Kate absorbió la información un instante, y luego sacudió la cabeza.
—Sigue siendo extraño. Era un científico del gobierno.
—No cuando escribió esos trabajos —le recordó Elle—. Ya he devuelto los libros, pero podría darte la lista de citas, si te interesa verlos.
Kate alzó una mano con un gesto de rechazo.
—No, gracias. Mi cupo de investigación anual ya está cubierto. ¿En qué estás trabajando para haber tenido que buscar toda esa información?
—Una biografía —respondió Elle—. Es para una publicación privada con motivo de su sesenta y cinco cumpleaños, dentro de un mes, o poco más.
—¿Uno de los hombres más ricos del mundo cumple sesenta y cinco años y lo único que recibe es un libro sobre sí mismo? —Con una sonrisa, Kate se llevó la botella de agua a los labios—. Supongo que es mejor que un
streptease
. A la querida reina Iris no le gustaría. ¿De quién fue la idea?
—De Davis Lee, supongo.
—¿Te está dando mucho trabajo?
Reprimiendo un bostezo, Elle le sonrió tristemente.
—Creo que es lo que tenía en mente cuando me trajo. No conozco a mucha gente, así que estoy disponible a todas horas. —Se levantó con lentitud—. Hablando de eso, tendría que volver ya a la mina.
Kate dejó la botella de agua sobre el alféizar de la ventana y dejó que la silla recuperara su posición vertical.
—No dejes que te explote todo el tiempo. Nueva York es una gran ciudad. Asegúrate de disfrutarla.
—Me gusta —admitió Elle, con su mano sobre el picaporte—. Pero es tan grande. Es difícil saber adónde ir y qué hacer. A veces hay demasiadas opciones, y otras veces no tengo muchas ganas de ir sola. Y eso se está convirtiendo en algo habitual —continuó, apartando la mirada mientras su voz se reducía a un murmullo. Era un gesto efectivo, que hizo que Kate se preguntara si sería auténtico o si ella estaría buscando una invitación.
—¿Cuánto hace que estás aquí?
—Alrededor de un mes.
—¿Has ido a alguno de los conciertos al aire libre? Prácticamente todos los parques de la ciudad tienen alguna actividad durante los fines de semana.
Elle la miró a los ojos y negó con la cabeza.
—Aún no.
—Bueno, si te apetece, voy a ir con algunos amigos a ir a tomar algo y después al Battery Park hoy por la noche. Hay un festival local de fusión jazz-reggae. —Levantó los hombros y se rió—. No es lo mío, pero les sigo la corriente. ¿Por qué no vienes con nosotros? Será una cosa informal, y aunque la música sea horrible, ver a la gente será interesante. Tengo esa imagen mental de metrosexuales con camisas de seda teñidas, y bebés rubios con rastas, fumando marihuana civilizadamente con pantalones de marca, en pipas de plata repujada.
Elle se rió pero además pareció sorprendida realmente.
—Kate, no pretendía…
—Lo sé.
Elle hizo una pausa un segundo, para luego ofrecer la primera sonrisa auténtica que Kate había visto en su rostro.
—¿En serio? Es muy generoso por tu parte. ¿Estás segura de que no habrá problemas con tus amigos?
—Por supuesto. Te mandaré un correo electrónico sobre dónde y cuándo nos encontraremos. Seguramente será alrededor de las ocho y media. Nos vemos luego.
Viernes, 13 de julio, 15:45 h, Pentágono, Washington, D.C.
Lo primero que Jake observó cuando se dirigía a la sala de conferencias fue que de la docena de personas que había en la habitación, él era uno de los tres que no iba de uniforme. Tom Taylor y Candy eran los otros dos. Ya antes de comenzar la reunión, Jake venía ligeramente mareado a causa de la información que a toda velocidad le había presentado Candy en el viaje desde Langley. Aviones espía y equipamiento de manipulación climática. Terroristas y terminología de guerra.
No era exactamente a lo que había esperado enfrentarse cuando se había decidido estudiar para el doctorado en climatología.
Tom giró, concentrando su mirada casi muerta en Jake.
—¿Qué pasa con esta tormenta?
—Hasta el momento, está detenida al este-noreste de Puerto Rico tras desplazarse con lentitud pero sin descanso durante las últimas cuarenta y ocho horas.
—Después de ese incremento, ¿por qué se ha detenido?
Jake se encogió de hombros.
—Sucede en ocasiones. Nadie sabe realmente por qué. En 1998, el
Mitch
se detuvo treinta y nueve horas frente a las costas de Honduras.
—Y luego se extinguió.
—Después de caer con toda la furia sobre Honduras, el este de México y un puñado de islas del Caribe, murió de forma muy lenta y destructiva —lo corrigió Jake.
—Entonces, ¿esta tormenta se desvanecerá pronto?
—No hay modo de asegurarlo. Su presión barométrica sigue cayendo, y la velocidad de sus vientos es constante. Sigue siendo de categoría 2, así que, por ahora, no representa una gran amenaza, especialmente si permanece en el océano. —Se encogió de hombros—. Podría comenzar a moverse en cualquier momento, o podría disiparse.
