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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (50 page)

BOOK: Categoría 7
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Se concentró entonces en la pantalla del medio, con imágenes de una cámara montada en el vientre de un cazador de huracanes P—3 de la Fuerza Aérea, que daba vueltas a varios miles de metros sobre el nivel del mar en el ojo del huracán. La superficie del mar era brillante, un revuelto y espumoso agujero azul veteado de blanco. Los datos que continuaban llegando desde las sondas robóticas, pequeños sensores lanzados por la tripulación en la tormenta, eran desalentadores.

Los números parpadearon al recibir los datos de la última sonda.

—Maldición —dijo Jake. No gritó. Su voz, en realidad, era tranquila, pero el silencio en la sala era tan denso que casi resonó como un aullido.

—Dios mío —susurró Kate. Su garganta se cerró inconscientemente al sentir el abrazo del miedo.

La presión barométrica había caído a 883 milibares, apenas una marca por encima de la presión a nivel del mar más baja nunca medida, y los vientos en los muros circundantes al ojo de la tormenta habían alcanzado los doscientos ochenta kilómetros por hora. La temperatura del agua debajo del ojo era de alrededor de los 30°. Demasiado cálido para el medio del Atlántico. Demasiado cálido incluso para la Corriente del Golfo. Era combustible para un infierno que ya estaba fuera de control.

—Baxter. Sherman. —La voz de la capitán no reflejaba emoción alguna y eso parecía conferirle más autoridad. Se giraron hacia ella, que estaba de pie junto a una de las consolas, con su rostro serio pero impasible—. Llegó la hora del rock and roll.

Comenzó a dar órdenes con aquella voz estremecedoramente tranquila, y el nivel de actividad en la sala se intensificó cuando el personal, siguiendo un orden jerárquico, empezó a repetir las órdenes y los hombres y mujeres situados ante las consolas y monitores de la sala comenzaron a distribuir la información.

Kate estaba totalmente atónita mirando la tercera pantalla. Estaba dividida en dos imágenes casi idénticas. Se trataba de las imágenes de los dos ANT, los aviones de combate automatizados, que estaban siendo preparadas y esperaban en sus tubos de despegue. Ella había averiguado que serían tripulados por «pilotos de control de mandos» desde una base naval en California.

Se dio una orden y Kate oyó un sordo rugido mientras observaba un destello en la pantalla y después todo se volvía brumoso. Un instante después, no vio nada salvo el cielo. Un cielo sucio, gris, tormentoso. Después, las imágenes en la pantalla cambiaron. La vista de la derecha procedía del aparato teledirigido. La vista de la izquierda era una imagen infrarroja desde un satélite militar. Kate notó que alguien se movía a sus espaldas, hasta que se dio cuenta de que se trataba de la capitán.

—Se dispara con un cohete —informó—. Éste lo lleva hasta la velocidad y altura de crucero, lo conduce durante un trecho y luego lo suelta.

—Entonces, cómo…

La pregunta de Kate fue interrumpida cuando las imágenes de satélite comenzaron a cambiar con rapidez. Ella observó como casi un tercio del cuerpo del avión caía en un lento arco. Abrió los ojos con sorpresa cuando vio que las largas y estrechas alas se desplegaban lentamente a los lados. Otras alas más cortas aparecieron en un extremo del aparato junto a un motor de hélice, que se desplegó ya girando.

—Ahora funciona con energía propia. —Kate miró a la capitán, que le dedicó una fugaz sonrisa—. Creo que podríamos decir que es poesía en movimiento. Tiene casi nueve metros de largo, con alas que miden casi quince metros y transporta doscientos veinte kilos de equipo electrónico, incluyendo el láser, el combustible y el equipo de propagación. —Sacudió la cabeza—. No tengo ni idea de cómo alguien lo puede hacer funcionar, pero, maldita sea, espero que sepan lo qué están haciendo —dijo, y luego volvió hacia una de las consolas.

La pantalla dividida volvió a cambiar, y Kate observó otro despegue.

No sabía cuánto tiempo había pasado allí. La turbulencia sacudía las cámaras y la mareaba, pero las imágenes de los aviones quitaban el aliento cuando pasaban de la visión del radar que atravesaba las nubes a imágenes de alta definición a todo color, al infrarrojo, y luego volvían a comenzar la secuencia. Desde dos mil quinientos metros de altura, el mar era una agitación espumosa, blanco con vetas oscuras que desaparecían casi tan pronto como aparecían. A pesar de estar a más de doscientas cincuenta millas del ojo del huracán, los aparatos pronto se introdujeron en los frentes lluviosos de la tormenta.

—Altitud de descenso.

Como si hubiera hablado el mismísimo Dios, la voz que se oyó por los altavoces no expresaba emoción alguna mientras anunciaba las nuevas coordenadas. Al instante, Kate escuchó la orden de disparar el láser y una línea brillante irrumpió en la pantalla mostrando la imagen infrarroja. El segundo avión disparó un minuto más tarde y ambas pantallas fueron iluminadas con las potentes descargas lumínicas que brillaban entre las bandas de lluvia que giraban, dividiendo en dos el ojo del huracán.

