—¿Que le ha contado Jake con respecto a la situación? —preguntó Tom.
—No mucho. Sólo que parece existir cierta manipulación climática y que las tormentas sobre las que escribí en mi trabajo son las que él… ustedes, quiero decir, están analizando.
—¿Alguna otra cosa?
«¿Qué demonios hago aquí?».
—Me mostró la señal del láser en
Simone
. Mire, nunca me han gustado los interrogatorios —le espetó, en parte irritada y en parte asustada—. No me importa responder a sus preguntas, pero aún no he dormido lo suficiente y todavía estoy intentando asumir el hecho de que un buen amigo mío ha sido asesinado, así que no estoy funcionando al máximo de mi capacidad. Si usted me pregunta lo que quiere saber, esto será mucho más sencillo.
El no dio muestra alguna de haberse sorprendido, pero el general de rostro enrojecido que estaba a su lado pareció estarlo, si la mueca que hizo con la comisura de su boca podía tomarse como una clara indicación.
—Esto no es un interrogatorio, señorita Sherman. —Tom se reclinó en su silla y la miró directamente a los ojos—. Existe la manipulación climática hoy día. Jake está convencido de que
Simone
—hizo un gesto con la cabeza señalando los monitores que presentaban diversas imágenes de la tormenta— ha sido, al menos en parte, fabricada. Nosotros estamos prudentemente de acuerdo con él. Si está en lo cierto, eso podría significar que las otras tormentas, las más pequeñas, fueron pruebas, y que
Simone
va a ser una suerte de «declaración». Desgraciadamente, todavía no estamos del todo seguros respecto a quién está ejecutando estas operaciones ni tampoco de cuál es el objetivo. —Se inclinó hacia delante, suavizando un poco la voz—. Hábleme sobre la fundación de Carter Thompson.
—No sé mucho sobre ella. Hay una chica en nuestra oficina que está haciendo una investigación interna para una biografía. Mencionó que Carter financia una fundación que estudia los procesos de desertificación y reforestación. Se lo mencioné a Jake, simplemente porque pensé que preguntarle a Carter podía ser un atajo para encontrar a alguien con capacidad de generar lluvias. —Hizo una pausa—. Me imagino que si alguien quiere recuperar las selvas tropicales y ganar tierras al desierto, debería ser capaz de generar lluvias —concluyó débilmente.
Tom la miró fijamente por un momento.
—¿Cuál es el nombre de esa mujer?
«Ah, ella me va a agradecer que lo diga».
—Elle Baker. Creo que su nombre de pila es Eleanor. Antes trabajaba en la Casa Blanca.
La sala quedó en silencio excepto por el sonido del tecleo de unas cuantas palabras. Cuando pulsó «enter», o más probablemente «enviar» alzó la vista y volvió a mirarla.
—¿Qué más le dijo sobre la fundación?
—Nada. Le acabo de decir todo lo que sé sobre eso.
—Le comentó alguna otra cosa sobre Carter Thompson?
—¿Cómo qué?
—No estoy interesado en su hándicap para el golf, señorita Sherman.
Ella lo miró con dureza.
—Dijo que había encontrado algunas citas de trabajos que escribió sobre manipulación climática.
—Continúe.
—Eso es todo.
—¿Eran trabajos en los que se daba instrucciones de algún tipo? ¿Eran políticos?
—No los leí y creo que ella tampoco los ha leído. Me parece recordar que dijo que las citas indicaban que él no pensaba que estuviera fuera de lo posible.
—¿Qué?
—La manipulación climática.
—¿Cuánto tiempo hace que fueron escritos esos trabajos?
—No lo sé. Elle mencionó algo sobre la mentalidad de la Guerra Fría. Tal vez en los cincuenta.
Él bajó la mirada a su ordenador y tecleó durante otro minuto o poco más, y luego volvió a alzar la vista.
—¿Por qué se le ocurrió estudiar esas tormentas?
—Yo…
—Mierda.
Kate se volvió a mirar a Jake y pudo ver con el rabillo del ojo que todos en la mesa habían hecho lo mismo. Más pálido que nunca, Jake señaló al monitor más grande, y Kate, conteniendo la respiración, hizo lo mismo.
La espiral que había sido compacta y en su mayor parte amarilla la última vez que lo observaron, se había ensanchado, las bandas de lluvia ocupaban un área mayor en la pantalla. También había variado un poco su desplazamiento hacia el Norte.
La nueva trayectoria incluía la ciudad de Nueva York.
—Santa Madre de Dios —susurró Kate al ver las nuevas predicciones del recorrido de la tormenta en una pantalla adyacente. Filadelfia, Long Island y Nueva York se encontraban todas en la zona en donde
Simone
podía tocar tierra. Todas eran regiones densamente pobladas, con muchos ríos, estuarios y zonas costeras que trasladarían las grandes olas tierra adentro. Todas estaban ya sumida en el pánico y el caos.
—Vientos constantes de doscientos kilómetros por hora —murmuró Jake, mirando a otro monitor.
