—¿Qué hay en la agenda, además de la cena?
—Sólo otra colección de vídeos de meteduras de pata de Joe Toliver, si estás interesada —le respondió. Joe había sido compañero de clase de Kate en Cornell y se había convertido en miembro de esa nueva especie de meteorólogos que iban a la playa cuando había un gran oleaje, micrófono en mano y cámara al hombro. También recopilaba tomas falsas y vídeos de pruebas que sacaba de Dios sabía dónde, y los coleccionaba para divertirse en privado.
—Uno de estos días te van a denunciar —dijo Kate con una media sonrisa—. Todavía no me he recuperado de la última tanda. La imagen de esa joven cayendo de culo cuando el rayo impactó sobre la furgoneta del telediario ha quedado grabada en mi memoria. —Fue una suerte que ella no estuviera más cerca de la antena o habría terminado con algo más que un brazo roto y el ego por los suelos. —Richard sacó una cerveza de la nevera y se reclinó contra la encimera mientras la abría—. Hoy ha llegado una nueva serie y Joe me ha asegurado que son los mejores hasta ahora. Creo que está preparándose para sacarlos al mercado, porque está comenzando a organizarlos según los fenómenos meteorológicos. Tormentas de nieve, relámpagos y rayos, y todos los acontecimientos fallidos de importancia cuando hace buen tiempo.
—Hablando de meteduras de pata, ¿cuándo van a incluir en la colección tu aventura en Barbados? No se ve todos los días al abuelito de la meteorología televisiva patinando para dar con la cabeza contra un muro de piedra bajo vientos de ciento veinte kilómetros por hora.
Él enarcó una ceja.
—No va a ser incluido por acuerdo privado entre las partes. Además, ya lo ha visto todo el mundo en YouTube. Vamos, salgamos. Podemos al menos disfrutar del atardecer mientras preparo la parrilla. Ese sistema de baja presión va a comenzar a moverse alrededor de las diez.
Kate sacudió la cabeza mientras sonreía.
—No me importa lo que te digan los huesos, Richard. No llegará aquí hasta medianoche.
Eran cerca de las diez, y Kate estaba sentada en el pequeño patio con suelo empedrado que daba al estrecho de Long Island, observando el apagado brillo de Queens, más allá del pequeño y ruinoso embarcadero de Richard. Dejó su vaso sobre la desvencijada mesa de teca, a un lado, y se reclinó contra el almohadón de la tumbona. El cielo todavía estaba claro, pero la humedad se estaba volviendo opresiva. Las estrellas habían pasado de reflejarse sobre el agua a verse ligeramente borrosas, y el desfile de luces parpadeantes de los aviones que pasaban sobre Long Island había sido constante mientras el aire de la noche se hacía más denso ante la inminente tormenta. Las flores nocturnas crecían en macetas cerca de la casa, dándole una embriagadora dulzura a la oscuridad, pero no alcanzaban a ocultar el persistente olor de las algas resecas por el sol y la hierba recién cortada. Hacía mucho que Kate había cambiado aquel penetrante aroma a tierra por el ácido olor de la ciudad, causado por el hombre, pero, para ella, al crecer a dos manzanas de la playa, en Brooklyn, aquél siempre sería el perfume del verano y de la infancia.
Se volvió al oír a Richard que se cruzaba descalzo el jardín para ir a su encuentro.
—¿Todo bien?
—¿El hecho de que me haya convertido en una cerda, comiendo varias docenas de ostras no es suficiente para ti? —Kate se rió—. Bueno, dejo constancia para la posteridad de que las ostras asadas con… ¿qué clase de leña dijiste que era?
—De manzano.
—Bueno, son exquisitas. Y tu ensalada de patatas tampoco ha estado nada mal.
—Eso ha sido gracias a Whole Foods —admitió Richard, rascando distraído la cabeza de Finn.
—Bien hecho por haberlo elegido, entonces. —Ella le vio depositar un estuche largo y cilíndrico sobre las piedras, gastadas y lisas—. Se está levantando demasiada neblina y no se podrá ver nada. ¿Para qué molestarte en montarlo?
—Todavía hay algo de visibilidad. Y si no puedo ver nada natural, me dedico a observar los aviones —le respondió sonriendo, mientras extendía las patas del trípode y colocaba delicadamente el telescopio en su soporte—. ¿Cómo está tu padre?
«Sigue muñéndose». Kate se llevó su Coca-Cola Light a los labios y respondió por encima del borde.
—Reduciendo la velocidad.
—Lo siento, Kate. —Su voz mostraba sinceridad pero sin llegar a la simpatía. Sabía que era algo que no debía ni siquiera intentar.
Ella alzó un hombro con una despreocupación que su corazón no compartía.
—Era algo inevitable, ¿no? Uno va voluntario a trabajar en los hornos del infierno porque es un patriota y termina destrozado, y luego ya no puede hacer otra cosa. Y mientras anda por allí, respira miles de millones de partículas tóxicas diariamente, durante meses, y después los pulmones comienzan a colapsarse. Es lo que pasa.
—¿Cómo lo está llevando tu madre?
