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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (18 page)

BOOK: Categoría 7
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«El presidente está equivocado. Terriblemente equivocado, y la historia será testigo de ello».

Sacudiendo la cabeza para salir del trance, Carter volvió a concentrarse en la bandera. Como patriota y creyente en la democracia así como en su destino, había una única manera de interpretar las palabras del presidente.

Como una declaración de guerra.

Había que detenerlo. La gente tenía que ver qué era, en realidad, lo que estaba defendiendo, qué sostenía su carrera.

Carter estaba a punto de agarrar el auricular cuando un movimiento en la pantalla de su monitor llamó su atención. La pequeña y apretada espiral de nubes y lluvia que había entrado por el extremo este del mar Caribe, había continuado ganando intensidad sin ninguna ayuda adicional por su parte y estaba aumentando con vistas a convertirse en un huracán de categoría 2. Lo habían bautizado
Simone
, y era una tormenta perfecta: compacta, lenta, digna de atención. Casi en un extremo de su espiral, un rastro de nubes, que semejaba una punta de lanza, apuntaba en dirección nornoroeste. Carter dejó que su mirada trazara una invisible trayectoria desde la punta de la lanza hasta una pronunciada entrada en el «ángulo» de la Costa Este, en donde Nueva Inglaterra se separaba de los estados del Atlántico.

Los ojos de Carter se detuvieron apenas al norte de la entrada. Su rabia se disolvió y se sintió invadido por una determinación tranquila y lúcida.

Igualaría el campo de juego.

Había convertido a
Simone
de una depresión tropical insignificante en un huracán de categoría 1. Ahora la alimentaría para llamar la atención del mundo sobre el tremendo peligro que representaba Winslow Benson y su apoyo a la energía nuclear. Bajo su dirección,
Simone
se transformaría en una tormenta tan grande, tan poderosa que haría palidecer a cualquier otra de la que el hombre tuviera memoria. Y la conduciría hacia el lugar que haría que el mundo prestara atención.

Nueva York.

Y a la vieja central nuclear Indian Point que yacía a cincuenta y cinco kilómetros al norte.

Capítulo 16

Viernes, 13 de julio, 8:00 h, Distrito Financiero, Nueva York.

Desde el extremo de Florida hasta el sur de Virginia, las enormes olas espumosas brillaban con la piel bronceada de los surfistas aficionados y los cuerpos cubiertos de brillante neopreno de los más serios, que pataleaban furiosamente mar afuera para tomar la ola siguiente, la mejor ola, la que daría que hablar por el resto del verano. En la bahía de Chesapeake, los ejecutivos y los políticos se divertían en el agua, con sus egos hinchados en consonancia con las velas de sus yates y catamaranes. Junto a los muelles y espigones que salpicaban el Atlántico desde la península de Delaware hasta las costas de Jersey, los niños chillaban con fingido terror y auténtico placer mientras esquivaban las salpicaduras de las olas al romper. Los pescadores de la costa de Nueva Inglaterra atrapaban peces de mayor tamaño que lo habitual y variedades típicas de aguas más profundas, que habían seguido a las especies de las que se alimentaban hacia aguas de la plataforma continental.

Simone
, la causa de todos estos placeres costeros, seguía girando incansable en el Atlántico, al haber hecho una pausa en su recorrido como si contemplara un cambio de dirección o de planes. Sin molestarse por el avión que atravesaba sus paredes o la multitud de ojos que la observaban, continuaba su inexorable desplazamiento.

Capítulo 17

Viernes, 13 de julio, 13:00 h, en las afueras de Puerto Príncipe, Haití.

Raoul Patterson se adentró en la pequeña y sucia barraca, con su habitual paso militar, confiado, aún más afectado por la furia que ardía bajo su calma aparente. Había despertado con una llamada no planificada a Jimmy «Tiger» Strathan, un ex piloto militar de los Estados Unidos, que, cuando se encontraba de camino hacia su segunda estancia en Irak, decidió que no le agradaba que lo utilizaran de blanco o que no le pagaran adecuadamente para que lo hicieran. Tiger se había desentendido por sí solo de sus obligaciones, se había marchado de su país y convertido en mercenario, recorriendo América Central y el Caribe hasta terminar en Puerto Príncipe, Haití, en donde Raoul se lo había encontrado hacía cuatro días.

Aunque el mayor Patterson, retirado de la RAF, no toleraba a los desertores, sentía un gran respeto por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y por el entrenamiento que daba a sus pilotos. Y los mercenarios no siempre podían permitirse el lujo de elegir. Había contratado a Tiger de inmediato, sabiendo que había grandes probabilidades de estar cometiendo un error.

Por eso, haber comprobado, de hecho, como Tiger agotaba su escasa inteligencia no le había causado ninguna sorpresa. Que hubiera necesitado únicamente unos cuantos días en aquel agujero de mierda del Caribe para completar la transformación, sí lo había sido.

