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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Casa capitular Dune (44 page)

BOOK: Casa capitular Dune
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¿Qué es lo que capto en ella?

Sheeana vio la expresión en el rostro de Odrade (¡la ingenuidad Bene Gesserit!), y supo que aquella era la durante tanto tiempo temida confrontación.

¡No puede haber defensa excepto mi verdad, y espero que se detenga antes de la completa confesión!

Odrade observó a su antigua estudiante con un exquisito cuidado, con todos los sentidos abiertos.

¡Miedo! ¿Qué es lo que siento? ¿Algo cuando ella habla?

La firmeza en la voz de Sheeana había sido modelada en el poderoso instrumento que Odrade había anticipado en su primer encuentro. La naturaleza original de Sheeana (¡una naturaleza Fremen, si es que había alguna!) había sido flexionada y redirigida. Ese núcleo de vengatividad había sido pulido. Su capacidad de amor y odio estaba refrenada por firmes riendas.

¿Por qué tengo la impresión de que desea abrazarme?

Odrade se sintió repentinamente vulnerable.

Esta mujer se ha metido dentro de mis defensas. Ya no hay forma de excluirla totalmente de allí, nunca.

Vino a su mente el juicio de Tamalane:

—Es una de esas que se mantiene en sí misma. ¿Recuerdas la Hermana Schwangyu? Como ella, pero mejor. Sheeana sabe lo que está haciendo. Tenemos que vigilarla atentamente. Sangre Atreides, ya sabes.

—Yo también soy Atreides, Tam.

—¡No creas que lo olvidamos nunca! ¿Piensas que simplemente permaneceríamos ociosas si la Madre Superiora decidiera procrear por iniciativa propia? Hay límites a nuestra tolerancia, Dar.

—Realmente, hace mucho tiempo que te debía esta visita, Sheeana.

El tono de Odrade alertó a Sheeana. Le devolvió de pronto la mirada con esa expresión que la Hermandad llamaba la «placidez BG», y que probablemente era la cúspide de la placidez en todo el universo, una máscara absoluta e impenetrable de lo que ocurría tras ella. No era simplemente una barrera, era una
nada
. Era imposible atravesar aquella máscara. Era, en sí misma, una traición. Sheeana se dio cuenta inmediatamente de ello y respondió con una carcajada.

—¡Sabía que acudiríais sondeando! El lenguaje de las manos con Duncan, ¿correcto? —
¡Por favor, Madre Superiora! Acepta esto.

—Todo, Sheeana.

—Él desea algo que los rescate en caso de un ataque de las Honoradas Matres.

—¿Eso es todo? —
¿Me toma por una completa estúpida?

—No. Desea información acerca de nuestras intenciones… y lo que estamos haciendo para enfrentarnos a la amenaza de las Honoradas Matres.

—¿Qué es lo que le has dicho?

—Todo lo que he podido. —
La verdad es mi única arma. ¡Tengo que desviarla!

—¿Tiene influencia sobre ti, Sheeana?

—¡Sí!

—Sobre mí también.

—¿Pero no sobre Tam y Bell?

—Mis informantes me dicen que ahora Bell lo tolera.

—¿Bell? ¿Tolerante?

—La juzgas mal, Sheeana. Es una imperfección en ti. —
Está ocultando algo. —¿Qué es lo que has hecho, Sheeana?

—Sheeana, ¿crees que podrías trabajar con Bell?

—¿Porque yo la atosigo? —
¿Trabajar con Bell? ¿Qué es lo que pretende? ¡No que Bell encabece este maldito proyecto de la Missionaria!

Un débil rictus curvó hacia arriba las comisuras de la boca de Odrade.
¿Otra jugarreta? ¿Puede ser eso?

Sheeana era un tema principal en las habladurías de los comedores de Central. Historias de cómo atosigaba a las Amantes Procreadoras (especialmente a Bell), y elaboradamente detallados relatos de seducciones, acompañados de comparaciones procedentes de Murbella con las Honoradas Matres, que eran más especiados que la comida. Odrade había oído retazos de la última de esas historias hacía tan sólo dos días: «Y ella dijo, "Utilicé el método
Déjale portarse mal
. Es muy efectivo con los hombres que creen que son ellos quienes te están conduciendo por el jardín de rosas."»

—¿Atosigar? ¿Es eso lo que haces, Sheeana?

—Una palabra apropiada: remodelarlos empujándolos en contra de su inclinación natural. —En el mismo instante en que las palabras hubieron brotado de su boca, Sheeana se dio cuenta de que había cometido un error.

Odrade notó la repentina rigidez.
¿Remodelar?
Su rostro se volvió hacia aquel extraño montón de plaz negro en el rincón. Se lo quedó mirando con una intensidad que la sorprendió. Bebió aquella visión. Sondeó en busca de una coherencia, algo que le
hablara
.
Nada respondió, ni siquiera cuando sondeó hasta el límite. ¡Y ésa es su finalidad!

—Se llama «Vacío» —dijo Sheeana.