—Cuando está con él, es una santa, y no sé cómo hace para no derrumbarse. Pero cuando estoy con ella, puedo detectar, sin duda, el olor a martirio.
—Cuidar a alguien no es fácil. —Lo dijo en un tono neutro, pero Kate se estremeció ante su propia falta de delicadeza. No tenía mucho que ocultarle a Richard, pero éste era un asunto que normalmente evitaba mencionar. Había pasado cinco meses cuidando de su esposa cuando un repentino y devastador cáncer se apoderó de ella. Habían transcurrido dos años desde su muerte y todavía no se había acostumbrado a su ausencia. El estado de su propia casa así lo dejaba traslucir.
Desde que Jill había muerto, a la casa le faltaba algo de vida. Y también a Richard.
—Lo siento, Richard. Eso ha sido una auténtica grosería.
—Sí, lo ha sido, pero es comprensible.
—Tal vez. —Ella tomó otro trago y dejó caer su cabeza contra las tablas de la tumbona. Se concentró en las luces que se reflejaban en el agua casi inmóvil al fondo del muelle. Dejando aparte el burocrático y ambiguo nombre —Síndrome Pulmonar de la Zona Cero— nadie había identificado qué era lo que afectaba a su padre ni a otros cientos de personas que llegaron de inmediato a la zona, y que habían enfermado de lo mismo. La ausencia de datos sobre lo que aquejaba a su padre y cómo habría de evolucionar daba a la familia cierto tiempo para hacerse a la idea. Tal vez demasiado. Sin embargo, era un débil consuelo. Sea como fuere, ella estaba viendo la muerte de su padre al mismo tiempo como una liberación.
—Papá no se queja de nada. Nunca. Por ejemplo, está completando la bibliografía para un curso de los clásicos en Columbia que encontró en Internet. Me dijo que nunca había tenido el valor para enfrentarse a esos libros. Pensaba que no era lo suficientemente listo, pero ahora le parece que sería una vergüenza si… —Tomó aliento, mientras contenía la emoción, que se agolpaba en su garganta en un tenso nudo—. Hago lo que puedo, pero la ayuda que mamá quiere no es la que yo puedo dar. Le ofrecí contratar a alguien para que fuera varias veces por semana y así poder descansar, pero se negó. Ella pretende, en cambio, que me vaya a vivir con ellos. —Dejó escapar el aliento lentamente, de forma controlada—. Vivo a veinte minutos en metro, pero no le parece suficiente. Mientras tanto, cualquier discusión con respecto a que mi hermana vuelva de Los Ángeles de visita es terreno vedado.
—Ella tiene sus propios problemas.
«Igual que yo».
—Si no te importa, creo que voy a cambiar de tema antes de que me ponga demasiado sentimental o me enfurezca. No ha sido una buena semana por casa.
—Está bien. ¿Y qué tal los Yankees?
—Como si me importara… Sabes que soy chica de los Mets —le respondió, tratando de imprimir a su voz una nota alegre, a pesar de que no se sentía así—. Tengo un tema mejor que ése.
—Lo dudo, pero veamos.
—He añadido dos tormentas más a mi repertorio.
—¿Por qué no eras así de obsesiva cuando estabas en mis clases? —respondió Richard sin alzar la cabeza del ojo de su telescopio.
Ella sonrió.
—Porque tenía dieciocho años.
—¿Y ahora?
—Me he vuelto codiciosa. ¿No quieres saber cuáles son?
—¿Tengo alguna opción?
—Claro que no. Tu tormenta…
—¿Yo tengo una tormenta?
—Sí, en Barbados.
Alzó la cabeza.
—Por el amor de Dios, Kate, no me metas en eso.
«Ya lo estás». Ella se acomodó en la silla.
—No te estoy metiendo en nada. E incluyo la tormenta en el Valle de la Muerte en mi discusión. Tienes que admitir que las dos son muy extrañas. Demasiado extrañas para suponer que se trata de una coincidencia.
—Estamos hablando del tiempo, ¿no es cierto? ¿El sistema caótico por antonomasia? —murmuró mientras se ajustaba las gafas.
—Sí, y el área de tu especialidad. —Hizo una pausa—. Me estoy conteniendo de incluir a
Simone
hasta ver cómo evoluciona.
—Está cómoda con una categoría 1 por ahora. ¿No lo sabías?
Ella frunció el ceño.
—No. ¿Cuándo ha sucedido eso?
—No hace mucho. He comprobado su situación antes de ir a buscarte en caso de que lo primero que hicieras fuera tirármela a la cabeza.
Ella entornó los ojos y tomó otro sorbo de su refresco.
—Bueno, entonces tenemos otra para agregar a la mezcla. Y vamos, Richard, tú sabes que estas tormentas eran algo más que extrañas. Eran siniestras. Siniestras más allá de todo lo que se podía esperar.
—Ya hemos analizado esto, Kate… —empezó, tras una pausa casi imperceptible.
—Hemos hablado sobre el asunto, pero no recuerdo haber llegado a ninguna conclusión. Mira, sé que crees que estoy loca, pero eso está bien, porque yo también lo creo —le interrumpió.
—Sin comentarios.