La causa no era ni la humedad ni el calor, aunque ambos eran infernales. Y dadas las no demasiado latentes tendencias sociópatas de Tiger, tampoco se trataba del trabajo. Realizar vuelos de prueba para la fundación, algo que no era más que una fachada para un proyecto de investigación y desarrollo completamente ilegal, inmoral y carente de ética, era como volar en alguna misión militar. Uno se concentraba en los resultados e ignoraba todo lo demás. Dejar caer las bombas y ganar la guerra o, en este caso, bombardear una nube con un láser, cambiar el clima y enriquecerse.

Así que, decididamente, no era el trabajo.

Lo que había cambiado a Tiger era la aparente ausencia de estructura civil. En medio de la pobreza y la falta de leyes que definían gran parte de aquella pequeña y desesperada nación-estado, Tiger había pensado en convertirse en dueño de su propio destino. Y así había sucedido, reconoció Raoul con una amarga sonrisa, al olvidar las reglas de Raoul relativas a su tripulación.

Deteniéndose, Raoul permaneció de pie frente a la abertura sin puerta del dormitorio, recorriendo, con disgusto, la escena que tenía ante él. No estaba seguro de qué era peor, si el olor o la imagen.

Un hedor a sudor, alcohol, pedos y sexo flotaba en la habitación como una niebla impenetrable. Seis piernas desnudas —dos de hombre, cuatro de mujer— colgaban en extraños ángulos por debajo de un revoltijo de sábanas mugrientas y rasgados mosquiteros de tela. Dos botellas vacías de Jeam Beam yacían en el suelo. Una parecía haber sido derribada por descuido con una pierna o un brazo. A juzgar por la casi bestial cacofonía que provenía de la cama, la otra había sido consumida.

La rubia teñida que se encontraba sobre el pecho de Tiger era Annike, una europea de incierta procedencia e invisibles medios de supervivencia que aparecía en dondequiera que hubiera pilotos. Tenía mal gusto para vestirse y peor gusto para elegir a los hombres, pero estaba dotada con unas grandes tetas y era algo perversa sexualmente, lo que la hacía algo más tolerable en esa parte del mundo. Raoul no conocía a la otra mujer, pero dada la postura en la cual se había quedado dormida o borracha, se veía que conocía íntimamente tanto a Tiger como a Annike. Su piel era negra como el carbón y surcada de cicatrices. No podía tener más de veinte años, y seguramente era mucho más joven.

«Cada loco con su tema».

Raoul atravesó la habitación y empujó con sus nudillos la planta del pie más limpio de Tiger, haciendo que aquel hombre joven y estúpido sacudiera sus piernas, desenredándose de ambas mujeres. Éstas cayeron al suelo en un obsceno ángulo, una a cada lado de la cama, pero no se despertaron. Los golpes y gruñidos en estéreo, y tal vez el dolor, hicieron que Tiger se incorporara sobre un codo.

—¡¿Qué mierda…?! —carraspeó, para luego mirar por sus ojos apenas entreabiertos—. Ah. Hola, jefe.

—Ve inmediatamente al hangar. Salimos de vuelo —ordenó Raoul. Sus cortantes palabras traicionaron la tranquilidad de su voz. No podía evitar el ocasional rastro de su acento de Yorkshire filtrándose en el dificultosamente adquirido tono de clase alta, cuando estaba enfurecido, pero trataba de obligarse a no alzar la voz jamás. Había descubierto muy pronto en su carrera que, la inmensa mayoría de las veces, no gritar asustaba más a la gente. A Clint Eastwood le funcionaba y a Raoul Patterson también.

—Eh, no creo que pueda…

—No estoy interesado en lo que creas. Te he dicho que salimos de vuelo. Ahora saca tu mugriento y borracho trasero de ese caldo de bacterias y vístete. Te doy cinco minutos y después me marcho. Definitivamente.

Los jóvenes ojos de Tiger se abrieron dolorosamente.

Sin duda, Tiger no se había tomado muy en serio las reglas de Raoul y, a pesar de las advertencias, la noche anterior había decidido comportarse como un arrogante y torpe borracho, y a juzgar por el amuleto yuyu que adornaba el cuello de la mujer más joven, un violador de los tabúes religiosos locales. Cualquiera de esos motivos podía hacer que lo mataran en esa zona de la ciudad, en donde la ignorancia instigaba la irracionalidad y las pandillas locales tenían debilidad por la sangre y la violencia.

Requería una lección de disciplina de grupo.

—Necesito…

—Si estás pensando en ducharte, olvídalo. No hay agua. Tienes cuatro minutos y treinta segundos. Estaré en la habitación contigua. —Raoul le dio la espalda y salió.

Un minuto después o poco más, Tiger apareció tambaleante en la habitación principal de la casa, con la camisa abierta, los vaqueros abrochados pero con la cremallera bajada, y sin calzoncillos que, seguramente, había perdido u olvidado. Se reclinó contra la pared y parpadeó, con movimientos descoordinados y letárgicos, mientras sus reflejos se esforzaban por entrar en funcionamiento.

