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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (25 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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Mon Dieu!
; esto es interesante —exclamó Poirot cogiendo por la manga a su amigo—. ¿A cuál de las dos socorrerá primero?

Las muchachas no estaban juntas. Unas doce yardas las separaban.

Despard nadaba vigorosamente hacia ellas... no había ninguna vacilación en sus movimientos. Se dirigía rectamente hacia Rhoda.

Battle, por su parte, llegó a la orilla y se zambulló, mientras Despard llevaba felizmente a Rhoda hasta la orilla. La dejó allí y volvió a meterse en el agua, nadando hacia donde Anne acababa de irse al fondo.

—Tenga cuidado —advirtió Battle—. Hay hierbas abajo.

El joven y Battle llegaron al mismo tiempo, pero Anne se había hundido antes de que pudieran cogerla los dos hombres.

La encontraron por fin y entre los dos la llevaron a la orilla.

Poirot estaba atendiendo a Rhoda. La muchacha estaba sentada entonces y su respiración se normalizaba.

Despard y Battle tendieron en el suelo a Anne Meredith.

—Hay que practicarle la respiración artificial —dijo el superintendente—. No se puede hacer otra cosa. Pero temo que ya es tarde.

Empezó a trabajar metódicamente y Poirot se puso a su lado, dispuesto a relevarle si hacía falta.

Despard se arrodilló junto a Rhoda.

—¿Se encuentra bien? —dijo con voz ronca y ansiosa.

Ella respondió lentamente:

—Me ha salvado. Me ha salvado... —tendió las manos hacia él y cuando el muchacho las tomó entre las suyas, la joven rompió a llorar.

—Rhoda... —dijo él.

Sus manos se fundieron en un largo apretón.

Por la mente de Despard pasó una repentina visión... un paisaje africano y Rhoda, riendo feliz, a su lado...

Capítulo XXX
 
-
Asesinato

Quiere usted decir que Anne me tiró al río intencionadamente? —dijo Rhoda con acento incrédulo—. Reconozco que a mí sí me lo pareció. Ella estaba enterada de que yo no sabía nadar. Pero... ¿fue deliberado?

—Por completo —dijo Poirot.

Pasaban entonces por los arrabales de Londres.

—Pero..., pero, ¿por qué?

Poirot no contestó hasta pasados unos momentos. El detective pensó que, por lo menos, conocía un motivo por el cual Anne actuó en aquella forma; y aquel motivo estaba sentado entonces al lado de Rhoda.

El superintendente Battle tosió.

—Debe usted disponerse, señorita Dawes, a recibir un disgusto. La señora Benson, con quien vivió su amiga, no murió a causa de un accidente, según parecía... Por lo menos, tenemos ciertas razones para suponerlo.

—¿A qué se refiere?

—Creemos —intervino Poirot— que Anne Meredith cambió de sitio dos botellas.

—¡Oh, no... no! ¡Qué cosa tan horrible! Es imposible. ¿Anne? ¿Por qué tuvo que hacerlo?

—Tenía sus motivos —dijo el superintendente—. Pero la cuestión es, señorita Dawes, que por lo que sabía su amiga, usted era la única persona que podía darnos una pista sobre aquel incidente. Supongo que no le diría que se lo contó todo a la señora Oliver, ¿verdad?

Rhoda contestó lentamente:

—No. Pensé que se enfadaría conmigo.

—Desde luego. Y muy enfadada —dijo Battle con el ceño fruncido—. Pero ella creyó que el único peligro podría provenir de usted y por eso decidió... ejem... eliminarla.

—¿Eliminarme, a mí? ¡Oh, qué brutal! No puede ser.

—Bueno; ahora ya ha muerto —observó Battle—, y por lo tanto, lo dejaremos tal como está, pero no era una amiga que le conviniera, señorita Dawes... y eso sí que es verdad.

El automóvil fue aminorando la marcha y se detuvo ante una puerta.

—Subiremos al piso de monsieur Poirot —dijo el superintendente—. Hablaremos un poco sobre el asunto.