—Todavía me sigue pareciendo que la intensificación de todas las tormentas sucedió demasiado rápido. No puedes obligarme a cambiar de idea. Las cinco tormentas se estaban desarrollando dentro de los parámetros normales, y de repente, sin previo aviso ni motivos que pueda detectar, aumentaron su intensidad, sobrepasando los límites de cualquier predicción para el peor de los casos. Es como si hubieran explotado sin que nadie las hubiera detonado. No sé… Espontáneamente.
—Kate, las tormentas no se intensifican sin razón. Tú lo sabes. Existió un mecanismo detonador. En el caso de
Simone
, fue un movimiento sísmico suboceànico. Ha sido documentado. Y multiplicándolo todo, está la turbulencia en las altas capas de la atmósfera causada por las tormentas del Golfo y los vientos que soplan sobre la llanura desde el Atlántico. La mitad del país está patas arriba por las anomalías en la corriente en chorro. En cuanto a las otras, todavía no has encontrado los detonantes. Pero si sigues buscando, seguramente los encontrarás y te darás cuenta de que nos suministran explicaciones perfectamente naturales.
Ella negó con la cabeza.
—El jurado todavía no se ha definido en relación al asuntillo sísmico, pero no hay nada que explique el resto de las tormentas, Richard. Comprobé todas las mediciones, todos los parámetros. Todo lo evidente e incluso un montón de cosas que, hasta donde sabemos, nunca jugaron un papel…
—¿Como el precio del cerdo? Tal vez una mariposa en Tokio batió las alas un poco más fuerte un día en esa semana… —Alzó la cabeza y la miró a los ojos—. ¿De qué va esto, verdaderamente? ¿Sucede alguna cosa con tu familia?
La pregunta le tocó de lleno, profunda, afilada e inesperada.
—No te hagas el psicólogo pop conmigo —le dijo, casi sin poder contener su irritación—. Es sólo curiosidad científica. Algo que tú siempre reivindicaste. Hubo una época en la que me hubieras animado a continuar con esta investigación en vez de insistir tanto para que me olvide de ella. ¿Qué ha cambiado?
—No te enfades tanto. No ha cambiado nada. Y no estoy insistiendo para que la abandones. Ya has hecho una investigación a fondo, así que ahora te sugiero que aprendas algo de la experiencia, sigas adelante y la apliques —le respondió con tranquilidad, inclinando la cabeza para volver a mirar otra vez por el telescopio—. Y tal vez absorber un poquito de humildad mientras lo haces. Estamos hablando de la naturaleza, Kate. No puede ser compartimentada de forma tan ordenada. Por definición es caótica, y actúa, por lo menos, en cuatro dimensiones con un infinito número de variables que cambian constantemente.
—Ésa es la cuestión, Richard —soltó—. No he aprendido nada. Quiero aprender algo. Quiero aprender por qué cinco tormentas de lo más comunes crecen de forma extraordinaria cuando no hay un sistema climático para sostener ese nivel de crecimiento o intensidad, y cómo una tormenta adicional —la del Valle de la Muerte— ha aparecido,
literalmente
, de la nada.
Él sacudió la cabeza.
—¿Por qué no tecleas «anomalía climática» en Google y miras a ver qué aparece? Tal vez encuentres algo interesante.
—No hay motivo para que te pongas irónico. Además, ya lo he hecho, y, definitivamente, no quiero meterme en eso. Me quedo con la ciencia de verdad, muchas gracias.
—Kate, eres una excelente meteoróloga, pero todos cometemos errores. No te quedes en ellos. —Un trueno retumbó en la lejanía, haciendo que ambos alzaran la cabeza—. ¿Qué dijiste de la medianoche?
—Todavía no ha caído una gota.
Él se rió, pero al no obtener la misma respuesta por parte de Kate, la miró a los ojos, lanzando un suspiro resignado.
—¿Qué crees que vas a encontrar, Kate?
—No me importa lo que encuentre, Richard. Lo que sea, desde un microclima a una anomalía de los vientos, o una teoría conspirativa si resiste al análisis. Simplemente quiero una respuesta.
Él se ocupó de ajustar minuciosamente el telescopio durante varios minutos, haciendo comentarios sobre el cielo nocturno, que se estaba comenzando a nublar con el vapor de agua.
Kate miró su reloj sólo para cruzarse con la mirada de Richard cuando levantó la vista. Él tenía la misma sonrisa que le había visto en clase, tantos años atrás.
—¿Qué hora es?
Ella frunció el ceño, notando cómo la leve brisa aumentaba.
—Diez y veinte. ¿Qué hueso ha sido esta vez?
—Me dolía la espalda. La lluvia comenzará en cualquier momento.
—No lo creo.
—Vamos, ayúdame a meter los cojines, después te llevo al tren antes de que la lluvia se haga más intensa. —La ayudó a ponerse de pie con una sonrisa—. Si te mantiene despierta por las noches, Kate, entonces espero que encuentres una respuesta, o por lo menos te cruces con alguien que esté interesado en tus preguntas. Podrías sacarle algo de provecho a todo el tiempo que has invertido en tu ponencia.