Raoul lo examinó sin interés.

—¿Dónde está tu documentación?

Mantener sus papeles protegidos, aunque no estuvieran disponibles inmediatamente, era otra cuestión crítica.

—¿Eh? —Tiger lo miró con ojos desconcertados.

—Tu pasaporte.

—Ah, en algún sitio. —Se palpó el pecho desnudo distraído, en busca de un bolsillo.

Raoul dejó que la búsqueda continuara durante quince segundos antes de lanzarle la pequeña carpeta, haciendo que una punta de la misma le golpeara, a gran velocidad en el plexo solar. Tiger gruñó y se inclinó hacia delante pero recuperó el equilibrio antes de caer, para luego enderezarse, apoyando el fino misil contra su estómago. Raoul comenzó una cuenta atrás silenciosa desde cinco. Cuando llegó al número tres, Tiger se dobló y comenzó a vomitar.

Diez minutos más tarde, Raoul agarró por el brazo a su copiloto, exhausto y sin aliento, y lo empujó hacia la salida.

—Mejor aquí que en la cabina de mi avión —murmuró—. Y por el amor de Dios, Strathan, enderézate.

Tras una marcha agotadora de veinte minutos por una ruta paralela a la costa, por caminos mal pavimentados o de tierra, en un jeep descubierto, llegaron a lo que hacía las veces de hangar. Tiger se encontraba en mejor estado, relativamente hablando. Tenía un aspecto horroroso y hedía como una cloaca, pero había recuperado la consciencia al respirar de un tubo de oxígeno durante todo el trayecto. Ahora se encontraba bebiendo a pequeños sorbos un café caliente y amargo que uno de los mecánicos le había ofrecido.

Raoul sabía que Tiger no estaba en condiciones de pilotar nada. Sin embargo, dado el plan de vuelo predeterminado y la misión, aquél era un detalle insignificante.

Raoul se dirigió hacia lo que alguien había denominado generosamente «la oficina» y entregó a Tiger una ajada bolsa de cuero negro.

—De pie. Vamos.

—Mira, ¿podrías terminar con toda esa estupidez de oficial en jefe? Esta excursión tuya no estaba planeada, ¿vale? Pensé que tenía el día libre —se quejó Tiger.

—Cambio de planes.

—Tus planes han cambiado. Eso no significa que los míos tengan que hacerlo. —Se puso de pie con cuidado, como si el repentino cambio de altitud lo pudiera destruir—. De todas formas, ¿adónde vamos?

—Tierra adentro.

Raoul se permitió una sonrisa cuando las pocas personas que lo habían oído se giraron para mirarlo únicamente para comprobar si habían entendido bien. Por la ubicación en la costa, «tierra adentro» significaba sólo una cosa: transporte de drogas.

De la media docena de hombres que había en aquel lugar, sólo Tiger se había quedado estupefacto. El resto había visto y oído demasiadas cosas en su vida para que nada los sorprendiera, y transcurridos unos instantes apartaron la mirada sin mostrar la menor curiosidad. El suyo era un mundo en el que no se hacían preguntas y no se contaban historias. Lo contrario podía causar la muerte.

—Me estás jodiendo —dijo Tiger.

—Claro que lo estoy haciendo. Vamos a ver el paisaje. —Raoul se volvió y salió de la pequeña habitación en el extremo del edificio. Aunque llamar a aquella construcción edificio era un enorme cumplido. En realidad, no era más que una casucha de tamaño gigantesco.

Cuando llegaron al viejo helicóptero, Raoul subió al asiento del piloto y comenzó las comprobaciones pertinentes. Tiger se subió a su lado, un poco más sumiso que antes.

—Este trasto tiene más años que yo —dijo con desprecio, mirando al desvencijado cuadro de mandos que tenía contadores conectados a equipos mecánicos y fluidos reales en lugar de circuitos electrónicos y sensores.

Raoul le echó una mirada.

—Puede que sea más viejo que tu madre.

«Y que se mantenga en pie atado con bandas elásticas y escupitajos».

—¿Sabes cómo ponerlo en funcionamiento?

—Sabía hace treinta años. Estoy seguro de que me acordaré —replicó Raoul mientras los rotores crujían, girando lentamente, levantando una enorme nube de polvo. Tenían que despegar lo antes posible—. ¿Estás listo?

—Sí. ¿Sin auriculares?

—No es necesario. Le robaron la radio hace unos años.

Tiger parecía francamente incómodo.

—¿Qué ha pasado con las puertas?

—Se las sacaron —respondió distraído Raoul mientras accionaba las válvulas—. El viento que entraba por los agujeros de bala hacía un ruido infernal.

Diez minutos más tarde estaban atravesando la línea costera en dirección noreste, hacia mar abierto.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer en realidad? —gritó Tiger, tratando de hacerse oír por encima del ensordecedor y poco saludable quejido del antiguo motor.

—Un pequeño reconocimiento por nuestra cuenta —respondió Raoul, señalando hacia una bolsa depositada a los pies de Tiger.

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