Tom parecía aburrido.
—Jake, ¿esas posibilidades son del cincuenta por ciento?
—Lo dudo. Mi intuición me dice que no va a desaparecer pronto. La temperatura del mar allí abajo es demasiado agradable.
—¿Hay algo que podamos hacer para cambiar eso? —preguntó Tom.
En torno a la mesa, todos asintieron en silencio.
Frunció el ceño.
—Bueno, empecemos a pensar en ello. Tengo el mal presentimiento de que esta tormenta no desaparecerá. No hasta que encontremos a quién está detrás de ella. —Dejó de hablar bruscamente y tomó su Blackberry de la funda que colgaba de su cinturón, miró la pantalla y se puso de pie—. Tengo que interrumpir esta conversación. Mil disculpas.
Y se marchó.
Viernes, 13 de julio, 16:30 h, la Casa Blanca, Washington, D.C.
Tom Taylor avanzó hacia el interior por los concurridos pasillos, a través de un laberinto de oficinas hasta una de las escasas puertas cerradas. Golpeó con delicadeza, sonriendo al hombre que le abrió.
—El señor Taylor está aquí, señor Benson.
—Gracias. —Win Benson, el hijo del presidente y uno de sus consejeros extraoficiales, abrió aún más la puerta e hizo un gesto, sin sonreír, para que Tom entrara en el despacho.
Se trataba de un despacho grande y cómodo, decorado con el sencillo estilo ejecutivo. Buenos muebles, gruesas alfombras y obras de arte originales. Y dos rostros serios cuyas caras eran familiares de los programas matinales del domingo: la secretaria de prensa de la Casa Blanca y un asesor de seguridad nacional.
Se presentaron con apretadas y ligeras sonrisas, estrechando la mano de Tom. La secretaria de prensa fue directa al grano.
—Señor Taylor, los dueños y la tripulación de un pequeño yate que naufragó al este de Caribe, estuvieron en la televisión hace poco e informaron de que tras ser rescatados por un buque de la Marina, fueron interrogados por los oficiales sobre la repentina intensificación del huracán
Simone
. Su historia es, evidentemente, increíble, y por tanto, los medios no dan abasto para conseguir más datos. Están a la espera de salir al aire con Matthews, Hannity y Larry King, y eso es sólo esta noche. Lo están presentando como si hubiera un científico loco suelto, e insinuando que se están llevando a cabo experimentos con respaldo gubernamental. Los periodistas se están arremolinando como buitres sobre este tema. ¿Puedo preguntarle qué es lo que está sucediendo?
Justo lo que le hacía falta. Publicidad.
—Señora, creemos que el huracán puede haber sido aumentado artificialmente mediante alguna tecnología.
—¿Cree que alguien está manipulando el clima? —preguntó, con algo más que un poco de incredulidad en la voz.
—Sí, señora.
—¿Quién? ¿Y cómo? ¿Sabe esto el presidente? —Se volvió hacia el consejero de seguridad nacional—. ¿Estaban al tanto en el PDB?
—Discúlpeme, señora —interrumpió Tom—. Éste es un asunto que acaba de surgir y creo que no ha llegado todavía al extremo de ser incluido en los informes diarios del presidente. Nosotros tenemos todavía demasiadas preguntas que intentamos responder, incluyendo las que usted acaba de plantear.
—¿Tiene alguna información más acerca de quién puede estar detrás de esto?
Miró a los ojos del consejero de seguridad.
—No, señor.
—¿A quién se refiere cuando dice «nosotros», señor Taylor? —El hijo del presidente se movió hacia el centro del despacho al tiempo que hacía la pregunta.
Tom giró para mirarle de frente.
—Estoy a cargo de un equipo de trabajo a solicitud del director Nacional de Inteligencia. Es interdepartamental, y son varios los involucrados. La CIA, el FBI, Seguridad Nacional y todos los cuerpos de las fuerzas armadas. Y algunos otros. Algunos civiles.
—¿Y todavía no saben nada?
Se giró hacia la secretaria de prensa y sostuvo su mirada sin mostrar irritación.
—Sabemos mucho, señora, pero no todo. Todavía. Estamos aclarando el panorama general.
—Bueno, es hora de compartir, señor Taylor. Díganos lo que sabe —dijo en un tono de voz bajo y sarcàstico completamente distinto del cultivado estilo diplomático por el que era famosa—. Con pequeños paisajes será suficiente.
Su agradable y fotogénico rostro se mostraba firme. Había visto más calidez en los rostros de los interrogadores de Guantánamo.
—Sabemos que una persona o personas tienen capacidad para manipular con éxito los sistemas climáticos. Sabemos que han comenzado a trabajar, recientemente, dentro de las fronteras de los Estados Unidos y que están bien organizados, cuentan con fondos y son extremadamente esquivos. Sabemos que no hay investigadores de renombre trabajando en dichas actividades. Lo estamos considerando como una amenaza terrorista y tenemos personal trabajando las veinticuatro horas los siete días de la semana para encontrarlos y averiguar cuál será su próximo paso. Y estamos prácticamente seguros de que han transformado a
Simone
en la tormenta que ahora es mediante el uso de la tecnología.
