—No teníamos nada concreto, señor. Había evidencias convincentes de interferencias en el clima pero…
—¿Tenemos algo en concreto ahora?
Win observó un brillo sudoroso en la frente del consejero.
—La verdad es que no.
—¿Por qué no?
—La evolución de esta tormenta no ha seguido el mismo patrón que las otras, señor presidente, hay un equipo de trabajo dedicado al caso y…
—Quiero un informe cada hora, Tucker. —El presidente concentró su atención en el escritorio y Tucker Wharton huyó de la estancia. Cuando hubo cerrado la puerta, el presidente miró a Win a los ojos—. ¿Sabías algo de esto?
Asintió.
—Estuve en la misma reunión que Tucker.
—¿Y qué piensas?
—Pienso que es una gran oportunidad, y si no estuviera amenazando Nueva York, diría que deberías sacarte algunas fotos en Charleston.
Su padre lo miró fijamente durante un minuto.
—Eres un verdadero cretino, ¿lo sabías? —dijo.
Win reaccionó limitándose a esbozar una sonrisa.
«Aprendí de los mejores».
—¿Dónde está Elle? —preguntó su padre, regresando a la mesa.
—Todavía está en Nueva York. Fui allí el viernes para hablar con ella.
—¿Y?
Win se encogió de hombros y se reclinó contra la ventana.
—Está bien. No está averiguando tanto como esperaba, pero creo que la espoleé un poco. Estoy seguro de que tendrá pronto algo para nosotros.
Su padre lo miró por encima del hombro, con evidente desprecio.
—Han dado órdenes de evacuar la ciudad. ¿Vas a sacarla de allí? Tu madre nos matará a ambos si le pasa algo.
—Sí, lo sé. La niña adorada, la hija que nunca tuvo. —Hizo un gesto con la mirada—. Elle es ya una mujer hecha y derecha y nunca ha tenido tendencia a cometer estupideces. Además el edificio está en una zona alta en el Upper East Side y construido como un tanque. Estará bien.
Su padre se volvió y lo miró de frente, ofreciéndole la misma mirada feroz que hacía que su gabinete se asustara. Por costumbre, Win se resistió a apartar la suya.
—Tú, personalmente, la enviaste allí. Y tú, personalmente, te asegurarás de que nada le suceda. ¿Entiendes? Nunca me gustó esta idea. Ella es una buena chica y la situación la desborda porque tú la metiste en ello. No voy a dejar que sufra porque tú te la quisiste sacar de encima durante un tiempo para poder follarte a esa sucia zorra europea —dijo el presidente—. La próxima vez que te pregunte por ella, espero una respuesta satisfactoria.
Justo entonces entró un asistente.
—Señor, el director del Centro Nacional de Huracanes está al teléfono.
Aburrido con la conversación y agradecido por la interrupción, Win hizo un gesto afirmativo con la cabeza a su padre y abandonó la sala.
El tráfico había aumentado a lo largo del día, así como la irritación de la gente y el nivel de pánico en Nueva York. Ignorando las repetidas órdenes de dirigirse a las áreas de embarque más próximas para poder ser transportados de forma eficiente a los refugios adecuados, los habitantes habían salido por su cuenta a las carreteras. El resultado fue que en todas las rutas que iban de Long Island hacia la ciudad o salían de ella, y en todas las calles, carreteras, puentes y túneles desde Brooklyn y Queens y Staten Island hacia Manhattan, había unos atascos monumentales. Los cláxones competían con el rugir de las ráfagas de viento, y el incesante golpeteo de la lluvia llevaba un ritmo distinto al de los dedos tamborileando sobre los salpicaderos y los volantes. Las salidas de la autopista en Westchester y en el límite con Connecticut y Nueva Jersey ya estaban cerradas excepto para el tránsito local. Los ferrys estaban suspendidos, a causa del mar embravecido.
En la ciudad, el límite de velocidad en los túneles se había reducido severamente a medida que el agua había comenzado a exceder la capacidad de las cloacas para evacuarla, y algunos de los metros habían dejado ya de funcionar debido a que las vías estaban inundadas. Los puentes se estremecían de una manera que sus arquitectos nunca habían previsto, adquiriendo una curvatura que afectaba a vigas y puntales.
A pesar de todo, la mayor parte de la gente intentaba continuar con su vida normal, luchando por mantenerse erguida contra el viento e ignorando la lluvia. La frase más común era «por lo menos no nieva».
Las playas —Long Beach, Coney Island, las Rockaways— estaban siendo azotadas. Los tejados se desprendían de tiendas y refugios, y las sillas de los salvavidas se desplazaban por la arena. Arrancados de los paseos marítimos, con tornillos y todo, los bancos daban saltos por entre la arena y las aceras, deteniéndose sólo cuando se enredaban con los portones metálicos que ofrecían una mínima protección a los ventanales que ocultaban. Las embarcaciones se rompían sobre las rampas, dejando manchas de combustible sobre la superficie, tentando a los rayos.
