. No estoy segura tampoco de que ambas no estén enamoradas de él. Si es así, no durará mucho la amistad que las une. No hay nada peor que un caballero interponiéndose entre dos muchachas.
Ante la agradable perspectiva de asistir al nacimiento de un amor, la señora Astwell volvió a entrar en la casa. Estaba fregando la vajilla del desayuno cuando volvió a sonar el timbre de la puerta.
—Otra vez ese timbre —refunfuñó—. Parece que lo hacen a propósito. Supongo que será algún paquete o un telegrama.
Fue a abrir sin apresurarse.
Eran dos caballeros. Uno de ellos, pequeño y de aspecto extranjero, y el otro, inglés de pies a cabeza, alto y corpulento. Recordaba haber visto a este último hacía poco tiempo.
—¿Está en casa la señorita Meredith? —preguntó el más alto de los dos.
La señora Astwell sacudió la cabeza.
—Acaba de marcharse.
—¿De veras? ¿Hacia dónde? No la hemos visto.
La señora Astwell, estudiando en secreto el extraño bigote del otro caballero y decidiendo que formaban una pareja muy rara para tratarse de dos amigos, facilitó más informes sobre el caso.
—Ha ido hacia el río... —explicó.
El caballero que llevaba bigote preguntó:
—¿Y la otra señorita? ¿La señorita Dawes?
—Se han ido juntas.
—Muchas gracias —dijo Battle—. Vamos a ver, ¿qué camino debemos seguir para llegar al río?
—Tuerzan por la izquierda y sigan por el sendero —respondió la señora Astwell con rapidez—. Cuando lleguen al camino de sirga, sigan por la derecha. Les oí decir que iban por allí —y añadió—: No hace un cuarto de hora que se marcharon. Las encontrarán en seguida.
«¿Quiénes serán estos dos? No puedo recordar si los conozco o no», pensó la mujer cuando cerró con desgana la puerta, después de contemplar pensativamente la espalda de los dos hombres que se alejaban.
La señora Astwell volvió a la cocina, mientras Battle y Poirot daban la vuelta hacia la izquierda, como les fue indicado.
Poirot caminaba apresuradamente y Battle lo miraba de vez en cuando con curiosidad.
—¿Ocurre algo, monsieur Poirot? Parece que tiene usted mucha prisa.
—Es verdad. Estoy intranquilo, amigo mío.
—¿Sobre algo en particular?
Poirot sacudió la cabeza.
—No. Pero todo es posible. Nunca se sabe...
—Usted tiene algo en el pensamiento —dijo Battle—. Ha querido que viniéramos esta mañana sin perder un momento... y puedo asegurar que el agente Turner ha pisado bien el acelerador gracias a usted. ¿Qué es lo que teme? La muchacha ha corrido el pestillo.
Poirot no contestó.
—¿Qué es lo que teme? —repitió Battle.
—¿Qué es lo que teme uno en estos casos?
Battle asintió.
—Tiene usted razón. Me pregunto si...
—¿Qué es lo que se pregunta usted?
El superintendente contestó con lentitud:
—Me pregunto si la señorita Meredith se habrá enterado de que su amiga le contó cierta cosa a la señora Oliver.
Poirot hizo un gesto afirmativo con vigorosa convicción.
—De prisa, amigo mío —dijo.
Recorrieron apresuradamente la orilla del río. No había ninguna embarcación visible sobre la superficie del agua, pero al dar la vuelta a un recodo, Poirot se detuvo. La rápida mirada de Battle también vio lo mismo.
—El mayor Despard —dijo.
Despard corría por la orilla del río, unas doscientas yardas delante de ellos.
Un poco más lejos se veía a las dos muchachas, en mitad de la corriente, sobre una pequeña barca de fondo plano. Rhoda hacía avanzar el barquichuelo mediante un palo que apoyaba en el fondo del río. Anne estaba tendida en el fondo de la embarcación y reía en aquel momento. Ninguna de ellas miraba hacia la orilla.
Y entonces... ocurrió. Anne extendió la mano; Rhoda se tambaleó y cayó al agua... vieron el desesperado manotazo que la muchacha dio a la manga de Anne...
La barca osciló... y, por fin, dio la vuelta y las dos jóvenes se debatieron en el agua.
—¿Lo ha visto? —exclamó Battle mientras empezaba a correr—. La Meredith cogió por el tobillo a su amiga y la lanzó por la borda. ¡Dios mío, éste es su cuarto asesinato!
Los dos corrían todo lo que sus piernas les permitían, pero alguien iba delante de ellos. Se veía que ninguna de las dos muchachas sabía nadar. Despard corrió por la orilla hasta el punto más cercano a ellas, se lanzó al agua y nadó hacia donde se debatían angustiosamente las dos jóvenes.