Se alzó otra voz.
—El
Clinton
ha sido enviado mar adentro, señor, por delante de la tormenta.
Tom frunció el ceño.
—¿Cuando fue botado?
—Todavía no está en servicio activo, señor. Ha permanecido allí realizando pruebas de campo de última hora y entrará en activo cuando concluyan. Está previsto que participe en las maniobras de la OTAN en septiembre.
Tom asintió, y luego, girando la cabeza, atravesó a Jake con la mirada.
—¿Qué proximidad tendrían que alcanzar?
Con una creciente sensación de temor, Jake se movió inquieto en su silla.
—¿De dónde?
—De la tormenta —respondió Tom con falsa paciencia.
Jake intentó ocultar la alarma que había aumentado su ritmo cardíaco y que le revolvía el estómago.
—Si los aviones robot tienen un alcance de mil seiscientos kilómetros, entonces supongo que ésa es la distancia…
—No —interrumpió el oficial de la Armada—. La tormenta es de cuatrocientos cincuenta kilómetros de diámetro con vientos de más de doscientos cincuenta kilómetros por hora. Dadas las condiciones, los aviones robot tendrían que ser lanzados mucho más cerca para asegurarnos de que lleguen al ojo del huracán lo más pronto posible. Tendríamos que acercarnos todo lo posible.
—¿Cuánto le llevaría al
Clinton
alcanzar una posición a distancia adecuada? —preguntó Tom.
El comandante tragó saliva.
—La velocidad máxima es de treinta y cinco nudos. Entre treinta y cuarenta y ocho horas, dependiendo de la dirección y velocidad de la tormenta. Pero, señor, no está oficialmente…
—Gracias a todos. Comandante, intente que el secretario de la Armada haga un hueco para reunirse con el director nacional de Inteligencia esta tarde. —Tom se puso de pie y se dirigió a Jake—. Recojan sus cosas. Los dos. —Sin darles tiempo a protestar, Tom se volvió al resto del grupo sentado a la mesa—. Necesito hacer una llamada. Vuelvo enseguida.
Tom ya había salido hacia la pequeña sala al fondo de la casa en donde la webcam estaba preparada, cuando sus palabras empezaron a causar efecto. Kate se puso de pie y lo siguió, intentando contener el pánico que se reflejaba en su rostro. Su corazón latía mucho más rápido y su respiración era mucho más agitada.
—Espere un minuto.
Él se detuvo y la miró, sin disimular su irritación.
—¿Sí?
—¿Que recoja mis cosas para ir exactamente adónde?
—Quiero que estén en ese portaaviones. Ustedes han sido los artífices de la idea y, por tanto, deben comprobar que se lleve a cabo.
Kate abrió los ojos desmesuradamente. «¿En el portaaviones?».
—Para ser exactos, la idea fue de Jake, no mía —espetó—. Soy meteoróloga. No sé nada sobre láseres. Y yo no…
—Hay gente a bordo que sabe de láseres —cortó Tom secamente—. Usted sabe de tormentas. Y, concretamente, sabe cómo se comportan las tormentas de Thompson.
—Eso no quiere decir que quiera estar en medio de una.
En un barco
. —Ella lo miró con fijeza—. Soy civil, por si lo ha olvidado. No me puede ordenar que haga esto.
—Ese
barco
tiene trescientos sesenta metros de eslora, con un desplazamiento de cincuenta toneladas, y es el barco de guerra tecnológicamente más avanzado que se haya construido nunca, señorita Sherman.
—No me importa su tamaño. Será como un corcho en una bañera frente a esa tormenta.
—Ahí es donde entra usted en juego, señorita Sherman. Me ha oído decir que no sabemos todavía si hay otros aviones en el arsenal de Thomson. Si esa tormenta aumenta, toda la Costa Este va a estar hundida en la mierda hasta el cuello. Es posible que usted pueda ayudarnos a evitarlo. Si no puedo apelar a su profesionalidad, tal vez pueda apelar a su patriotismo. Si no me equivoco, usted fue testigo de la caída de las Torres Gemelas. Y personas que usted conocía fueron víctimas del ataque. ¿Algún familiar?
Ella miró sus ojos fríos y muertos, sin aliento, como si hubiera sido golpeada no sólo emocionalmente, sino también físicamente, y asintió con lentitud. Un nudo de furia se le formó en la garganta, impidiéndole hablar, aun cuando hubiera sido capaz de encontrar las palabras.