—¿Eso la hace alcanzar una categoría 6? —preguntó uno de hombres uniformados situado en un extremo de la mesa.
—No existe la categoría 6 —dijo Kate débilmente—. Nunca ha habido razón para crearla.
—Pues parece que ahora hay motivos —replicó el oficial—. Y, ya que estamos, podríamos denominarla de categoría 7. Esa perra no va a morir sin dar pelea.
—Señores, bienvenidos al infierno —dijo Tom con suavidad.
Lunes, 23 de julio, 6:00 h, Upper East Side, Manhattan.
El cielo había cambiado.
Desde donde se encontraba reclinada sobre el respaldo de su cama, Elle había estado observando el cielo durante largo tiempo. Los colores artificiales de los carteles habían disminuido con la llegada de la mañana y se intensificaron de nuevo con la caída de la noche. Esto había sucedido al menos una vez desde que se había metido en la cama. Tal vez dos veces.
Parpadeó. Sus ojos le ardían y le pesaban, no era capaz de mantenerlos cerrados por mucho tiempo; los entrecerró mientras su cerebro intentaba decidir qué día era. Aunque, en realidad, no le importaba. Volvió a parpadear y apartó la vista, jugueteando en la sábana con sus dedos.
«Tengo que salir».
Notó que los hilos se separaban con facilidad, la tela se rasgaba y apelotonaba húmeda en su mano mientras sus pensamientos se arremolinaban en su cabeza.
«No tengo adónde ir».
Sus manos siguieron jugueteando con la tela.
«Win llegará pronto. Me llamó y dijo que así lo haría».
Cerró los ojos.
«¿Lo había hecho?».
Abrió los ojos de golpe mientras sus dedos se desplazaban por la sábana para rasgar otro trozo que todavía estaba intacto.
Un fuerte golpe en la puerta de entrada hizo que sus manos se quedaran inmóviles. Su corazón pareció estallar en su pecho.
«Win».
Se movió con lentitud, las piernas no respondían bien a las órdenes de su cerebro. Intentó ponerse de pie, pero sus piernas no la sostenían y un intenso dolor la recorrió desde los pies a los muslos mientras caía hecha un ovillo sobre la alfombra, intentando sostenerse con las manos. Un grito surgió de su garganta. Elle estaba tirada en el suelo, aturdida, llorando, con su vestido enredado en sus caderas.
Oyó ruidos en el vestíbulo. Voces masculinas, pero ninguna la de Win. Sonaban preocupadas. Miró hacia la puerta todavía cerrada de la habitación.
«No me puedo levantar».
Hombres que no conocía irrumpieron en el dormitorio con las armas preparadas, luego se detuvieron, mirándola asombrados.
—No me puedo poner de pie. —Extendió sus manos a los extraños, viendo sus dedos ensangrentados por primera vez.
—Mis manos —murmuró horrorizada, y giró la cabeza lentamente hacia la cama en donde había estado durante… desde que había vuelto a casa después de cenar con Davis Lee.
Las sábanas estaban manchadas de sangre, en algunas partes seca y de color marrón, en otras de rojo brillante y aún húmeda. Varios retazos de tela yacían alrededor del sitio que había ocupado hasta hacía poco, un nido de ratas construido con lino fino de Porthault y un abrumador sentimiento de culpa.
Unas manos fuertes la agarraron por las axilas, alzándola. Ella no podía apartar los ojos de sus manos. Había perdido la mayoría de sus uñas, las falsas que le gustaban a Win y las verdaderas. Lo que quedaba parecían cuerpos de animales despellejados, como las fotos en los sobres de PETA.
—Señorita, señorita Baker, ¿se encuentra bien? ¿Está usted sola?
—Mis manos.
—Señorita Baker, señorita Baker. —Las manos que la sostenían la agitaron con fuerza, obligándola a sacudir la cabeza.
Ella no reconoció el rostro que la miraba.
—¿Está sola? —repitió.
Ella asintió y comenzó a llorar.
—Me duelen las manos. —Se llevó una mano al rostro para enjugar las ardientes lágrimas que rodaban por sus mejillas, pero el hombre la detuvo. Sentándola en la cama, apartó sus manos de su rostro y secó sus lágrimas con un pañuelo que sacó de un bolsillo.
—Gracias —dijo automáticamente—. ¿Los ha enviado Win?
—¿Win?
Ella miró al hombre, y detrás de él al otro, de rostro pétreo.
—Win —repitió—. Win Benson.
El hombre frente a ella se enderezó.
—No, señorita, no lo hizo. Necesitamos que venga con nosotros, señorita Baker. Necesitamos hablar con usted.
Ella intentó sonreírle, pero no podía verle el rostro con claridad.
—No puedo irme. Win vendrá a buscarme. Me lo dijo. Creo que me lo dijo. Tengo que quedarme aquí. Se enfadaría si no lo hiciera.
El hombre más cercano a ella la observó un instante, y cuando le volvió a hablar su voz sonaba amable.
