—Dios Todopoderoso, miren eso —gritó Jake, y Kate y Joanna se acercaron a él. Las imágenes de satélite infrarrojas de alta definición mostraban vistas panorámicas y de cerca de la tormenta. Kate pasó de una a la otra. El foco panorámico mostraba una gruesa línea azul que cortaba el corazón rojo vivo de la tormenta y continuaba ciento cincuenta kilómetros sobre el mar, hasta volverse verde y luego desaparecer de la pantalla. El foco cercano mostraba sólo el ojo de la tormenta, divido por el azul con verdes y amarillos radiando en todas direcciones.
Después de un minuto de reverente, o tal vez incrédulo silencio, la línea azul desapareció de la pantalla y todos los ojos se volvieron a Kevin.
—¿Qué? —preguntó todavía temblando.
—¿Adónde ha ido? ¿Por qué lo ha apagado? —quiso saber Jake.
Kevin lo miró como si estuviera loco.
—Ha durado más de lo que se supone debía durar. Es del tipo apuntar y apretar.
—Bueno, vuelva a cargarlo —exigió Jake.
Kevin frunció el ceño.
—Bueno… no podemos.
—¿No podemos? —repitió Jake, prácticamente ladrando—. Ese único rayo no es suficiente, amigo. Tiene que volver a hacerlo.
Kevin parecía levemente azorado.
—Estamos hablando de partículas subatómicas, no bombas o balas. Uno no va al polvorín a buscar unas cuantas más.
—¿Qué hacemos?
Parecía sorprendido por la pregunta.
—Se crean en un acelerador de partículas. Lleva… lleva su tiempo.
—Dijo que había uno a bordo. Vamos, Kevin…
—Lo hay, pero no es una tostadora, Jake. Es…
—Jake, deja de comportarte como un asno —le dijo Kate, agarrándolo por un hombro—. Echa un vistazo a la pantalla. Ha funcionado.
—¿Ha funcionado? —Kevin saltó y casi tropieza con las prisas de llegar al monitor.
El azul había desaparecido por completo, y aunque el calor residual de la tormenta se había reagrupado, intentando restablecer el equilibro y volver a dar energía al eje, la maquinaria de
Simone
había sido seriamente desestabilizada.
El silencio en la sala era palpable, roto sólo por los ocasionales bloques de hielo que caían sobre cubierta.
—¿Se mantendrá? —La pregunta de la capitán fue tranquila, pero su voz estaba marcada por la emoción.
Jake se volvió hacia ella.
—Es demasiado pronto para saberlo. Pero, si baja la temperatura, los vientos disminuirán. ¿Podemos enviar más aviones teledirigidos para atacar las torres más pequeñas antes que puedan reconstituirse? Los restos del anterior ya deben de haber desaparecido a estas alturas.
La capitán tragó saliva visiblemente, manteniendo su rostro más o menos inexpresivo, luego asintió y dio la orden de comenzar a preparar las aeronaves para su despegue. Después entregó el mando al oficial ejecutivo y se retiró.
Kate la encontró en la cabina de oficiales unos minutos más tarde, pálida, temblorosa, salpicándose el rostro con agua y enjuagándose la boca.
—Ha hecho usted un trabajo estupendo, capitán —dijo Kate con suavidad.
Inclinándose sobre el lavabo, e intentando mantener su rostro terriblemente pálido sin dar señales de emoción alguna, Joanna Smith la miró.
—Me alegra que piense así. Pero no creo que la Armada lo considere igual. Se limitarán a señalar que puse a ocho mil personas en peligro y causé millones de dólares en daños a mi buque. Me retirarán del mando antes de que me lo hayan otorgado.
—Nadie en este barco ha salido herido, Joanna. Ha salvado millones de vidas.
La capitán se obligó a sonreír.
Tomando una decisión instantánea que podía causarle muchos problemas, Kate cruzó los brazos sobre su pecho y miró a la capitán a los ojos.
—¿Sabía que la tormenta había sido creada artificialmente y que el objetivo era la central nuclear de Indian Point? Bueno, pues es cierto. Así que a la mierda con lo que diga la Armada. Usted es una heroína.
Abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Se suponía que usted tenía que informarme de eso?
Kate se encogió de hombros.
—Lo dudo, pero si usted se lo dice a alguien, le diré a su tripulación que la encontré vomitando.
El comentario logró una auténtica aunque exhausta sonrisa por parte de la capitana.
—¿Si le digo qué a quién?
—No la he visto a usted —respondió Kate con un saludo bastante torpe.
Cuando Kate regresó a cubierta, mucha de la tensión se había apagado. Aunque
Simone
seguía siendo peligrosa, el definido y claro diseño ciclónico que había definido a la tormenta en la pantalla había sido seriamente distorsionado. Los vientos eran todavía lo suficientemente fuertes para causar daños serios y las olas seguían estrellándose contra la proa, que se encontraba a muchos metros por encima de la línea de flotación, con la misma furia, pero en las pantallas el centro de la turbulencia era naranja con mucho de amarillo en vez de rojo brillante.