—No se equivoque, Kate —continuó Tom en voz baja y carente de emoción—. Lo que su jefe ha hecho no es menos que el acto de terrorismo que aquellos hijos de puta cometieron hace seis años. Con la última descarga de láser, Carter Thompson ha permitido saber a todos los enemigos de Estados Unidos que el clima se ha convertido en un arma estratégica. Y les dejó claro a todos que eligió a su propio país como objetivo. Ninguno de esos puntos ha sido discutido. Todo lo que podemos hacer ahora es estropear sus planes, una opción que no tuvimos hace seis años. Y en última instancia, si usted no nos quiere ayudar, no tendrá ni casa ni padres a los que volver. —Hizo una pausa y se mordió el interior de las mejillas durante un instante, y luego volvió a mirarla—. Usted conoce mejor que yo que si esa tormenta vuelve a intensificarse antes de llegar a la masa continental, la destrucción será como la del 11 de septiembre y el
Katrina
a la vez. Long Island y una gran parte de Brooklyn y Queens ya están bajo el agua, así como gran parte de Lower Manhattan y Staten Island. ¿Hasta dónde quiere que llegue la destrucción tierra adentro, Kate? —Volvió a hacer una pausa—. ¿Es consciente de que la central nuclear de Indian Point, que se encuentra a cincuenta kilómetros de Manhattan fue construida para resistir vientos máximos de doscientos cincuenta kilómetros por hora? ¿Qué pasa si los vientos son más rápidos? Imagínese vientos de doscientos setenta o doscientos ochenta kilómetros por hora llevando partículas altamente radiactivas. ¿Hasta dónde llegarían? ¿Cuánta gente moriría de inmediato? ¿Y a cuántos seguiría matando, y durante cuánto tiempo?
Ella lo miró, luchando contra las lágrimas que ardían detrás de sus párpados.
—¿Y bien, Kate? ¿Debo enviarla a su casa para que se reúna con sus padres? ¿O va a ayudarme a mí y al resto de la gente que hay en esa habitación y en ese barco a detener esa maldita tormenta?
—Es usted un hijo de puta —susurró.
—¿Es eso un sí?
—Sí.
—Bien. Tiene que estar lista en quince minutos.
Jake estaba de pie en la puerta del dormitorio, viendo cómo Kate metía sus cosas en su bolsa con gestos bruscos y secos, como consecuencia de la furia que le había provocado su conversación con el Señor Diplomacia. Cuanto más tiempo permanecía en silencio, más seguro estaba Jake de que, de repente, explotaría. Lo había aprendido tras haber pasado las últimas veinticuatro horas junto a ella.
—¿Y bien? —le preguntó mientras ella cerraba la cremallera de su bolsa y agarraba las asas.
—¿Bien qué? —replicó, con los dientes tan apretados que tenían que dolerle.
—¿Qué te dijo mi marciano favorito que te hizo cambiar de idea? —La dejó pasar primero en dirección al pasillo.
—Una especie de chantaje al viejo estilo. Estoy segura de que leíste el mismo informe que él sobre mí.
—Yo nunca vi ningún informe sobre ti. Sólo le mencioné tu nombre el sábado. ¿Por qué la CIA tendría un informe sobre ti?
—Ésa es una buena pregunta. Pero él parece conocer muchas cosas sobre mí, incluyendo dónde puede tirar a dar. —Le lanzó una mirada y él vio que las lágrimas se deslizaban incontroladas por su rostro.
«Mierda».
—¿Hay algo que pueda hacer?
Ella negó con la cabeza, y luego se pasó una mano por la cara.
—No, a menos que puedas sacarme de aquí y de ese barco.
—Buque —la corrigió automáticamente—. Kate, los portaaviones son monumentales. Por lo que he oído, el
Clinton
tiene una tripulación de casi ocho mil personas. Créeme, tiene que ser una tormenta enorme antes de que te des cuenta de que se mueve.
—
Simone
es una tormenta enorme, Jake, por si lo has olvidado. —Se sonó la nariz y comenzó a revolver en su bolso—. Además, ¿cómo sabes tanto de portaaviones?
—Cuando estuve en los marines, me asignaron durante un breve periodo a uno, para realizar investigaciones.
Ella volvió a sonarse la nariz, lo miró, sin estar impresionada en absoluto.
—¿Cómo llegaremos allí?
—En helicóptero.
—Yo no vuelo —dijo ella mientras comenzaba a bajar las escaleras.
Él la siguió.
—Tendrán Dramamine a bordo.
—No dije que me ponía enferma cuando vuelo, sino que yo no vuelo —replicó.
—Bueno, no podemos ir en coche. ¿Por qué no vuelas?
Ella se sonó de nuevo la nariz antes de responder.
—La hora exacta en la que dejé de volar fue poco antes de las nueve de la mañana, el 11 de septiembre de 2001. Tuvo que ver con la imagen de unos aviones que se estrellaban contra unas torres —dijo por encima de su hombro mientras terminaba de bajar las escaleras.
—Dios mío.
—Mi cuñado trabajaba en la Torre Norte. Había llevado a mi sobrina —se llamaba Samantha y tenía seis años— a trabajar con él ese día porque se lo había pedido como regalo de cumpleaños. Mi despacho tiene vistas a las torres. De hecho, desde él podía verse la suya —explicó, con voz ahogada—. ¿Necesito continuar o te vas haciendo una idea?
—Por Dios, Kate. Lo siento. Yo no sabía…
—Bueno, Tom Taylor lo sabe —respondió—. También sabe dónde están mis padres. ¿Qué más sabe, Jake?
—No tengo ni idea —contestó al cabo de un minuto—. Pero quiere que vayamos, Kate.