—Mierda —murmuró Jake en voz lo suficientemente alta como para que Kate lo oyera; ella apartó, entonces, la vista de las imágenes de los aparatos y miró la imagen desde arriba, desde el cazador de huracanes, y a todos los números que parpadeaban a su lado.

—¿Qué ocurre? ¿El centro no se está calentando, verdad?

—No. No pasa nada. Absolutamente nada, maldita sea —respondió Jake tenso—. Todo está estable.

—Mierda —dijo también ella, con un pánico sordo instalándose en su ya revuelto estómago—. ¿Podemos seguir disparando? Han pasado sólo unos minutos. Finalmente tendrá que funcionar.

Jake la miró a los ojos.

—No, Kate, no es así. Tenemos dos delgados rayos de calor que pasan a través del centro de una tormenta de casi mil kilómetros de diámetro. Si funciona, será un milagro.

—Pero tiene que funcionar —dijo ella, sin que le gustara la nota de desesperación de su propia voz, pero incapaz de controlarla.

—Probaremos con dos aeronaves más. Después de eso, tendremos que abortar la misión y ponernos a cubierto. —La voz de la capitán cortó la discusión como un bisturí. Ambos se volvieron a mirarla—. Podemos permanecer otros veinte minutos, pero si nada ha cambiado, hemos de apartarnos de su paso. —Se volvió hacia el oficial a su izquierda y dio las órdenes para desplegar dos ANT adicionales. En la pantalla, los láseres ya en el aire seguían disparando en medio de la tormenta.

—Jake —murmuró Kate, intentando controlar su agitación mientras observaba los números que aparecían por encima de las imágenes del P-3—. Jake, las variables están cambiando. Mira. Creo que está comenzando.

«Ya era hora». Jake giró la cabeza, perforando la pantalla con su mirada. Y en verdad, la humedad relativa había disminuido un .03. Miró a la capitán.

—¿Cuándo pueden lanzar esos aparatos?

—Están siendo colocados en los tubos en este momento —dijo.

—Fantástico. —Volvió su mirada a las pantallas, sin confiar del todo en lo que veía.

Los números del P-3 estaban estables y permanecerían así hasta que volvieran a lanzar otra sonda, pero las borrosas figuras de los sensores menos sensibles de los aviones teledirigidos mostraban una reducción del uno por ciento de la humedad relativa mientras pasaban por las áreas que las descargas del láser acababan de barrer.

Mientras las aeronaves se aproximaban al ojo de
Simone
, la tensión en la sala creció como la marea de una tormenta. La turbulencia era enorme y las imágenes borrosas y casi irreconocibles. Los rayos se arqueaban salvajemente, mientras los pilotos en California luchaban para mantener el curso y la altitud estables.

—Si uno de esos rayos impacta en uno de los aviones, estamos jodidos —murmuró Jake.

Alrededor de un segundo después, el marcado acento de la voz del piloto del cazador de huracanes se escuchó por los altavoces.

—Supongo que no les importará apagar esos láseres mientras salimos —sugirió.

—Cesen el fuego mientras sacamos a los muchachos —ordenó secamente el oficial principal a cargo del armamento. Casi al instante, los rayos de los aparatos teledirigidos desaparecieron de la pantalla.

Un claro agradecimiento salió de los altavoces.

—¿Qué está pasando, Jake? —quiso saber la capitán tras un tenso segundo de silencio mientras todos observaban, y parecían sentir, a los aviones rebotando como pelotas de baloncesto.

—El muro del ojo, las bandas de viento al lado del ojo, está girando a una velocidad constante de doscientos ochenta kilómetros por hora. Las paredes del ojo son siempre los vientos más fuertes del huracán —respondió rápidamente Kate—. Se forman por la circulación más estrecha de la célula de la tormenta y son las más críticas para mantener activa la tormenta. Una vez que los aviones las crucen y entren en el ojo habrá un cese brusco de la intensidad. La velocidad del viento se reducirá en unos dos tercios. Después tendrán que cruzar el ojo hacia el otro lado.

—Entre la presión del aire y las diferencias de velocidad del viento, los aparatos caerán como piedras —la voz de Joanna era grave y baja—. O se romperán al pasar.

—Tendrán que efectuarse algunas correcciones admitió Kate mientras el primer avión atravesaba el muro de viento y lluvia hacia un cielo tan brillante que varios de los presentes en la sala se sorprendieron. Aunque podía haber sido resultado de la instantánea caída de trescientos metros que había sufrido el aparato antes de volver a elevarse. Se introdujo por el lado opuesto del ojo justo cuando entraba el segundo avión.