Los árboles se estrellaban contra las farolas y arrancaban cables de sus torres, trayendo la oscuridad a lugares en donde durante más de un siglo no la habían visto. Las aguas embarradas y espesas entraban con repentino espanto en salas a oscuras, sorprendiendo a los incautos y aterrorizando a los inocentes. Lamía las escaleras, empujando a los ocupantes hacia los pisos superiores, alejándolos de la posibilidad de un rescate tardío, y acercándolos a una muerte espantosa, que por cierto no merecían.
Los peces, arrastrados hasta la costa por las corrientes, y hambrientos por la caída de la presión atmosférica, deleitaron a los pescadores que se atrevieron a desafiar a los elementos. Pero peces más grandes, los depredadores, vinieron después, dándose grandes banquetes sin dificultades. Un grupo de surfistas, jóvenes, saludables, vestidos con trajes de neopreno y animados por las impresionantes olas, perecieron juntos en una masa flagelante de espuma sangrienta de dientes, aletas y oscura velocidad.
Los ríos Hudson y East, entre los cuales Manhattan solía descansar acunada en indiferente comodidad, se desbordaron y empujaron a las aguas saladas de la marea y sus efluvios mucho más al Norte de lo que nunca habían hecho, anegando propiedades más valiosas por la vista que por su capacidad de drenaje. El viento empujó las sucias y hediondas aguas por encima de los espigones y los muros de los jardines. La basura de los ríos flotaba en las calles y entraba navegando por las ventanas.
Y en medio de todo este caos, docenas de helicópteros se enfrentaban al viento mortal sobre la ciudad; los helicópteros privados alejaban a los privilegiados retrasados lejos del perturbador desorden que los rodeaba, mientras que los pilotos de los helicópteros de la ciudad alertaban a sus camaradas sobre el inminente desastre. Los de los medios de comunicación lo filmaban todo para satisfacer la mórbida curiosidad del resto del mundo.
Domingo, 22 de julio, 21:00 h, Campbelltown, Iowa.
Carter casi no recordaba el viaje de vuelta. Había tardado varias horas en ir desde el centro hasta el pequeño aeropuerto de Westchester County, un viaje que habitualmente le llevaba menos de una hora. Una vez allí, sin embargo, pudo embarcar y despegar de inmediato. Los
jets
privados servían para eso, para llegar con rapidez y sin dificultad a cualquier sitio. Había estado tan concentrado en sus pensamientos, preocupado por los recientes acontecimientos que amenazaban el éxito de su proyecto que se había sorprendido cuando las ruedas chocaron contra la pista de aterrizaje en su aeropuerto privado. No había sido capaz de concentrarse en ninguna otra cosa que la desbordante realidad. Durante treinta años no había habido intromisiones en su investigación y ahora, con el éxito al alcance de la mano, se veía, de pronto, amenazado por todos lados.
Respiró hondo, mientras permanecía de pie en su porche trasero, observando la oscura y brillante laguna y el aeropuerto que se extendía detrás de ella. Podía oír los ruidos que hacían sus nietos al acostarse. Sus hijas y sus familias habían hecho el inesperado e inexplicable viaje sin protestar, y permanecerían allí hasta que la amenaza de
Simone
y las consecuencias posteriores de la destrucción de la central nuclear de Indian Point dejaran de ser un problema. Él las necesitaría para que administraran sus asuntos, e Irisse pondría como loca si alguna de ellas hubiera estado en peligro. Dejó escapar un suspiro.
A pesar de los retrasos, estaba controlando la situación. Había resuelto el asunto con Richard Carlisle, y resolvería el de Kate Sherman, con dureza si fuera necesario. La ayudante que Davis Lee había mencionado también tendría que ser silenciada.
Carter intentó relajarse, repitiéndose a sí mismo que en unos cuantos días nada de eso sería necesario. El país buscaría un nuevo líder, y él estaría preparado. Lo necesitarían a él.
Sintiendo la necesidad de ser consolado, dio media vuelta, abrió la puerta mosquitera y regresó a su despacho, cruzando el suelo de madera, salpicado por la luz de la luna filtrada por los árboles. Agarró el móvil correcto y marcó el único número que había en su agenda. Raoul respondió al primer timbrazo.
Carter ignoró el saludo.
—Necesito que vayas a las Bermudas de inmediato. —El breve silencio al otro lado del teléfono lo hizo ponerse más tenso todavía—. ¿Me has oído? —exigió.
—Te he oído —fue la respuesta deliberadamente lenta.
—Vamos a realizar otra…
—No, no lo haremos.
La furia fue seguida de inmediato por el acelerado latir en su pecho. Se apoyó en la mesa cuando empezó a marearse.
—Vamos a realizar otra incursión —carraspeó, aferrando el brazo de su silla y cerrando los ojos para ahuyentar la sensación de vértigo—. No es una prueba. Te necesito allí.