—Hay muchas otras personas que pueden vigilar
Simone
en su nombre. ¿Por qué tenemos que ser nosotros? ¿O yo, por lo menos? Yo no trabajo para él.
—Tú y yo somos los únicos que analizamos las tormentas.
—Eso no quiere decir nada, Jake. Esta es diferente. Por un lado, se encuentra sobre el agua. Y es cien veces mayor que cualquier otra cosa que Carter haya hecho.
—Si vuelve a intensificarse…
—Si vuelve a intensificarse, estaremos todos muertos.
Jake hizo una pausa, respiró hondo y decidió romper la ley del silencio. La agarró por los hombros y la hizo que se volviera para mirarla a los ojos.
—Mira, Kate, tú sabes lo que Tom te dijo de Richard y Carter. Ellos hicieron esto hace treinta años. Pero hay más. Lo que voy a decirte es altamente confidencial.
Altamente
confidencial, ¿entiendes? Yo fui y revisé algunos de los huracanes más grandes o atípicos de los últimos quince años. Estoy casi seguro de que Carter tuvo algo que ver con el huracán
Mitch
en 1998 y con el
Iván
en 2004. Y posiblemente con el
Katrina
y el
Wilma
en 2005. Ese hombre está loco. —Los ojos enrojecidos de Kate y el rostro surcado por lágrimas dejaron traslucir la impresión que le había causado semejante información—. Y sospecho que Taylor piensa que tú sabes más sobre las tormentas y sobre Carter. Por eso nos quiere allí para la tormenta y, sobre todo, te quiere tener a mano.
—Quieres decir que estoy bajo custodia —dijo, con voz rota—. ¿Por qué a ninguno de vosotros os entra en la cabeza que yo no sé nada más que lo que ya os he contado?
El viento giraba como si estuviera vivo. Compacto y fino, ondulaba sobre el agua, cerrando y protegiendo el eje de la tormenta, que estaba iluminado de forma brillante desde arriba. Era una imagen visible sólo para los escasos valientes que se arriesgaran al viaje, para aquellos pocos capaces de soportar horas de aterradora turbulencia mientras se adentraban una y otra vez en los cientos de kilómetros de oscuras, sucias y revueltas nubes y lluvias que constituían las paredes exteriores, y soportaban los atronadores choques y los espectaculares relámpagos que giraban y cubrían las alas y el fuselaje. Sólo ellos sabían que, en contraste con esas ominosas y protectoras murallas, el corazón de
Simone
era puro.
El sol de primera hora de la tarde caía sobre la torre abierta, dando a la luz una claridad que no había existido fuera de una tormenta durante siglos. El ojo del huracán no estaba contaminado, no había errores cometidos por el hombre, sólo la naturaleza, en su aspecto más terrible, en su aspecto más esplendoroso. El sol salpicaba el vapor de agua del aire ascendente, otorgándole un brillo tranquilo asociado con mayor frecuencia a las historias de redención que a las de destrucción.
La tormenta se aferraba con firmeza a la calidez del mar, bebiendo profundamente, acumulando fuerzas, recuperándose mientras hacía girar miles de litros de agua y los enviaba hacia lo que quedaba de las desprotegidas playas y edificios. Las murallas de agua, más sólidas que líquidas, rugían por los límites ribereños de Manhattan y explotaban en los barrios costeros con un aterrador rugido, rompiendo corazones, mentes y huesos. Vientos pesados y húmedos se estrellaban contra la orgullosa y fortificada ciudad, llenando el enorme agujero en su extremo sur.
Una masa de contenedores de basura, vaciados de su contenido y con sus cubiertas de plástico actuando como hélices, giraba por las calles, pasando por encima de los coches y otros obstáculos y, de vez en cuando, levantando el vuelo, para estrellarse contra ventanas a seis o diez pisos de altura. Vientos voraces aspiraban a los ocupantes aterrados a través de los agujeros de bordes afilados. Vehículos sin conductor se deslizaban por las calles congestionadas, destruyendo los bulevares, agujereando estructuras y alimentando el embotellamiento de tráfico más insaciable que los habitantes de la ciudad habrían podido jamás concebir. Las farolas eran arrojadas como lanzas, como arpones hacia un océano de aire, destruyéndose al chocar y empalando a todo lo que encontraran.
La caída de la presión atmosférica desbarató los planes de los mejores ingenieros del mundo cuando enormes superficies de cristal reflectante, resistente a los impactos, estallaban en sus marcos y volaban o caían por los desfiladeros de altos edificios. Dependiendo de su aerodinámica, segaban edificios o rebotaban contra el metal y la piedra. Dando volteretas por calles y cielos, los ventanales se detenían sólo al decapitar las gárgolas, las estatuas o a los aterrados peatones que huían de los lugares destruidos que ya no les ofrecían refugio.
Indiferente a todo lo que no fuera el calor y el agua que le daba vida,
Simone
giró todavía más rápido, una creación de descorazonados e indescriptible belleza, de poesía, una diosa etérea, convertida en espiral que buscaba inspirar asombro y respeto. Su rugido sobrenatural lo silenciaba todo. Su contacto era destructor.