—¿Es tuyo? —
Por favor, Sheeana. Di que lo hizo algún otro. El que lo hizo ha desaparecido en un lugar a dónde no puedo seguirlo.

—Lo hice una noche, hará una semana.

¿Es plaz negro lo único que remodelas?

—Un fascinante comentario sobre el arte en general.

—¿Y no sobre el arte de forma específica?

—Tengo un problema contigo, Sheeana. Alarmas a algunas Hermanas. —
Y a mí. Hay un lugar salvaje en ti que no hemos descubierto. Los genes indicadores Atreides que Duncan nos dijo que buscáramos están en tus células. ¿Qué es lo que te hacen?

—¿Alarmo a mis Hermanas?

—Especialmente cuando recuerdan que eres la más joven que haya sobrevivido nunca a la Agonía.

—Excepto las Abominaciones.

—¿Es eso lo que eres?

—¡Madre Superiora! —
Ella nunca me ha hecho daño deliberadamente, excepto como una lección.

—Pasaste por la Agonía como un acto de desobediencia.

—¿No diréis más bien que pasé por ella contra los consejos más maduros? —
El humor la distrae a veces.

Prester, la acólita ayudanta de Sheeana, llegó a la puerta y rascó suavemente en la pared al lado de ella hasta llamar su atención.

—Dijisteis que os avisara inmediatamente cuando regresaran los equipos de búsqueda.

—¿Qué han informado?

¿Alivio en la voz de Sheeana?

—El equipo ocho desea que reviséis sus registros.

—¡Siempre desean eso!

Su voz tenía una forzada frustración.

—¿Deseáis examinar los registros conmigo, Madre Superiora?

—Aguardaré aquí.

—No va a tomar mucho tiempo.

Cuando se hubieron marchado, Odrade se dirigió hacia la ventana occidental: una clara vista por encima de los tejados del nuevo desierto. Había pequeñas dunas allí. El atardecer iba declinando, y aquel seco calor recordaba tanto a Dune.

¿Qué es lo que está ocultando Sheeana?

Un joven, apenas más que un muchacho, estaba tomando el sol desnudo en un tejado vecino, vuelto boca arriba sobre una colchoneta verde mar, con una toalla dorada cruzada sobre su rostro. Su piel tenía un moreno dorado del sol que hacía juego con la toalla y su vello púbico. La brisa alzó ligeramente un extremo de la toalla. Una mano lánguida se alzó y la devolvió a su sitio.

¿Cómo puede permanecer inactivo así? ¿Un trabajador nocturno? Probablemente.

Allí no se alentaba la inactividad, y aquel muchacho estaba haciendo alarde de ella. Odrade sonrió para sí misma. Cualquiera podía ser disculpado con la suposición de que era un trabajador nocturno. Podía confiar en esa suposición. El truco consistía en permanecer fuera de la vista de aquellos que sabían que no era así.

No preguntaré. La inteligencia merece algunas recompensas. Y, después de todo, puede que se trate realmente de un trabajador nocturno.

Alzó su mirada. Un nuevo esquema surgía en aquel lugar: atardeceres exóticos. Una delgada franja naranja se extendía a lo largo del horizonte, más abultada allá donde el sol acababa de sumergirse tras la tierra. El azul plateado encima del naranja iba haciéndose más oscuro sobre su cabeza. Había visto aquello muchas veces en Dune. No se molestó en explorar las explicaciones meteorológicas. Mejor dejar que los ojos absorbieran aquella belleza transitoria; mejor permitir que oídos y piel captaran la repentina quietud que descendería sobre aquellas tierras en la rápida oscuridad después de que el naranja se desvaneciera.

Casi marginalmente, vio al joven recoger colchoneta y toalla y desaparecer tras un ventilador.

Un sonido de pasos corriendo en el pasillo tras ella. Sheeana entró casi sin aliento.

—¡Han encontrado una masa de especia a unos treinta kilómetros al nordeste de nosotras! ¡Pequeña, pero compacta!

Odrade no se atrevió a tener esperanzas.

—¿Puede tratarse de una acumulación producida por el viento?

—No es probable. He instalado una vigilancia permanente sobre ella. —Sheeana miró hacia la ventana junto a la cual estaba Odrade.
Ha visto a Trebo. Quizá…

—Antes te pregunté, Sheeana, si podrías trabajar con Bell. Era una pregunta importante. Tam se está haciendo muy vieja y deberá ser reemplazada pronto. Tiene que haber una votación, por supuesto.

—¿Yo? —Fue algo totalmente inesperado.

—Eres mi primera elección. —
Imperativo. Te quiero cerca, donde pueda mantenerte constantemente vigilada.

—Pero yo pensé… Quiero decir, el plan de la Missionaria…

—Eso puede esperar. Y tiene que haber alguien más que pueda pastorear los gusanos… si esa masa de especia es lo que esperamos.

—¿Oh? Sí… Hay varios de los nuestros, pero ninguno que… ¿No deseáis comprobar si los gusanos siguen respondiéndome?

—Trabajar en el Consejo no interferirá con eso.