—Los aeropuertos están cerrados, Carter.
—Me aseguraré que uno no lo esté. ¿Dónde estás?
—En la Península de Yucatán. No quería enfrentarme a su paso.
Carter soltó el brazo de la silla a medida que cedía el mareo.
—Ya ha pasado, por eso necesito que salgas. Necesito información. Sólo información. Necesito que te acerques.
—A un huracán de categoría 5 —fue la lacónica respuesta.
—El avión puede resistirlo.
El silencio fue ensordecedor.
—Te aconsejo que no lo hagas.
—¿Que tú qué? —quiso saber Carter, incrédulo.
—Está en medio del Atlántico. No hay sitios donde ocultarse ni donde aterrizar en caso de problemas. Nos verán y tendremos que pagar las consecuencias.
—No te pago para que seas un cobarde o un asesor. Te pago para que pilotes el avión y acates mis órdenes. Necesito la información —ordenó Carter con sequedad.
—Es demasiado arriesgado. Hay muchos aviones de reconocimiento en la zona, y luego está el seguimiento por satélite. Nos descubrirían.
Carter fue consciente de que abría y cerraba su puño, colgado a su lado.
—Muy bien. Haz lo que puedas con respecto a los datos, pero aun así necesito que vayas a las Bermudas tan pronto como sea posible. Serás recompensado adecuadamente.
La pausa fue lo suficientemente prolongada como para dejar las cosas en claro.
—De acuerdo, estaremos allí en cuarenta y ocho horas. Si el tiempo lo permite.
Carter ignoró el sarcasmo.
—Te necesito allí en doce horas.
—Eso no va a poder ser, amigo. El avión tiene que ser revisado. No sé si está listo para enfrentarse a una tormenta de ese tamaño.
—¿Por qué no está listo el avión? Llevas ahí dos días.
—Carter, puede que seas el banquero, pero yo soy el comandante del maldito aparato, y si yo digo que no despegamos, entonces no despegamos. —La voz del piloto había tomado un giro duro y defensivo que hizo que Carter entrecerrara los ojos.
La actitud del piloto era tan intolerable como insólita, pero sin una tripulación y un avión que los sustituyera, Carter no tenía más alternativa que aceptar, y el piloto lo sabía.
—Hablaremos dentro tic unas horas, cuando hayas tenido tiempo de reconsiderar tu situación —respondió duramente, y cortó.
Domingo, 22 de julio, 23:50 h, Virginia del Norte.
Kate se sintió como si hubiera atravesado el infierno. Habían tardado tres veces más de lo habitual a causa del tráfico endemoniado, los frecuentes desvíos a rutas secundarias debido a accidentes, árboles derribados, inundaciones, y el oscuro y permanente aguacero que hacía peligrosas las carreteras y ponía a los conductores en un estado casi hipnótico. Era poco antes de medianoche cuando llegaron a un grupo de casas casi iguales en alguna zona rural al oeste de Washington.
El viaje había sido tenso y casi silencioso, interrumpido por ocasionales intentos de conversar sobre cuestiones intrascendentes, algunos momentos de música y paradas estratégicas en áreas de descanso. A pesar de que a ella no le importaba conducir, Jake llevó el coche casi todo el trayecto. Incluso cuando estaba al volante, Kate se distraía. Al menos sus padres estaban a salvo en uno de los centros de evacuación de la ciudad. Esperaba que no le hubieran mentido para evitar que los llamara.
Trató de alejar esa idea de su mente. Tenía que confiar en ellos porque, en ese momento, no podía hacer nada más por ellos. La cobertura de los móviles había empezado a fallar y luego desapareció al cruzar el sur de Philly.
—Hemos llegado. Creo —informó Jake, conduciendo despacio por una larga calle, cubierta de charcos, que dividía en dos un gran parque. Había unos ocho vehículos aparcados cerca de la casa, todos mirando hacia la calle como si tuvieran que estar preparados en cualquier momento. La casa estaba a oscuras, sólo se veía un tenue resplandor en los bordes de las ventanas.
La invadió una sensación de miedo, y se dio cuenta que nunca le había pedido a Jake que le mostrara identificación alguna. Ni siquiera le había dado una tarjeta de visita.
—Nunca había estado aquí. Creo que es una casa segura. Cuando lo llamé antes de salir de Nueva York, mi jefe me dijo que te trajera aquí.
Atontada por el dolor, preocupada y agotada, a Kate le entró pánico. Quedar atrapada con un extraño, en el campo, era algo que nunca había visto en sus clases de defensa personal. Sí le habían enseñado que no debía subir al coche de un extraño, pero ya era demasiado tarde para pensar en eso. Deslizó la mano derecha hasta el muslo y apretó la manija de la puerta.
—No me has secuestrado, ¿verdad? Es decir, eres quien dices ser, ¿no es cierto? —dijo, intentando que no le temblara la voz.