—No habrá problema en que venga con nosotros. A él no le molestará. Señorita Baker, es importante que hablemos con usted ahora.
—¿Están seguros de que no va a venir? Me dijo que lo haría. —Cerró los ojos—. Creo que lo hizo. ¿Quiénes son ustedes?
—Somos del gobierno.
Abrir los ojos le resultaba un tremendo esfuerzo. Le pesaban tanto.
—Ya lo sé. ¿Qué es lo que quieren?
—Necesitamos hablar con usted sobre Carter Thompson. Necesitamos que nos acompañe a nuestras oficinas.
—Ya no trabajo para él. Davis Lee me despidió.
—¿Puede ponerse de pie?
Ella apoyó las manos sobre la cama para levantarse. El dolor la atravesó comenzando por la punta de los dedos y recorriendo su cuerpo, haciéndola gritar. El agente la agarró de las muñecas y la hizo levantarse, ladrando una orden por encima de su hombro al otro hombre. Momentos después, le envolvieron las manos con toallas mojadas.
—Mantenga las manos en alto, señorita Baker. La llevaremos a donde puedan atenderla. —Mientras hablaba, el agente la cogió en brazos y la sacó del apartamento.
El tráfico estaba imposible. Y la lluvia era espantosa. Los coches en la carretera, al menos algunos de ellos, habían abierto paso a los agentes. El agudo quejido de la sirena los había acompañado la mayor parte del camino, y las luces habían titilado tanto que ella cerró los ojos.
La habían llevado a un hospital y, para su sorpresa, no habían tenido que esperar, aunque recordaba la escena entre una bruma de luces brillantes y fuertes ruidos. Se oían muchos quejidos y gritos a su alrededor, pero los hombres hablaban entre susurros. Ella mantuvo los ojos cerrados, sin querer ver ni sus manos ni los hombres con quienes estaba, sin querer ver cómo la gente la miraba. Abrió los ojos un momento, cuando una doctora insistió para que lo hiciera. Después le pusieron unas inyecciones cuyo efecto, le dijo la doctora, sería temporal, y le hicieron una cura en las manos.
Los hombres la condujeron nuevamente al vehículo y luego la llevaron a un edificio gubernamental en una zona de Manhattan en la cual nunca había estado antes. Si se hubiera sentido menos agotada, podría haberse alarmado. Sin embargo, en su situación, le importaban un comino quiénes o adónde la llevaban.
La vida había comenzado a volver lentamente a su cerebro en el momento en que sus pies descalzos se apoyaron en el pavimento del garaje de su edificio cuando el más amable de los agentes la ayudó a sentarse en el asiento trasero del sedán. Ella no estaba segura de cuánto tiempo había permanecido en la cama, pero le parecía que habían sido varios días. Probablemente tenía el aspecto de alguien que se había escapado de una representación escolar de
Carrie
. Su vestido, el mismo desde el viernes por la mañana, estaba arrugado y rasgado, manchado con sangre seca y vómitos. Los escamosos pegotes de su rostro, que le escocían, probablemente tenían el mismo origen. Ella se había mareado en el taxi camino a casa tras la cena con Davis Lee y también al llegar a su apartamento. Luego se había metido en la cama. Win la había llamado en algún momento para preguntarle si estaba bien. Ella creía recordarlo.
El dolor en sus manos había cambiado de una sensación de agujas al rojo vivo hasta un sordo y poderoso latido que sentía en todas partes y que se intensificaba en cuanto dejaba que sus codos descendieran más abajo del pecho. A pesar de ello, no dijo nada cuando entró en el ascensor y subieron desde las entrañas del edificio hasta dondequiera que se dirigieran.
Ella caminaba sola, con la mano del agente amable en su espalda para ayudarla, o tal vez para sostenerla en caso de que se cayera. O tratara de escapar.
«Dios mío, ¿qué es lo que he hecho?».
Tragó saliva y se obligó a mantener los ojos abiertos y los brazos en alto, concentrándose en mirar todas las cosas que había su alrededor para evitar pensar en los horrores — «¿He cometido un acto de traición?»— que se deslizaban por su mente.
Cuando salieron del ascensor, Elle supo que algo iba mal. La atmósfera en el edificio era de alto voltaje y el nivel de actividad era febril. En los pasillos nadie se detuvo a hablar con los agentes, limitándose a hacerles un gesto adusto con los labios apretados. Nadie echó a Elle más que una fugaz mirada, aunque las expresiones de quienes por su profesión no eran curiosos, oscilaban entre la sorpresa y el horror.
Se aclaró la garganta cuando se detuvieron delante de una puerta cerrada que era similar al resto de las puertas cerradas que habían cruzado.
—¿Qué día es hoy?
El agente que estaba marcando la combinación de la puerta ignoró la pregunta. El que la había estado ayudando la miró.
—Lunes. ¿Se encuentra bien?
Asintió y bajó la mirada hacia sus pies. Le parecían extraños y pálidos, en contraste con la sucia y funcional moqueta de color marrón moteado.