—¿Algo más?
«¿Eso no le resulta suficiente?».
—No, por el momento.
—Quiero que me mantenga informada, señor Taylor.
Al darse cuenta de que daban por terminada la reunión, hizo una inclinación de cabeza a la Barbie de pelotas de acero y a sus amigos y se giró hacia la puerta.
—¿Considera usted que los Estados Unidos están bajo la amenaza de
Simone
? Me refiero a la situación climatológica.
Se volvió para mirar al hijo del presidente.
—Creo que existe una alta posibilidad, señor Benson, pero, por el momento, sólo podemos estar seguros del mismo nivel de riesgo que tenemos cuando hay un huracán en el Caribe. Si usted tiene que viajar a Florida la semana que viene, yo cancelaría la habitación con vistas al mar.
—Gracias.
Hizo un gesto con la cabeza al grupo y abandonó el despacho.
Viernes, 13 de julio, 18:57 h, Upper East Side, Nueva York.
Elle salió del vagón de la línea 4-5-6 y dejó escapar un suspiro que estaba a medias entre la exasperación y el alivio.
El viaje hacia las afueras siempre era irritante, e incluso la perspectiva de una noche relajada no cambiaba eso. La línea de la avenida Lexington era la más transitada de la ciudad y la de peor funcionamiento, algo que cientos de personas apiñadas en los vagones durante las horas punta sabían perfectamente. Pero esperando hasta las seis y media, conseguía normalmente evitar lo peor. Si dejaba la oficina a las cinco, tenía que lidiar con las masas del personal administrativo de Wall Street que volvían a sus hogares, y, si salía a las seis, serían los directores quienes regresaban a Connecticut y Nueva Jersey a tiempo para besar a sus hijos antes de acostarlos. Así que se iba a las seis y media, una vez que la mayor parte del Distrito Financiero había cerrado y sólo tenía que enfrentarse a la riada humana durante un breve intervalo mientras cruzaba el centro de la ciudad.
Bajó del vagón en la 68 y Lexington. Después de subir los treinta y tres escalones mugrientos, el húmedo, maloliente y subtropical microclima de los túneles del metro dejó paso al calor de horno de las calles; comenzó a contar los pasos hasta poder doblar hacia Park. Desde ese lugar eran sólo tres manzanas y media —alrededor de cuatrocientos veinticinco pasos, aproximadamente— hasta su edificio, situado en la 73 Este entre Park y Lex, en donde podía, finalmente, escapar al ruido y a los olores de la calle. Al principio, había sido un juego para distraerse de aquello que ella había aceptado al establecerse en la ciudad, pero se había vuelto un ritual neurótico. La mantenía en movimiento hacia su momento favorito, cuando cerraba la puerta del piso a su espalda y la parte pública de su trabajo concluía por fin.
Si hubiera tenido que vivir en cualquier otra parte de la ciudad, nunca habría aceptado el trabajo. No es que a ella le hubiera entusiasmado aceptarlo, pero había resultado ser una oferta providencial que no podía rechazar. Por un lado, le habían dicho que era una oportunidad estupenda y ella no había podido encontrar ningún argumento convincente en contra. Y antes que alejarse del futuro que estaba labrando para sí misma como estratega política, había decidido ensuciarse las manos. Así pues, allí estaba, trabajando para un bruto, vistiéndose como una bruja y obteniendo una experiencia valiosa que podía volverse en su contra en cualquier momento.
La simple visión de la elaborada y grisácea fachada de piedra caliza de su casa la ayudaba a disipar algo de su irritación, y, como siempre, miró hacia lo más alto del edificio en donde la sombra del jardín terraza del ático alentaba su imaginación. Había oído decir que era espectacular. Rodeaba todo el edificio, por lo que el piso parecía estar construido en torno a un jardín. Ella sabía que no había modo de que pudiera verlo, así que se conformaba con su ojeada diaria. Las únicas señales visibles desde la calle eran los árboles que se elevaban en enormes macetas de terracota y las plantas ornamentales que crecían sobre el muro y se balanceaban bajo la brisa de la decimoquinta planta. Era lo más cerca de la naturaleza que podía estar la mayoría de los días.
—Buenas noches, señorita Baker. —El portero no era curioso, ni charlatán, simplemente cortés—. Va a ser una noche encantadora.
—Hola, Shel. Creo que tienes razón —le respondió con una cansada sonrisa. Su distribución del tiempo era tan impecable que ella ni siquiera tuvo que disminuir el paso, sino que pasó por la puerta abierta hacia el fresco y reconfortante paraíso de pilares corintios y molduras de una Nueva York de preguerra. Sus mocasines de delgadas suelas golpeaban suavemente contra el mármol color bronce, mientras se dirigía hacia el ascensor.