Segundos después, la segunda aeronave intentó penetrar la pared opuesta del ojo. Golpeando contra los vientos en un ángulo errado, se giró y se partió, explotando más violentamente que una bomba de tamaño mediano, gracias a la presión peligrosamente baja. Las esquirlas y el combustible fueron succionados por los muros del ojo y comenzaron a expandirse y a ascender en una hélice letal. Incluso un pequeño fragmento podía cortar el cuerpo metálico de un avión como un cuchillo caliente un trozo de mantequilla.

Dando las gracias por la aventura, el piloto del P—3 se elevó tanto y con tanta velocidad como le fue posible, lanzando una última sonda antes de salir del ojo.

—Bueno, creo que podemos decir con seguridad que estamos jodidos —dijo Joanna mientras el comandante de los pilotos daba la orden de que no se dispararan las nuevas aeronaves teledirigidas. Todos en la sala sabían que a partir de ese momento, los únicos datos que recibirían serían los que transmitieran los satélites y las boyas de profundidad. El reconocimiento de los cazadores de huracanes había concluido.

El oficial de armamento dio la orden de continuar con el rayo mientras la primera aeronave se movía hacia los vientos más fuertes, al frente de la tormenta. Joanna miró a Kate.

—¿Hay alguna posibilidad de que podamos traer al pajarito de vuelta?

—Si se lo puede hacer girar una vez que esté fuera de la banda externa, y acceder a otra altura, tal vez podríamos hacerlo. Los restos de la nave que explotó se elevarán y estarán en la parte superior de la tormenta, así que ir a menor altura no supondrá un riesgo, al menos de momento. Sería más efectivo que los láseres trabajaran a una menor altura, pero cuanto más abajo, peor es la turbulencia. —Kate se encogió de hombros—. A esta altura, no creo que nada pueda hacer daño.

—¿Qué supone otra aeronave de ocho millones de dólares, verdad? —fue la seca respuesta mientras la capitán Smith se volvía a sus oficiales.

Jake concentró su atención en la imagen de satélite y en la enorme superficie blanca y giratoria que cubría la pantalla.

Martes, 24 de julio, 12:15 h, una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.

Las noticias del portaaviones no eran buenas. La atmósfera en la casa era bastante opresiva, en más de un sentido. El aire acondicionado había sido apagado hacía veinticuatro horas; el generador era utilizado exclusivamente para los ordenadores y los equipos de comunicación. La tensión era asfixiante. Casi era preferible salir a la tormenta en busca de algo de aire fresco y soledad, aunque pudiera significar la muerte. Y eso fue exactamente lo que hizo Tom Taylor.

La puerta no había sido todavía cerrada a sus espaldas cuando vio la llama de un fósforo, atravesando la oscuridad a su izquierda.

—Mierda.

La voz de la mujer fue el eco de sus propios pensamientos.

Puesto que Kate estaba a bordo del portaaviones y Candy estaba dentro, eso significaba que su acompañante era la franca y poco agradable coronel Brannigan.

—Yo también la saludo —dijo secamente.

—Créalo o no, ese comentario no iba dirigido a usted —fue la respuesta igualmente cortante—. Es mi último cigarrillo y una gota de lluvia acaba de caer sobre él.

—De todos modos no debería fumar.

Su silencio, demasiado elocuente, estaba cargado de una furia que ella se abstuvo de utilizar.

—Lo dejé durante ocho años pero volví a fumar después de conocerlo a usted. Tengo la sensación de que, en caso de que me vaya a morir en los próximos días, no será por uno de éstos.

Encendió otro fósforo, seguido, segundos después, por la primera bocanada con olor a tabaco, y segundos después, un suave suspiro, casi erótico, con el trasfondo de la noche oscura, el aullido viento y las fuertes lluvias.

Se quedaron allí de pie, en incómodo silencio durante unos momentos.

—¿Cómo está Carter? —preguntó ella.

—Le ha dado un ataque.

—Sí, ya me he enterado. ¿Ha muerto?

—No. Está consciente pero no coopera.

La mujer, irritada, soltó una bocanada de humo.

—¿Qué quiere decir eso?

El
maldito imbécil
permanecía en silencio.

El se volvió para mirarla.

—Quiere decir que cuando le hicimos preguntas para determinar su capacidad mental, respondió adecuadamente, parpadeando, pero cuando los agentes del FBI comenzaron a preguntarle sobre la fundación, el avión y las tormentas, simplemente cerró los ojos.

—Tal vez se quedó dormido.

—No se quedó dormido. Está negándose a cooperar —respondió Tom, sin inflexión en la voz.

Durante algunos minutos más, el silencio volvió a reinar entre ellos mientras permanecían de pie uno junto al otro bajo el pequeño alero de la puerta trasera.

—¿Se da cuenta, verdad, de que usted tiene por lo menos tanta culpa como él por lo que está pasando ahora?

Él giró la cabeza para mirarla a los ojos, que estaban encendidos con claro desprecio. Era una mirada que estaba acostumbrado a recibir, así que no le molestó. Pero sí sus palabras.

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