En el salón de Poirot fueron recibidos por la señora Oliver, que hasta entonces había estado entreteniendo al doctor Roberts. Bebían jerez. La señora Oliver llevaba uno de los sombreros más nuevos que la moda había impuesto entonces, así como un traje de terciopelo con un lazo sobre el pecho, en el cual reposaba un trozo de manzana.

—Pasen. Pasen —invitó hospitalariamente la mujer, como si se encontrara en su casa, en lugar de en la de Poirot—. Tan pronto como recibí su llamada, telefoneé al doctor Roberts y vino aquí. Todos sus pacientes se están muriendo, pero esto no le preocupa. En realidad, si no los visita se pondrán mejor. Queremos enterarnos de todo lo que ha pasado.

—Sí, es cierto. Estoy hecho un lío —dijo Roberts.


Eh bien
—comentó Poirot—. El caso ha terminado. El asesino del señor Shaitana ha sido descubierto al fin.

—Eso me ha dicho la señora Oliver. Esa criatura; Anne Meredith. Casi no lo creo. Un asunto inverosímil.

—Era una homicida, sin duda alguna —dijo Battle—. Tres muertes en su haber... y no fue culpa suya el que no consiguiera ejecutar con éxito la cuarta.

—¡Increíble! —murmuró Roberts.

—Nada de eso —intervino la señora Oliver—. Era la persona menos probable. Al parecer, ocurre lo mismo en la vida real que en las novelas.

—Ha sido un día lleno de sorpresas —dijo Roberts—. Primero, la carta de la señora Lorrimer. Supongo que sería una falsificación, ¿no es cierto?

—Precisamente. Una falsificación muy buena, hecha por triplicado.

—¿También se dirigió una a sí misma?

—Naturalmente. La falsificación estuvo muy bien hecha... no hubiera engañado a un perito... desde luego; pero no era probable que interviniera un experto. Todas las pruebas parecían demostrar que la señora Lorrimer se suicidó.

—Perdone mi curiosidad, monsieur Poirot, ¿pero qué le hizo sospechar que no se había suicidado?

—Cierta conversación que tuve con una criada de Cheyne Lane.

—¿Le dijo que Anne Meredith estuvo allí la noche anterior?

—Eso me dijo, entre otras cosas. Y así, como ustedes verán, he llegado a una conclusión sobre la identidad de la persona culpable... es decir, de la persona que mató al señor Shaitana. Esa persona no fue la señora Lorrimer.

—¿Qué indicio le hizo sospechar de la señorita Meredith?

Poirot levantó una mano.

—Un momento. Déjeme que trate el asunto a mi manera. Permítame, digámoslo así, que vaya eliminando. El asesino del señor Shaitana no fue la señora Lorrimer, ni fue el mayor Despard y, aunque parezca mentira, tampoco fue la señorita Meredith...

Se inclinó hacia delante. Su voz era suave y ronroneante, como la de un gato.

—Porque usted, doctor Roberts, fue el que mató al señor Shaitana y quien mató también a la señora Lorrimer...

Siguió un silencio que duró por lo menos tres minutos. Al fin, Roberts lanzó una risotada un tanto amenazadora.

—¿Está usted loco, monsieur Poirot? Yo no maté a Shaitana, ni tuve posibilidad de asesinar a la señora Lorrimer. Mi apreciado Battle —se volvió hacia el superintendente—. ¿Está usted también de su parte? ¿Opina como él?

—Creo que será preferible que escuche lo que monsieur Poirot tiene que decirle —respondió Battle tranquilamente.

El detective prosiguió:

—Es cierto que, no obstante, saber desde hace tiempo que usted y sólo usted, había asesinado a Shaitana, no había forma de probárselo. Pero el caso de la señora Lorrimer es completamente diferente —se inclinó hacia delante otra vez—. No solamente lo sé yo. Es mucho más simple que eso, porque tengo un testigo presencial, que vio
cómo
usted lo hacía.