Jake y Kevin seguían centrados en una controlada discusión sobre la conveniencia de bombardear lo que quedaba de la tormenta.
—Eh, demonios, tomaos un respiro —dijo Kate, dándole un golpecito en el brazo a Jake e indicándole con la cabeza que alzara la vista hacia donde ella estaba mirando.
Alguien había conectado una pantalla al satélite del Departamento de Defensa que estaba enfocado sobre el Distrito Financiero de Nueva York. En silencio y asombrado espanto, la gente a bordo del
Clinton
vio la devastación que había asolado el centro de las finanzas mundiales que había vibrado con fuerza apenas unos días atrás. Los rascacielos se elevaban de entre aguas que no descenderían hasta pasados varios días. A Kate le cosió un buen rato reconocer la enorme superficie de agua en el lugar donde se había alzado el World Trade Center. Y después su mirada se deslizó hacia la parte superior de la pantalla, en donde un brazo sosteniendo una antorcha se elevaba entre la revuelta corriente del río Hudson.
—Santa Madre de Dios —exclamó Kate mientras las imágenes se volvían borrosas a causa de las lágrimas. Sintió el cálido peso del brazo de Jake descansando contra su hombro, mientras la atraía hacia él.
—Es la última vez, Kate —le susurró junto a su oído, y ella no pudo distinguir si su voz también temblaba—. Es la última vez que alguien tendrá que ver o vivir esta experiencia. Hemos ganado.
Sin haber sido derrotada por los aviones teledirigidos,
Simone
había sido el ejemplo perfecto de una tormenta de proporciones olímpicas decidida a restablecer el dominio de la naturaleza sobre el hombre, hasta que el disparo de helado fuego atravesó su corazón, destruyendo su meticulosa y organizada estructura. Las torres de convección detuvieron su ascenso en giros vertiginosos ante la fuerza del cambio atmosférico.
Se desató el caos.
Las espirales ascendentes de aire caliente y húmedo titubearon y se vinieron abajo con la desaparición de su combustible. Las bandas internas de lluvia, murallas de increíble altura de nubes girando frenéticas, se detuvieron en su sitio y se destruyeron, con una miríada de diminutas gotas aumentando de forma extraordinaria de tamaño, expandiéndose en un lapso de tiempo que apenas pudo medirse y convirtiéndose en bolitas de hielo quebradizo. Cayeron sobre el océano rugiente y ahora gélido, que las tragó.
Sin el doble impulso de las fuerzas de vida y muerte sosteniéndolos, los vientos de las bandas externas comenzaron a disminuir, perdiendo su feroz coherencia. El sol, que ya no era invisible excepto en el centro, volvió a asumir su supremacía y comenzó a conducir al mundo de vuelta al equilibrio.
12 de mayo, 2008,14:35 h., Midtown, Nueva York.
De un salto, Kate se apartó de la ventana y apartó los ojos del panorama.
«Lo que queda».
Se dirigió hacia la larga mesa en el medio de una sala de conferencias vacía y tomó un montoncito de notas antes de volver a mirar hacia las ventanas. El cielo de finales de primavera era de un gris sucio, similar a su humor.
Ella estaba en el piso veintidós de un típico rascacielos de Midtown, con vistas al Sur, en dirección hacia lo que había sido el Distrito Financiero. Cuando los efectos de la inundación provocada por
Simone
hubieron desaparecido y el barro y los escombros más urgentes fueran retirados, dio comienzo una demolición en gran escala. Los edificios que no se habían derrumbado habían quedado atrapados en esqueletos de andamios y, en Navidad, las grúas habían reemplazado a las torres de oficinas en el horizonte.
«Mi ciudad».
No había orgullo en aquel pensamiento, sólo furia y un triste vacío. Cerró los ojos un momento y luego se apartó con decisión de las ventanas.
Los turistas y los comentaristas televisivos —la mayoría de los cuales no hubieran podido distinguir la Quinta Avenida de la Avenida Flatbush— habían comenzado a decir con un tono de orgullo que
Midtown era el nuevo Downtown
, y cada vez que oía eso le entraban ganas de estrangular a alguien. La verdadera tragedia es que era cierto. Ya estaban a mediados de mayo y el extremo sur de Manhattan era todavía un pueblo fantasma tal y como había sido diez meses antes, cuando la tormenta concluyó. Muchos habitantes y empresas habían huido; pocos habían regresado.
El resto del país —del mundo— se había sentido horrorizado frente a los daños. El mismo presidente Benson había llegado tan pronto como las aguas comenzaron a bajar. Una fotografía reproducida con frecuencia lo mostraba solo, de pie, en las ruinas de Liberty Island, con las manos delante de su rostro, su cabeza y hombros caídos con la cruda elocuencia del dolor, y más allá, la Estatua de la Libertad tumbada de lado, con su rostro bañado por un embarrado y tóxico río Hudson.