—Yo… Podéis ver que estoy sorprendida.

—Yo hubiera dicho impresionada. Cuéntame, Sheeana, ¿qué es lo que te interesa realmente en estos días?

Aún sondeando. ¡Trebo, ayúdame ahora!

—Asegurarme de que el desierto crece bien. —
¡La verdad!
—. Y mi vida sexual, por supuesto. ¿Visteis al joven en el tejado de ahí al lado? Trebo, uno nuevo que me envió Duncan para pulir.

Incluso después de que Odrade se hubiera ido, Sheeana no dejó de preguntarse por qué aquellas palabras habían despertado un tal alborozo. La Madre Superiora había sido desviada, por supuesto.

Ni siquiera había sido necesario malgastar su posición de reserva… la verdad:

—Hemos estado discutiendo la posibilidad de que yo pueda Imprimar a Teg y restaurar de esta forma las memorias del Bashar.

Había evitado la confesión completa.
La Madre Superiora no ha sabido que yo he hallado la forma de reactivar nuestra no-nave prisión y neutralizar las minas que Bellonda puso en ella.

Capítulo XXIX

Ningún edulcorante cubrirá algunas formas de amargura. Si sabe amargo, escúpelo. Eso es lo que hicieron nuestras primeras antepasadas.

La Coda

Murbella se levantó en plena noche para proseguir un sueño pese a estar completamente despierta y consciente de su entorno: Duncan dormido a su lado, el débil zumbar de la maquinaria, la cronoproyección en el techo. Ella insistía en que Duncan se quedara por la noche, temerosa de estar sola. Él lo achacaba a su cuarto embarazo.

Se sentó en el borde de la cama. La habitación tenía un aspecto espectral a la débil luz del crono. Las imágenes del sueño persistían.

Duncan gruñó y se volvió hacia ella. Un brazo se tendió por encima de sus piernas.

Murbella sintió que la intrusión mental de él no formaba parte del sueño pero poseía algunas de sus características. Era cosa de las enseñanzas Bene Gesserit. Ellas y sus malditas sugerencias acerca de Scytale y… ¡y todo! Precipitaban unos movimientos que ella no podía controlar.

Esta noche estaba perdida en un loco mundo de palabras. La causa era clara. Aquella mañana Bellonda había enseñado a Murbella a hablar nueve idiomas, y había conducido a la suspicaz acólita por un sendero mental llamado «Herencia Lingüística». Pero la influencia de Bell en aquella locura nocturna no proporcionaba ninguna escapatoria.

Una pesadilla. Ella era una criatura de tamaño microscópico atrapada en un enorme lugar lleno de ecos etiquetado con letras gigantescas, se volviera hacia donde se volviera: «Depósito de Datos». Palabras animadas con mandíbulas que no dejaban de hacer muecas y temibles tentáculos la rodeaban.

¡Bestias predadoras, y ella era su presa!

Despierta, y sabiendo que estaba sentada en el borde de la cama con el brazo de Duncan cruzado sobre sus piernas, seguía viendo las bestias. La obligaban a retroceder.
Sabía
que estaba retrocediendo pese a que su cuerpo no se movía. La empujaban hacia algún terrible desastre que ella no podía ver. ¡No podía volver la cabeza! No solamente veía a aquellas criaturas (ocultaban partes de su dormitorio), sino que las oía en una cacofonía de sus nueve idiomas.

¡Van a despedazarme!

Aunque no podía volverse, sentía lo que había detrás de ella: más dientes y garras. ¡Amenazas a todo su alrededor! Si la cercaban, saltarían sobre ella y estaría perdida.

Vencida. Muerta. Víctima. Cautiva de la tortura. Caza no vedada.

Se sintió vencida por la desesperación. ¿Por qué Duncan no se despertaba y la salvaba? Su brazo era un peso de plomo, parte de la fuerza que la sujetaba y permitía que aquellas criaturas se arracimaran a su alrededor y la condujeran hacia su extraña trampa. Tembló. La transpiración brotó por todos sus poros. ¡Horribles palabras! Se unían en gigantescas combinaciones. Una criatura con una boca llena de colmillos parecidos a navajas avanzó directamente hacia ella, y vio más palabras en la oscuridad de sus abiertas fauces.

Mira arriba.

Murbella se echó a reír. No podía controlarse.
Mira arriba. Vencida. Muerta. Víctima…

Sus risas despertaron a Duncan. Se sentó, activó un globo bajo, y se la quedó mirando. Que desgreñado estaba tras su anterior colisión sexual.

Su expresión vagó entre el regocijo y la irritación por haber sido despertado.

—¿De qué te estás riendo?

Sus risas murieron en jadeos. Le dolían los costados. Temía que su sonrisa tentativa iniciara un nuevo espasmo.

—Oh… ¡oh! ¡Duncan! ¡La colisión sexual!

El sabía que aquél era el término mutuo con el que designaban la adicción que los unía, pero ¿por qué eso la hacía reír?

Su desconcertada expresión le pareció ridícula a Murbella.

Entre jadeos, dijo:

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