Roberts no movió un solo músculo, aunque sus ojos despidieron un rápido destello.

—Está usted diciendo tonterías —observó vivamente.

—¡Oh, no! Nada de eso. Ocurrió esta mañana muy temprano. Se las arregló usted para llegar hasta la habitación de la señora Lorrimer, donde ésta dormía profundamente bajo la influencia todavía de la droga que tomó la noche anterior. Y allí pretendió saber, con una sola ojeada, que la mujer estaba muerta. Se desembarazó usted de. la criada, mandándola por coñac, agua caliente y todo lo demás. Así quedó solo en la habitación. La criada solamente tuvo un atisbo de lo que ocurría. ¿Y qué pasó después? Tal vez no estará usted enterado, doctor Roberts, del hecho de que ciertas empresas dedicadas a la limpieza de ventanas y escaparates, llevan a cabo su trabajo en las primeras horas de la mañana. Un empleado de una de dichas empresas llegó con su escalera al mismo tiempo que usted. Apoyó la escalera contra una de las paredes de la casa y empezó su trabajo. La primera ventana que emprendió correspondía a la habitación de la señora Lorrimer. No obstante, cuando vio. lo que pasaba en el interior, se marchó a otra ventana, pero ya había visto lo suficiente. El propio interesado nos contará lo que vio.

Poirot cruzó con paso rápido la habitación, dio la vuelta al pomo de la cerradura de una puerta y a continuación llamó:

—Pase, Stephens —y volvió hacia su sitio.

Un hombre corpulento, de aspecto torpe y pelo rojo, entró en el salón. En la mano llevaba una gorra de uniforme, sobre cuya frente se leía: «Asociación de Limpia-ventanas de Chelsea», y a la que daba vueltas desmañadamente.

Poirot preguntó:

—¿Conoce a alguien de los que estamos en esta habitación?

El hombre dio una ojeada circular y luego hizo un tímido ademán con la cabeza, hacia donde estaba el doctor Roberts.

—Ése —dijo.

—Díganos cuándo lo vio usted por última vez y qué es lo que estaba haciendo.

—Fue esta mañana, a las ocho. En casa de una señora que vive en Cheyne Lane. Me dispuse a limpiar las ventanas: La mujer estaba en la cama y parecía enferma. Cuando la vi volvía la cabeza sobre la almohada. Supuse que este caballero era médico. Levantó la manga del camisón de aquella mujer y le inyectó algo aquí —indicó el sitio—. Ella dejó caer otra vez la cabeza sobre la almohada. Pensé que era mejor empezar por otra ventana, y así lo hice. Espero que no habré hecho nada malo.

—Obró usted admirablemente, amigo mío —dijo Hércules Poirot.

Y añadió tranquilamente:


Eh bien
, doctor Roberts.

—Era... un simple estimulante —tartamudeó el doctor Roberts—. La última esperanza de que volviera en sí. Es monstruoso que...

Poirot le interrumpió:

—¿Un simple estimulante? Metilo-ciclo-exenil-metilo-malonil-urea —dijo Poirot, acentuando untuosamente las sílabas—. Más comúnmente conocido como «Evipán». Se utiliza como anestésico en operaciones de corta duración. Inyectado por vía intravenosa, en grandes dosis, produce instantáneamente la inconsciencia. Es peligroso utilizarlo después de haber administrado veronal o algún barbitúrico al paciente. Me di cuenta de la contusión que presentaba uno de los brazos de la señora Lorrimer, donde sin duda alguna, le había sido inyectado algo en una vena. Aquello fue una pista para el forense y la droga fue sencillamente descubierta por una persona de tanto relieve como sir Charles Imphrey, analista del Ministerio de Gobernación.

—Eso, según creo, le ajusta las cuentas por completo —dijo el superintendente Battle—. No hay necesidad de que probemos lo de Shaitana; aunque, desde luego, si es necesario, podemos acusarlo además del asesinato del señor Charles Craddock, posiblemente del de su esposa.