Mucha gente se había visto afectada, muchas ciudades y pueblos a lo largo de la Costa Este habían sido devastados por la tormenta, de modo que Nueva York se había quedado sola para enterrar a sus muertos y limpiar sus calles. Los apenados habitantes se habían consolado mutuamente tratando de autoconvencerse de que cuando hubieran terminado los funerales, cuando se limpiara el barro, la vida volvería. Los barrios, los negocios, las multitudes; la actitud y el ritmo de vida. Todo eso tenía que volver; aquello era, después de todo, Nueva York. Pero no había sucedido. Ni el ciudadano bravucón con su típica indiferencia, ni la voluntad de reconstruir habían reaparecido. La ciudad permanecía debilitada, sus habitantes confundidos y descorazonados.
Kate había sido una de las afortunadas. No había podido entrar en su apartamento durante semanas después de la tormenta, mientras la comunidad decidía si demolerlo o no, pero su estatus como testigo clave del gobierno le había garantizado una habitación en un hotel en las afueras de la ciudad, comida y dinero para gastos, lo cual era bueno, puesto que no tenía adónde ir. La casa de sus padres había desaparecido; la playa Gerristen era nuevamente una planicie embarrada como lo había sido hacía unos cientos de años. Sus padres habían decidido marcharse a Arizona.
Tampoco había trabajo. Coriolis agonizaba, y Wall Street ya no era ni un símbolo ni una meta. Devastada por dos catástrofes en seis años, la mayoría de los bancos y empresas de inversiones se habían trasladado de forma permanente. A Kate poco le importaba. Mientras algunos la llamaban patriota, Wall Street la consideraba una paria. Cuando su nombre aparecía mencionado, venía acompañado de maldiciones.
Ella no se había mantenido precisamente ocupada desde la tormenta. Los primeros meses después de
Simone
los había pasado en interminables entrevistas con abogados gubernamentales, y después, en declaraciones para las cuales era llamada por abogados que representaban a diferentes intereses, que iban desde su antigua empresa hasta la Casa Blanca. En su tiempo libre, asistía a funerales.
Finalmente, cuando casi todo eso hubo concluido, le habían ofrecido un trabajo.
Un trabajo. Uno. Y ella lo había aceptado.
—Eh, llevo buscándote veinte minutos.
Kate giró la cabeza al oír la voz de Jake.
—¿Ya has llegado?
—Obviamente. ¿Y qué quieres decir con «ya»? Estoy aquí desde hace una hora.
Hizo un gesto a modo de disculpa.
—Lo siento.
Él se encogió de hombros y sonrió.
—Trabajar para la Agencia quiere decir que nunca tienes que pedir perdón. ¿Estás lista?
Ella se obligó a sonreír.
—Déjame guardar estas carpetas y estoy lista.
—¿Impaciente?
No hacía falta mirarlo a los ojos.
—No.
—¿Nerviosa?
—No.
—¿Entonces qué?
Ahora lo miró.
—No estoy segura de querer que me utilicen como terapia de shock —murmuró mientras pasaba a su lado por el corredor que conducía a su cubículo en la oficina de la CIA en Nueva York. Hacía tres meses que estaba en la Agencia. Todo parecía irreal.
«No. Surrealista».
—Ese tipo mató a un montón de gente, Kate, y casi te mata a ti y a mí. Sólo porque sea…
—Lo sé. Lo sé, Jake. Carter Thompson es un maníaco. Pero también es un hombre viejo y sufrió un ataque cerebral. Ha pasado de ser un autoproclamado amo del universo a un vegetal. Me permito sentir algo de pena por él. Eso se llama ser humano —replicó.
Él pasó su mano por su brazo y la detuvo.
—Es un criminal, Kate. Un asesino en serie que apenas puede comunicarse y que no quiere cooperar.
—Mató a un buen amigo mío con sus propias manos, Jake. No me he olvidado de eso. Nunca lo haré. ¿Pero por qué tendría que cooperar? ¿Qué pueden hacerle? Lo han estado interrogando durante meses. Si no quiere parpadear para responder a una pregunta, cierra los ojos y se queda dormido. ¿Qué va a hacer el gobierno? ¿Encerrarlo en la cárcel por no cooperar? Ya está allí. Su cuerpo es su cárcel.
Los ojos de Jake eran tan ardientes como ella sabía que eran los suyos.
—Él responde cuando oye mencionar tu nombre. Por eso estamos aquí.
—Eso me han dicho. ¿Se supone que tengo que alegrarme de que le suba la tensión arterial a alguien que ha sufrido un ataque cerebral? —preguntó. Luego dejó escapar un suspiro y relajó sus hombros—. Mira, estoy cansada de todo esto. Muy, muy asqueada de todo. Quiero volver a estudiar el clima. A realizar análisis forenses. Para eso me contrataron, no para participar en un macabro show para que Carter Thompson revele qué es lo que queda de su cerebro. —Se sintió complacida más que irritada cuando el Blackberry de Jake comenzó a sonar, y lo dejó en la sala de conferencias mientras se dirigía a su cubículo a guardar los archivos y recoger sus pertenencias.