La mención de estos nombres acabó con la entereza de Roberts.

Se recostó en su asiento.

—Se me fue la mano —admitió—. ¡Me han cogido! Supongo que ese taimado diablo de Shaitana se lo contaría todo, antes de que nos reuniera para cenar aquella noche. Y yo pensé haberle hecho callar tan a punto...

—No debe usted dar las gracias a Shaitana —dijo Battle—. Todo el mérito es de monsieur Poirot.

Fue hacia la puerta y entraron dos hombres.

La voz del superintendente Battle tomó un tono oficial, al pronunciar las palabras de arresto.

Cuando se cerró la puerta tras el acusado, la señora Oliver dijo con tono alegre, aunque sonaba a falso:

—¡Siempre dije que lo hizo él!

Capítulo XXXI
 
-
Cartas sobre la mesa

Era el gran momento de Poirot. Todas las caras estaban vueltas hacia él, con expectación anhelante. —Son ustedes muy amables —dijo el detective sonriendo—. Me figuro que ya saben lo que disfruto con estas pequeñas disertaciones. Soy un individuo bastante prosaico —hizo una corta pausa y agregó—: Este caso, para mí, ha sido uno de los más interesantes con que he tropezado hasta ahora. Eran cuatro personas; una de las cuatro cometió el asesinato, ¿pero cuál de ellas? ¿Había algo que señalara hacia alguien? En el sentido material... no. No existían indicios tangibles... ni huellas digitales... ni papeles o documentos acusadores. Sólo existían... las propias personas.

»Y una pista palpable... las hojas del carnet de
bridge
.

»Recordarán ustedes que desde el principio mostré un particular interés por esas hojas. Me dijeron algo acerca de las personas que las habían llenado, y también otras cosas. Me facilitaron un valioso indicio. Me fijé en seguida en la cifra 1.500, al final del tercer
rubber
. Esa cifra sólo podía significar una cosa... una declaración de gran
slam
. Ahora bien, si una persona toma la determinación de cometer un crimen bajo circunstancias tan extraordinarias, es decir, durante una partida de
bridge
, esa persona corre claramente dos riesgos diferentes. El primero es que la víctima pueda gritar y, el segundo, que aun en el caso de que no grite, alguno de sus compañeros de juego levante la vista en el momento preciso y presencie el hecho. Por lo que atañe al primero de los riesgos citados, nada podía hacerse. Era cuestión de suerte. Pero respecto al segundo, sí que podía intentarse algo. Es cosa sabida que durante una "mano" interesante, la atención de los tres jugadores estará centrada por completo en el juego, por lo mismo que durante una "mano" aburrida, estarán más dispuestos a fijarse en lo que les rodea Una declaración de gran
slam
es siempre excitante. A menudo, y en este caso así fue, se dobla. Cada uno de los tres jugadores juega sus cartas con gran atención... el que subastó, con el fin de hacer las bazas precisas, y los adversarios, al objeto de descartarse correctamente y lograr que el otro no pueda cumplir su subasta. Existía, pues, una posibilidad de que el crimen hubiese sido perpetrado durante esa "mano" y me propuse averiguar, a ser posible, cómo se desarrolló exactamente la subasta. Pronto averigüé que durante aquella "mano" hizo de "muerto" el doctor Roberts. Sentada dicha hipótesis, ataqué el asunto desde mi segundo punto de vista... probabilidad psicológica. De los cuatro sospechosos, la señora Lorrimer se me presentó como la más dispuesta para planear y llevar a cabo con éxito un asesinato... pero no podía suponerla autora de ningún crimen que hubiera de ser improvisado en un momento dado. Por otra parte, sus modales de aquella noche me confundieron. Sugerían que, o sabía quién lo habría hecho, o bien fue ella quien cometió el asesinato. La señorita Meredith, el mayor Despard y el doctor Roberts tenían también posibilidades psicológicas, aunque, como dije en cierta ocasión, cada uno de ellos hubiese actuado en forma enteramente diferente.

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